Eduardo Ibarra Aguirre
Durante
el foro México Cumbre de Negocios, realizado en Guadalajara, Jalisco,
varios oradores ilustraron con estimaciones puntuales sobre la
profundidad y alcance del viejo y persistente problema mexicano de la
corrupción. Cáncer social que tiene claras expresiones en el
subcontinente, en el llamado tercer mundo y también en los países
desarrollados, incluidas las potencias imperiales y dentro de ellas
Estados Unidos, como lo puso en relieve la crisis financiera global que
estalló en 2008 y de la cual la aldea aún padece sus consecuencias.
En
la perla tapatía fue considerado como un lastre para la economía al
tener un costo equivalente a 4 puntos porcentuales del producto interno
bruto, lo que significa alrededor de 740 mil millones de pesos. Lo
anterior es menos del 5 por ciento que aporta la producción agropecuaria
al PIB.
Está muy bien que sean los voceros de grupos
empresariales los que ahora demandan con mayor fuerza, oratoria por lo
menos, que “México requiere acciones que vayan más allá de las reformas
realizadas, entre ellas combatir la corrupción”. Acaso importa menos que
lo hagan bajo la convocatoria de Miguel Alemán Velasco, heredero de la
fortuna del presidente Miguel Alemán, uno de los más distinguidos
saqueadores de los bienes nacionales, junto con el archimillonario
Carlos Salinas, quien disfruta una residencia de 5 mil metros cuadrados.
Y
ello se explicaría porque el cáncer que corroe al cuerpo social
mexicano –desde sus elites gubernamentales y empresariales, pasando por
los poderes fácticos cuya sola existencia es un acto corruptor de la
arquitectura institucional, hasta llegar a su anchísima base social–,
quizá está llegando a su límite, debido a que la vieja práctica de los
beneficiarios sexenales que son unos cuantos, obstruye la concurrencia
de otros grupos empresariales formados casi todos al amparo del poder
público, el capitalismo de compadres.
La corrupción es todavía una vigorosa institución
y, a la vez, la práctica más ejercida. Por desgracia aún es el aceite
que hace funcionar el sistema de dominación que hasta ahora muestra ser
relativamente eficaz. Sostengo que ningún funcionario público necesita
robar para enriquecerse. Bastaba con la “comisión” obtenida de las
compras, ventas y adquisiciones del sector público para lograrlo. Y más
ahora que el señor 10 por ciento, que tanto popularizó Raúl Salinas, llega hasta el 50 por ciento, como lo evidenciaron diputados federales de Acción Nacional.
Por
la extensión y profundidad del más peligroso cáncer que padece el país,
y sobre todo en el entorno de inestabilidad económica y financiera que
atraviesa la aldea global, resultan oportunas algunas de las críticas
empresariales y propuestas como la formulada por Julio A. Millán para
que el gobierno “Diga cómo se ejerce el dinero que aportan los
contribuyentes y así evitar la corrupción”.
Para el
titular del Ejecutivo federal “La transparencia es la nueva frontera de
las democracias y a la par de la apertura gubernamental constituyen el
mejor antídoto contra la corrupción”. Lo dijo en la Cumbre Global de la
Alianza para el Gobierno Abierto 2015.
Varios estudiosos
del tema establecen una relación menos lineal y estiman que a mayor
transparencia no necesariamente corresponden menos prácticas de
corrupción. Ponen como ejemplo la creciente transparencia del Gobierno
del Distrito Federal, pero con sus extensas e irritantes prácticas de
corrupción en diversas secretarías y delegaciones políticas.
Utopía 1600
Twitter: @IbarraAguirreEd,
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