De manera tardía, justo
cuando la fatalidad de la presidencia de Donald Trump ya se presentaba
inaplazable para el gobierno mexicano, éste decidió que la mejor manera
de hacer frente al discurso racial de aquel era fomentar un movimiento
de Unidad Nacional que, apelando al rescate, fortalecimiento y promoción
de lo mejor de la cultura mexicana, de las ancestrales raíces
mesoamericanas que dan fundamento a la cosmovisión de la sociedad que
gobierna y, del consumo mercantil de lo hecho en México permitiera,
entre otras cosas, mantener los niveles de crecimiento económico y
construir un frente común de defensa ante el rechazo del American Way of
life.
Por supuesto, al recurrir a estas estrategias, el
gobierno invisibiliza todos esos años en los que el desprecio por la
unidad de las Naciones que confluyen en el territorio era la moneda de
uso corriente en su trato con ellas. Y pretende que la sociedad, además,
olvide cada momento en el que las reivindicaciones populares fueron
rechazadas justo por medio de un discurso que las catalogó como un
peligro para la estabilidad social, una amenaza al interés supremo de la
nación y a su derecho inalienable de ejercer la gobernabilidad del
país. Niega, en consecuencia, una larga historia —en permanente retorno—
de ojos ciegos y oídos sordos a las necesidades más básicas de sus
gobernados; en los cuales prefirió ver algo menos que la fuerza laboral
encargada de (re)producir la acumulación de capital de una clase
acotada.
El interés nacional —y su unidad— no es nuevo
en la historia contemporánea de México. Desde los años veinte, en el
momento en el que el partido hegemónico se arrogó el derecho de
estructurar el sistema político mexicano (cuyo control la guerra civil
de comienzos del siglo XX sólo desplazó de manos de unos aristócratas a
otros), el interés superior del Estado-nacional fue discurrido en torno a
la necesidad de reprimir movimientos campesinos, obreros,
estudiantiles, religiosos, feministas, etc.; toda vez que atentaban con
diluir la identidad de la sociedad. Años más tarde, y hasta el momento
presente, ese mismo discurso permitió implantar una doctrina permanente
de explotación, sujeción y desposesión material de los individuos y las
colectividades.
En este sentido, tanto el hecho
fundacional como el leitmotiv de la unidad nacional —y de su interés— es
la explícita negación de la heterogeneidad de identidades culturales
que se conglomeran dentro de los márgenes territoriales del aparato
estatal, la eliminación de las resistencias y la sujeción de las
expresiones contestatarias al curso de su gobernabilidad; que no es otro
que el mantener estable una estructura social polarizada, que permita
la trasferencia de los excedentes materiales producidos, es decir, la
concentración y la acumulación de capital.
De ahí que
recurrir, en este momento, al argumento de una Nación unida ante la
adversidad resulte hipócrita. Porque inclusive, más allá de negar esta
historia y de suponer que en México sólo existe una Nación (la que se
identifica con la raison d'etat vigente), pretende vender la idea de que
en esta ocasión su instrumentación será canalizada hacia el enemigo
exterior, en lugar de atentar en contra del cuerpo social interno. Pero
además, porque presupone que si todos los mexicanos se unen con el
objetivo de blindar al país ante el racismo estadounidense, de inmediato
todas las contradicciones, los problemas institucionales y los
conflictos sociales que aquejan en lo interno serán superadas, sólo por
el actuar voluntarioso de un fervor patriótico.
Y la
cuestión es que el discurso gubernamental no está sólo en su empresa
nacionalista. La cara patética de la moneda es que la masa social se
sumó sin chistar a la iniciativa. Y lo hizo sin siquiera poner en tela
de juicio los mecanismos mediante los cuales el gobierno pretende hacer
frente al rechazo estadounidense. Basta con observar que es esa masa, la
misma que debe su posición de clase a una razón gubernamental
ensimismada en su objetivo de mimetizarse con el American way of life,
la primera en defender, de un lado, la autoidentificación comunitaria a
través de una foto de la bandera mexicana en sus redes virtuales; y del
otro, la sustitución de la burguesía extranjera por la nacional en la
actividad productivo/consuntiva.
La primera de estas
acciones, no sobra señalarlo, peca de mediocridad en el momento en que
da por hecho que la praxis social, es decir, la intervención directa en
la (re)configuración de la concritud comunitaria, debe ser sustituida
por una armonía simbólica que exalte el carácter prístino de las raíces
culturales —esas que, hoy personificadas por las Naciones indígenas, no
trascienden de ser el vestigio presente de un pasado bárbaro y
premoderno ya superado; raíces a las que el ciudadano de la modernidad,
en el momento mismo de vanagloriarse de su pasado, les exige su
adaptación a las formas social-organizativas de la Gran Civilización.
La
segunda lo hace por su enajenación, toda vez que recurre a un
instrumental que en nada difiere de aquel que pretende negar. Y es que,
en efecto, consumir lo hecho en México, fortalecer al empresariado
mexicano (porque por supuesto no se está promoviendo el consumo de la
producción artesanal, sino la manufactura estandarizada), lejos de
cambiar la correlación de fuerzas internas o de resolver cualquiera de
los canales que amplían y profundizan la explotación laboral, en
particular, y la sujeción social, en general; exige de los individuos
una sumisión total, al margen y a pesar del colonialismo interno
mexicano, porque el enemigo exterior se supone más agresivo, nocivo y
amenazador que cualquier deficiencia institucional.
Así
pues, hoy, en México, el empresariado juega a ser burguesía nacional,
responsable con sus consumidores y sensible a sus necesidades, pese a
que por años se ha dedicado a extraer y acumular el excedente de riqueza
producido de la mano del capital estadounidense, al amparo del TLCAN.
El gobierno federal juega a que diversifica sus relaciones diplomáticas y
comerciales con el mundo —e imagina que puede ser el Estados Unidos
latinoamericano de Sudamérica y el Gran Caribe. La clase política se
vanagloria en sus discursos pomposos, revestidos de formas cortesanas,
correcciones políticas y solemnidad, para acusar al imperialismo yanqui
ante la sociedad de la que ella misma vive, parasitariamente. Los medios
de comunicación se regodean en su capacidad de adoctrinamiento social
para fomentar una imagen homogénea de patrioterismo, recurriendo a cada
argumento falaz del que es capaz de valerse. La academia se elogia a sí
misma en sus coloquios, seminarios y conferencias en donde pretende ser
crítica al status quo que por décadas ha defendido mediante su siempre
más importante necesidad de reproducir el conocimiento universal y ganar
su aceptación en la geopolítica del Saber. Y las clases medias, que
hasta ahora sólo viven para (re)producir la estética de la blanquitud
estadounidense, para mimetizarse con el consumismo estadounidense y
replicar en suelo mexicano el American way of… suplican porque no muera
el liberalismo, porque el liberalismo es todo lo que conocen, pese a no
saber nada de él.
Hoy, en México, la salida se perfila a
calcar el discurso de Donald Trump para hacer frente a éste. Y la
sociedad, en lugar de aceptar su responsabilidad en la construcción de
lo político —más allá de la política formal—, en vez de asumir su
capacidad de modificar su propia configuración comunitaria, sus
relaciones productivas/consuntivas y sus canales culturales señala
implacable al enemigo externo; lo condena al tiempo que exculpa, que se
postra condescendiente con sus propia explotación, con su colonialismo
interno. Y lo hace, indolente, ante una historia que no cesa de
repetirse, porque cree que lo único que cabe realizar es un conjunto de
reformas legales y un par de ajustes consuntivos que sean más o menos
justos con los sectores medios.
De ahí que la ofensa
que causa el muro fronterizo no sea apriorística, por la pretensión
estadounidense de que los mexicanos lo paguen (o lo construyan), porque
atente en contra del derecho de movilidad, porque suponga una afectación
irreversible a los ecosistemas de la zona o porque no sea un gesto
amistoso. El muro es ofensivo sólo porque le recuerda a quienes quieren
conseguir el estilo de vida estadounidense, a quienes desean con fervor
pertenecer a la Gran Civilización, al primer mundo —y dejar atrás el
mundo bárbaro, incivilizado, pobre y en vías de desarrollo— que ellos
simplemente no son parte de esa blanquitud, por mucho que intenten
mimetizarse con ella. Así, el muro es el símbolo que lo mismo niega a
esos sujetos el American Dream que les recuerda esa esencia
irrenunciable de su Ser que los hace ajenos al modernismo anglosajón.
¿Qué
decir de una sociedad cuyo mayor trauma existencial resultó ser el que
se le privara de acceder al Edén, ese mismo Edén que para aceptar a
cualquiera exige la adopción de una particular forma de interpretar la
realidad, un irrepetible modo de Ser en el mundo? ¿Qué decir de esa
misma sociedad cuando es ella la que, al verse negada de su Edén, se
obliga a sí misma a aceptar los resabios que fue capaz de mimetizar,
bajo el argumento de la unidad nacional?
Publicado originalmente en: https://columnamx.blogspot.mx/2017/01/el-mito-de-la-unidad-nacional.html
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