Andrea Olea
Se cumplen 50 años de uno de los movimientos culturales y
sociales más importantes del siglo XX, un canto a la libertad, la
justicia y contra la autoridad. Pero esa liberación del cuerpo y la
palabra consumada en Mayo del 68, ¿significó lo mismo para las mujeres y
para los hombres que lo vivieron?
“Fue un momento extraordinario, de suspensión de la vida cotidiana”,
recuerda emocionada Martine Storti. Ha pasado medio siglo, pero en la
memoria de esta septuagenaria sigue fijado con precisión fotográfica
cada instante de esa catarsis colectiva que supuso Mayo del 68, el
movimiento que marcó una época en Francia (aunque su eco retumbó en
medio mundo), al poner patas arriba el sistema establecido, derivar las
convenciones y lograr más conquistas sociales en apenas tres semanas que
en las tres décadas precedentes.
Todo había empezado de una forma casi banal: en la recién construida
Universidad de Nanterre, en la periferia parisina, los estudiantes
empezaron a quejarse por la prohibición de visitar (y por supuesto,
dormir) en las habitaciones del sexo contrario. El 22 de marzo, un grupo
de 140 jóvenes inició una sentada para protestar contra esa regla y,
más allá, contra la restrictiva normativa interna y las pésimas
condiciones del centro. La sentada se convirtió en ocupación y la
policía acabó entrando a desalojar. Las primeras detenciones, sumadas al
cierre de la Facultad, trasladaron la protesta a París capital. De ahí,
a la ocupación de la Sorbona. Y a las manifestaciones salvajes. A los
adoquines volando y los gases lacrimógenos. A la propagación del
movimiento de contestación estudiantil a la clase obrera, a los
empleados de los servicios públicos, a medio país, exigiendo una reforma
de la Universidad, mejoras salariales o soluciones para el medio millón
de personas paradas de la época.
En 1968, Storti tenía apenas 20 años. Estudiante de Filosofía en la
Sorbona en París e integrante del comité de huelga de su Facultad, vivió
en primera persona esa efervescencia social: la ocupación de la
Universidad, la solidaridad entre obreros y estudiantes, las asambleas
multitudinarias, el escenario quasi bélico del Barrio Latino entre
barricadas y cócteles molotov…. Esos días en que el tiempo se detuvo, y
su corazón y su cabeza le decían que sí, que esta vez la revolución
estaba en marcha. “Puede sonar naïf, pero queríamos (y creíamos que
íbamos a) rehacer el mundo”, asegura la escritora y militante feminista.
Las reivindicaciones se convirtirían en una enmienda a la totalidad
del sistema: abajo el capitalismo, yankis fuera de Vietnam, muerte al
Estado opresor… libertad. Para pensar, vivir, follar. Lo querían todo y
lo querían ya. El 13 de mayo, hubo una huelga general en la que
participaron nueve millones de trabajadores, la mayor de la historia en
Europa hasta la fecha. Francia revuelta, Francia revolucionaria. La
magnitud de la protesta forzaría a claudicar al autoritario Gobierno del
general De Gaulle, que empezó aprobando un aumento del 35 por ciento
del salario mínimo y, derrotado, terminaría convocando elecciones
anticipadas un mes después.
Mayo del 68, el feminismo nunca estuvo allí
Como Martine Storti, miles de mujeres tomaron parte en los eventos de
mayo y junio en París y otras ciudades francesas: haciendo piquetes en
las fábricas, acudiendo a las manifestaciones estudiantiles, presentes
en las asambleas y en las calles, al pie del cañón junto a sus
compañeros. Sus rostros aparecen ilustrando portadas de los diarios de
la época y los artículos de conmemoración en los años siguentes,
jóvenes, desafiantes, combativas. Y sin embargo, de ellas y sus
reivindicaciones poco queda en el relato sesentayochista.
Paca Martínez, hija de republicanos españoles exiliados en Francia,
tenía por entonces 23 años y era estudiante de tercer año de Medicina en
la Universidad de Nancy, en el noreste del país. “Tras las primeras
manifestaciones, ocupamos la Facultad y pasamos muchos días y noches
acampados allí”, explica en su español resuelto, suavizado por un leve
acento francés. “Era un ambiente muy revolucionario: asambleas de medio
millar de personas, trotskistas, maoístas, anarquistas, todos debatiendo
sobre todo, de las libertades individuales a la sociedad de consumo o
la comercialización de la Medicina”, relata. Aunque ella sí mantuvo un
rol activo en las reuniones, admite que había muchos más hombres y que
eran ellos quienes más tomaban la palabra, porque “claro, muchas no se
atrevían a hablar”.
“Las demandas de las mujeres estuvieron prácticamente ausentes, y ya
ni hablemos un discurso propiamente feminista”, reconoce Storti. “Para
todas las organizaciones izquierdistas que dirigían las protestas, ‘la
revolución’ era lo prioritario y otras cuestiones, como la igualdad, ya
vendrían más tarde”. Mientras los Daniel Cohn-Bendit, Alain Geismar y
Jacques Sauvageot tomaban la palabra y lideraban las manifestaciones,
las mujeres eran las encargadas de pasar los adoquines, distribuir los
panfletos o servir el café. “Me negué a aprender a escribir a máquina
porque, en cuanto sabías teclear, quedabas relegada a transcribir las
grandes reflexiones de los señores”, recuerda con humor Storti, que
posteriormente ejercería de profesora, escritora, periodista o consejera
ministerial.
La implicación de las mujeres en el movimiento es incontestable y las
universitarias no fueron la únicas: miles de obreras, sobre todo de
industrias fuertemente feminizadas como la textil, se sumaron en masa a
la huelga en aquellos días, al igual que funcionarias de los servicios
públicos y trabajadoras de comercios y grandes superficies como las
galerías Lafayette. Su resolución pillaba desprevenia a la propia CGT
(sindicato mayoritario en Francia), que, en un informe de la época,
mostraba su asombro ante la fuerte presencia femenina en las protestas.
“Mayo del 68 es un momento muy ambiguo para la historia del
feminismo”, considera la historiadora especializada en feminismo y
sexualidad Bibia Pavard. “Para ellas, fue un momento muy fuerte de
militantismo, compromiso y visibilización, pero al mismo tiempo, ver que
en el seno de las organizaciones izquierdistas y revolucionarias, se
reproducían los mismos mecanismos de dominación masculina que en el
resto de la sociedad les supuso una gran frustración. Ellas estaban en
todas partes… excepto en los centros de poder”.
El Segundo Sexo de Simone de Beuvoir, publicado en 1949,
había marcado a varias generaciones de feministas y desde mediados de
los 60, diversas publicaciones cuestionaban la desigualdad de las
mujeres, pero la Francia de la época seguía siendo, como el resto del
Planeta, una sociedad tradicionalista y fuertemente patriarcal. En 1968,
las francesas acababan de salir de su minoría de edad legal: hasta
1965, tenían prohibido abrir una cuenta bancaria, viajar o gestionar sus
bienes personales sin el permiso del esposo, y la ley que legalizaba la
contracepción sólo se aprobó en 1967.
Durante la revuelta, una única reunión tuvo lugar en la Sorbona para
discutir los roles de género, organizada por un pequeño grupo mixto,
‘Feminin, Masculin, Avenir’ (Femenino, Masculino, Futuro), “pero el
debate sobre estas cuestiones fue extremadamente marginal”, señala
Pavard. Las dinámicas de mayo y junio del 68 evidenciarían el sexismo
existente en las organizaciones de extrema izquierda, y la necesidad de
crear un movimiento autónomo para emprender su verdadera emancipación.
“Vuestra liberación sexual no es la nuestra”
En la Francia de los años 60, el conservadurismo social constreñía a
toda una generación con ansias de libertad que renegaba de las
restricciones de la época, donde el sexo fuera del matrimonio era visto
como un sacrilegio y los espacios mixtos aún estaban muy restringidos.
Mayo del 68 entró como un vendaval, cuestionando la fidelidad, la
monogamia o la heterosexualidad como únicas opciones válidas en las
relaciones de pareja, rompiendo con todos los límites establecidos.
Liberó a las mujeres en la medida en que lo hizo con el resto de la
sociedad, al dar un vuelco al concepto de autoridad y arremeter contra
la puritana moral de la época. Una rebelión general contra las
imposiciones sociales y contra ‘papá’ Estado; en el caso de ellas,
contra el padre, contra el marido, contra el amante. Paca Martínez por
aquel entonces vivía con un compañero sin estar casada: “A mí me daba
igual lo que pensara la gente, porque yo venía de una educación
anarquista, libertaria… para mí era lo normal. Pero para la mayoría de
mujeres hubo un antes y un después: antes de Mayo pocas se atrevían a
decir, ‘Soy libre y vivo como quiero'”.
Pese a todo, expertas y protagonistas coinciden en relativizar la tan
aclamada “revolución sexual”, secundaria dentro del marco de
reivindicaciones sociales y económicas de aquellos días, y destacan que
lemas como “Jouir Sans Entraves” (llegar al orgasmo, gozar sin
limitaciones) suponían al final del día una prerrogativa reservada a sus
contrapartes masculinos. “¿Cómo hablar de liberación sexual femenina
cuando la píldora anticonceptiva apenas estaba disponible y el aborto
seguía prohibido?”, se pregunta Storti. “Se hablaba de hacer el amor sin
restricciones, pero no hubo una verdadera reflexión sobre la dominación
masculina en la sexualidad o las relaciones de poder”, razona Pavard.
El debate real sobre el cuerpo y el placer femeninos vendrían después.
A partir del verano y en los dos años siguientes, empezarían a
crearse grupos de reflexión para impulsar la creación de un movimiento
autónomo y no mixto que luchara por sus derechos civiles, reproductivos y
sexuales. En 1970, nacía el Movimiento de Liberación de la Mujer (MLF,
por sus siglas en francés), y uno de sus primeros lemas suponía una
interpelación directa a los revolucionarios: “Vuestra liberación sexual
no es la nuestra”. “La lucha por la contracepción y la interrupción
voluntaria del embarazo fue lo que abrió la vía definitiva a la
politización del espacio privado”, considera la socióloga Camille
Masclet, coautora de un libro sobre las vidas de los militantes
sesentayochistas.
El 5 de abril de 1971 la revista Le Nouvel Observateur
publicaba una declaración de principios bautizada irónicamente ‘El
Manifiesto de las 343 zorras’: “Un millón de mujeres abortan cada año en
Francia en condiciones peligrosas debido a la clandestinidad a la que
son condenadas. (…) Millones de mujeres son silenciadas. Yo declaro que
soy una de ellas. Declaro haber abortado. Al igual que reclamamos el
libre acceso a los medios anticonceptivos, reclamamos el aborto libre”.
Un año más tarde, con 27 años, Paca Martínez empezaba a trabajar en
el Dispensario Cervantes, en el cinturón rojo de París. “Era la única
mujer médica, y repartía la píldora a diestro y siniestro, a menores,
solteras… a todas las mujeres”, explica. Con su larguísima trenza y sus
ropas coloridas, sus compañeros se burlaban de ella. “Me decían que con
esas pintas de hippy no tendría ni un paciente; al cabo de dos años
tenía más que el propio jefe de servicio”, recuerda divertida. De ahí,
pasaría a inplicarse en el MLAC, el movimiento por el derecho al aborto
nacido en 1973 de la mano del MLF. “Todas las semanas dábamos una rueda
de prensa, decíamos, hemos practicados X abortos, que nos detengan”,
explica orgullosa. El movimiento se disolvió de forma festiva en 1975:
ese año, la Ley Veil legalizaba por fin el aborto en Francia.
Como un río subterráneo que pese a no verse transforma profundamente
la naturaleza de la Tierra: así describe la historiadora Michelle
Zancarini-Fournel el feminismo en Mayo del 68 para las mujeres que lo
vivieron y tantas otras que vinieron después. La revolución que en un
principio las silenció permitiría el despegue definitivo de la segunda
ola feminista en Francia, que insufló nuevas fuerzas en la lucha por la
emancipación femenina.
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