10/27/2015

Miseria salarial contiene la inflación



Entre 2001 y septiembre de 2015, el aumento al salario mínimo fue de sólo 30 centavos diarios cada año, en términos reales. La inflación media anual de 4.1 por ciento en el periodo, consecuencia de la miseria salarial a la que se ha condenado a la mayoría de la población

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Entre 2001 y septiembre de 2015, la inflación media anual programada en México fue de 3.8 por ciento. La alcanzada fue de 4.1 por ciento.
El aumento medio anual del salario mínimo fue de 4.6 por ciento, equivalente a 2.28 pesos diarios más cada año. Su diferencia con la inflación esperada era de 0.8 puntos porcentuales anuales. Descontándose el efecto de los precios, el salario mínimo real hubiera obtenido una ganancia media anual de 1.2 por ciento, equivalente a 70 centavos reales cada año, 11 pesos diarios acumulados en 15 años.
Con la inflación alcanzada, la diferencia a favor del salario mínimo se redujo a 0.5 puntos porcentuales; 0.6 por ciento más anualmente en términos reales; una mejoría de sólo 30 centavos diarios cada año, 5 pesos reales acumulados en el periodo.
La inflación media anual de la canasta básica fue de 4.5 y su diferencia con el aumento nominal de dicho salario mínimo cayó a 0.1 puntos porcentuales anuales. Deflactado con la canasta, su aumento real anual se redujo al mínimo: 0.1 por ciento; 6 centavos reales diarios cada año; 90 centavos acumulados adicionales en lo que va del siglo.
La generosidad de los gobiernos y los empresarios es una ilusión estadística insultantemente conmovedora.
El anterior ejercicio estadístico desvela la grosera munificencia “juiciosa” y “responsable” de la disciplina monetaria y fiscal neoliberal. De la única “salida” económica y política viable para Agustín Carstens –gobernador del Banco de México (Banxico)–, Luis Videgaray –secretario de Hacienda y Crédito Público–, Enrique Peña Nieto –presidente de la República–, los panistas y priístas, que difícilmente puede generar presiones inflacionarias, perturbaciones macroeconómicas, pérdidas en la tasa de ganancia y beneficios a los pauperizados asalariados.
En todo caso, podría decirse que las secuelas estabilizadoras sobre los salarios no han sido aparentemente dramáticas. De los 55.3 millones de mexicanos cuyos ingresos no les permiten satisfacer sus necesidades básicas de subsistencia, en 2014 –según la contabilidad oficial, casi 2 millones más que 2012–, sólo unas 7 mil personas han sido encarceladas y ejemplarmente castigadas con penas de hasta 10 años, por dedicarse al “robo famélico”, es decir, por hambre. Representan una bagatela estadística. El resto son pobres, miserables, medios muertos de hambre, pero honrados, por convicción o falta de creatividad empresarial.
Venturosamente, lo anterior no es el caso de la elite político-empresarial.
Ni del gobernador ni de los cuatro subgobernadores del Banxico (remember a los cinco lobitos de 1936). Sus modestas remuneraciones, 7.6 mil-8 mil pesos diarios en 2015, o 227 mil-239 mil pesos mensuales, o 110-115 veces más que el salario mínimo, les permiten sobrellevar el martirio de la contención salarial desinflacionaria.
En su trabajo Objetivo y funcionamiento del Banco de México, el subgobernador del Banxico Manuel Sánchez dice que “en última instancia la inflación es un fenómeno monetario” –viejos polvos del aforismo friedmaniano: la inflación es, siempre y en todo momento, un fenómeno monetario–, la disciplina empieza a rendir sus frutos.
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Política monetaria

A partir de 2001, cuando el Banxico aplicó la estrategia basada en objetivos de inflación (“lo que significa que la política monetaria se ‘ancla’ en el compromiso de que aplicará sus herramientas para alcanzar los objetivos anunciados”), la inflación cayó a un dígito.
Dos años después, los precios tendieron a arañar la meta anual de 3 por ciento, +/-1 punto porcentual, fijada en 1999 para 2003. En 2008, con los cambios en la tasa objetivo, se pretende influir sobre las expectativas del público y, con éste y otros instrumentos, sobre la evolución futura de la inflación.
Para asombro del impertérrito banco central –se sabe que los “técnicos” rechazan el aplauso fácil: son flemáticos no arrebatados–, mes a mes, entre marzo y septiembre de 2015, la tasa anualizada de la inflación ha bajado sistemáticamente de 3.14 por ciento a 2.52 por ciento, ubicándose en el margen inferior de la meta, en su nivel más bajo desde 1970, cuando iniciaba el registro del índice nacional de precios al consumidor. Al término del año la inflación convergerá con el objetivo de 3 por ciento.
De los 55.3 millones de mexicanos en condición de pobreza, sólo unos 7 mil fueron encarcelados por robo por hambre
Esa tasa, además, se equipara con el nivel de precios que caracterizó al llamado desarrollo (des)estabilizador (1954-1970), ese mítico paraíso perdido del “milagro mexicano” anhelado por los neoliberales: 4 por ciento en promedio anual.
Carlos Salinas, Pedro Aspe y Miguel Mancera quisieron revivirlo, por medio de su fracasado programa monetarista-heterodoxo de estabilización: la paridad cambiaria (macrodevaluaciones anunciadas), cuya sobrevaluación real acumulada (25 por ciento en noviembre de 1994), sostenida temporalmente por los paranoicos flujos de capital especulativos, sirve como ancla desinflacionaria.
El resultado del desastre larvado en las entrañas del salinismo y heredado al zedillismo, que fue incapaz de resolver el enigma con la fuga de la manada de capitales especulativos en la segunda mitad de ese año, fue la macrodevaluación de 52 por ciento entre diciembre de 1994 y marzo de 1995.
Así se inició la era desastrada del “autónomo” banco central, inicialmente administrado por Mancera, el itamita patriarca emblemático de los Chicago Boys y primer gobernador de ese instituto, a quien José López Portillo despidió en 1982, acusándolo de deslealtad, y sustituyéndolo por Carlos Tello Macías, probablemente el único director digno que ha tenido esa institución en su historia.
Esa tragedia repitió la historia de los desarrollistas desestabilizadores. Éstos fijaron la paridad en 12.50 pesos por dólar de aquellos años, en 1954; cerraron su ciclo histórico con una sobrevaluación de 35 por ciento en 1970, y transfirieron la bomba de tiempo al populismo echeverrista que no supo desactivarla y que le explotó en 1976 con una devaluación de 60 por ciento.
Con esa crisis se inauguró la era de las políticas estabilizadoras fondomonetaristas que rigen hasta el momento, con sus variantes de libre flotación, metas de inflación y demás.
Ahora Peña Nieto, Luis Videgaray y Agustín Carstens creen que rasguñan la utopía neoliberal con el experimento monetarista de metas de inflación sostenido por la tasa de interés alta, comparada con la estadunidense y el tipo de cambio sobrevaluado, aunque éste flote como globo desde 1995, meciéndose entre la apreciación y la depreciación, a veces suavemente, a ratos violentamente, por las brisas o los vendavales de los capitales especulativos.
Podría decirse que en 2015 casi se llega a la inflación cuasi controlada, que, a decir del subgobernador Manuel Sánchez, genera un entorno favorable para el crecimiento, la reducción de las tasas de interés y para que “las familias puedan tomar mejores decisiones sobre la compra de un automóvil o una casa, y las empresas sobre cuándo y cuánto invertir, abrir negocios y crear empleos”.
…Si es que sus salarios se lo permiten. Porque sus futuros aumentos, como hasta ahora, no dependerán de la recuperación de su poder de compra perdido, merced a una sencilla razón: ése no es el objetivo de la política monetaria. Tampoco el crecimiento económico. La prioridad es la baja inflación. La propuesta de política económica para 2016-2018 enviada al Congreso de la Unión es la tasa de 3 por ciento anual. Alrededor de ella giran las demás metas.
El control de la inflación requiere una severa austeridad en lo que resta del peñismo.
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En 2016, el gasto programable real proyectado se desplomará 5.9 por ciento. De por sí, en 2015, ya sufrió la tijera videgaryana. Será la peor reducción en los últimos 13 años. Sólo en 2004 y 2010 había retrocedido 0.1 por ciento y 0.2 por ciento, respectivamente. Pero no será un año excepcional, debido a los menores ingresos petroleros esperados y la decisión de alcanzar el equilibrio fiscal cero en 2017. En 2015 se estimaba que el gasto programable pagado sería de 20.1 por ciento del producto interno bruto (PIB), pero será de 19.6 por ciento. En 2018 sería de 16.9 por ciento del PIB, según la Secretaría de Hacienda
Esa secretaría estima que el principal aporte al crecimiento en 2016 no será del mercado interno (el consumo y la inversión productiva), afectado por el efecto contractivo del gasto público, sino de las exportaciones. La contribución del consumo al crecimiento esperada será 2.3 por ciento, 2.8 por ciento y la de las ventas externas de 3.2 por ciento en 2015.
Por desgracia, el ciclo primario-exportador petrolero concluyó su ciclo y hasta Carstens, normalmente fuera de la realidad, en un momento luminoso, dijo que la recuperación de la economía estadunidense no le dará a México el impulso suficiente para alcanzar las tasas de crecimiento que el país necesita.
Los salarios seguirán subordinados a mismas variables que han obstaculizado la recuperación de su poder de compra desde 1983: la meta anual de precios, la productividad y la competitividad; la atracción de la inversión extranjera que exige los bajos salarios como los actuales; la contrarreforma laboral de 2012, que garantiza legalmente la permanencia de los trabajadores como pobres, precarios y “flexibles”; los altos réditos para atraer y mantener el capital especulativo. Prevalecerá la rentabilidad financiera sobre la productiva (ver gráficas 1 y 2).
A mediados de octubre pasado, en la conmemoración del 90 aniversario del Banxico, Videgaray se ufanó porque el salario real creció 1.3 por ciento de enero a septiembre, lo que representa “el mayor crecimiento del poder adquisitivo de los trabajadores desde 2001”; exaltó la baja de la inflación, la reducción del desempleo abierto en agosto (4.68 por ciento), ubicándose en los niveles previos a la crisis de 2008; el aumento del consumo; y por la creación de poco más de 1.6 millones de empleos formales durante peñismo.
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Salario, igual al de 1953

Si algo debe reconocerse a Carstens es su sinceridad: su disposición por sacrificar los salarios ante la inflación.
En cambio, Videgaray es un agnotólogo, en su obsesión de convertirse en el futuro presidente de México.
Robert Proctor, profesor estadunidense de historia de la ciencia en la Universidad de Stanford, acuñó el neologismo “agnotología” para describir cómo a través del empleo de datos inexactos o engañosos se induce la ignorancia y el engaño.
¿Qué representa una mejoría de 1.6 por ciento en los salarios?
Un accidente, debido a una menor inflación inesperada con relación a la prevista, la cual, por cierto, refleja los síntomas recesivos de la economía. No es una consecuencia lógica de una política pública deliberada. Medido por los precios al consumidor sólo se recuperó 0.1 en promedio en 2013 y 2014. Deflactado por la canasta básica, perdió 0.8 por ciento. En 2013-2015 la media fue favorable al salario en 0.6 por ciento.
¿Qué significan unos cuantos centavos más si al inicio del peñismo 1 peso real de 1976 equivalía a 23 centavos?
Un salario mínimo real de 2015 es similar al que existía en 1953 (39.85 pesos diarios a precios actuales). En sentido estricto, es el peor al pagado desde 1934, cuando se creó este tipo de pagos.
La mejoría del poder adquisitivo de los salarios no es más que una fábula engañabobos de Videgaray, como también lo es la del empleo.
Cada año se necesitan al menos 1 millón de nuevos empleos. Por cada empleo creado en lo que va del peñismo, otra persona no encontró nada. Que seis de cada 10 de los ocupados son clasificados como informales, nivel similar al existente al inicio del sexenio. La tasa de desempleo en diciembre de 2014 fue de 3.8 por ciento y en el mismo mes de 2012 de 4.4 por ciento. Ambas menores a las de agosto de 2015, presumida por Videgaray, así que no regresó a su nivel de 2008. Sólo fue un dato circunstancial más.
La incapacidad estructural de la economía para crear los empleos formales requeridos anualmente ha obligado a los trabajadores que sí lograron ocuparse a aceptar bajos salarios, el recorte de las prestaciones sociales o la eliminación de ellas, y las malas condiciones laborales ante el temor de ser arrojados a la calle. Ser despedidos implicaría la posibilidad de quedar marginados por lo que les resta de vida.
El control sindical oficial de los sindicatos refuerza ese escenario sombrío.
Con su pobreza y miseria impuesta como razón de Estado y de mercado, los trabajadores contribuyen a la desinflación.
Manuel Sánchez filosofa: “Con inflaciones altas las economías tienden a crecer menos [y] suele incrementarse su volatilidad, lo que oscurece las señales de los precios relativos y aumenta la incertidumbre del público”. “Cuando hay estabilidad de precios, la economía puede expandirse de forma sostenida”.
Entre 2003 y 2015 la inflación media ha sido de 4.1 por ciento en promedio anual, alrededor de la meta de 3 por ciento, +/-1 punto porcentual. Sin embargo el crecimiento medio apenas ha sido 2.5 por ciento.
Joseph Stiglitz ha criticado por inútil la moda de las metas de precios y los riesgos recesivos de las bajas inflaciones.
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Populismo

Tienen razones estadísticas los tecnócratas del Banco de México para sentirse sorprendidos por la evolución de la inflación durante el año en curso.
A los que se les ha oscurecido la realidad es a los peñistas. A cada rato, “halcones de la inflación” (Stiglitz dixit) advierten sobre la catástrofe que representaría que el genio de los precios se escape de la botella, como diría irónicamente el Premio Nobel de Economía 2001, Joseph Stiglitz, en su trabajo Central banking in a democratic society, de 1998.
Siempre han conjurado los costos de un nivel elevado de los precios y las dificultades para restablecer su estabilidad: sus efectos nocivos sobre la productividad y la competitividad de las empresas y la economía, el crecimiento y el empleo, el poder de compra de la población y su nivel de vida.
control-inflacion-300Cuando pueden, y para justificar la ortodoxia neoliberal de la política monetaria restrictiva y la austeridad fiscal que ha privado entre 1983 y 2015, y que se mantendrá hasta 2018, agitan el espantajo de la “inestabilidad de precios dramática”. Como lo hizo Manuel Sánchez, del Banxico –impuesto como subgobernador por Felipe Calderón y, antes, educado por la madraza monetarista de Chicago–, en 2010, al rememorar esa fase registrada entre 1973 y finales de la década de 1990. Ese dramático periodo caracterizado por los “estragos de la inflación elevada y volátil” que “promedió más de 38 por ciento” anualmente y “alcanzó un máximo de 180 por ciento [en febrero de 1988]”; el desorden económico; el rezago permanente de los salarios respecto de la inflación; las devaluaciones recurrentes del peso frente al dólar; la prolongada contracción de la inversión y el crecimiento económico; el doloroso aumento de la pobreza, entre otras plagas.
Por esas y otras razones veneran lo que Manuel Sánchez califica como “políticas monetarias y fiscales responsables y juiciosas”. Es decir, las que ellos mismos aplican, lo que equivale un elogio a sí mismos: la austeridad estabilizadora neoliberal, que castigan al consumo y la inversión productiva a través de la contención de los salarios reales, del gato público y las altas tasas de interés. En oposición al “populismo” que, extrañamente, Peña Nieto recientemente se ha dedicado a embestir, confusa y desentonadamente (sin definir el concepto); cruzada a la que, en un acto reflejo solidario, presidenciable, igualmente difuso, se sumó Videgaray, calificándolo de vendedor de “espejismos”, aunque reconoció que por supuestamente realista, por no transitar por el terreno más aplaudido, la ortodoxia estabilizadora no es las más popular.
Agustín Carstens y los tecnócratas del banco central saben que, en realidad, la política fiscal, la monetaria y la económica son antipopulares.
Recuérdese que en agosto de 2014 Carstens se ganó la repulsa del populacho al oponerse, tajantemente, al igual que Peña Nieto, Videgaray y el empresariado, a la propuesta del “populista” gobierno capitalino para que, en acto de justicia social, se elevara el salario mínimo nominal en 23 por ciento en 2015, y 154 por ciento acumulado hasta 2018; 27 por ciento en promedio anual (de 67 pesos diarios a 171 pesos, de 2 mil pesos a 5 mil 100 pesos mensuales), con el objeto de que se recuperara poco más de la mitad de poco más del 70 por ciento de su poder de compra perdido entre 1976 y 2015, gracias a las sucesivas crisis de esos años, la permanente contención salarial asociada a la política desinflacionaria y la política económica neoliberal, que han forzado la transferencia de la riqueza existente, la mezquinamente creada y el ingreso de las mayorías hacia el Estado y los capitalistas, fenómeno típico del neoliberalismo.
Inevitablemente, un aumento de esa magnitud a los salarios miserables sería a costa de la tasa de ganancia. Pero a la postre beneficiaría a la acumulación ampliada del capital y su rentabilidad, ya que contribuiría a reanimar la debilitada demanda efectiva y sacar al mercado interno de su crónico estancamiento. Esto último se reforzaría con el gasto público expansivo.
Pero una medida de esa naturaleza no puede ser producto de un decreto bienintencionado. Sería consecuencia de la lucha de clases y su pugna por la distribución del ingreso. Y los trabajadores han sido sometidos políticamente por el corporativismo, la violencia estatal-empresarial y la tiranía del mercado, la escasez de empleos formales y el miedo al desempleo, el subempleo, la informalidad, que les obliga a aceptar los bajos salarios, o los recortes de ellos, so pena de ser arrojados a la calle.
La ortodoxia monetarista y la “globalización” de la acumulación de capital exigen la inmolación de los salarios para homologarlos en la pobreza y la miseria universal, en nombre de la estabilidad de precios, la productividad, la competitividad y la seducción de la inversión extranjera.
La ortodoxia monetarista y la globalización del capital exigen que los salarios se homologuen en la pobreza y la miseria
Para Carstens y compañía, aquella alza salarial sería “arbitraria”, “no económica”, con “consecuencias peores a las que se pretenden de buena fe lograr”. Con “resultados indeseables” para los costos de las empresas, que trasladarían su alza a los precios de los bienes finales, reducirían las prestaciones y aumentaría la informalidad laboral. Ellos están convencidos que la mejor solución para “mejorar la retribución de todos los factores, en particular del trabajo, es mejorar la productividad”.
Para el Banxico y los neoliberales, lo juicioso es administrar y mantener el poder de compra de los salarios reales en el fondo del pozo.
Lo responsable es subordinar el aumento del salario mínimo y las demás categorías a la inflación esperada y no a la alcanzada. Ni siquiera vale la pena pensar en alzas de varios puntos porcentuales por encima del nivel de los precios, con el objeto de que recuperen en un lapso prudente su poder de compra de 1976.
Eso es vil populismo, según los monetaristas ortodoxos, los friedmanianos y los nuevos clásicos.
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
*Economista

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