Lo que está en juego en Copenhague
Leonardo Boff*
En Copenhague, los 192 representantes de los pueblos se enfrentan a
algo irreversible: la Tierra ya se ha calentado, en exceso, por causa
de nuestro estilo de producir, de consumir y de tratar la naturaleza.
Sólo nos cabe adaptarnos a los cambios y mitigar sus efectos
perversos.
Lo normal sería que la humanidad se preguntase como un médico pregunta
a su paciente: ¿por qué hemos llegado a esta situación? Importa
considerar los síntomas e identificar la causa. Seria un error tratar
los síntomas dejando sin tratar la causa, que seguiría amenazando la
salud del paciente. Es exactamente lo que parece estar ocurriendo en
Copenhague. Se buscan medios para tratar los síntomas pero no se va a
la causa fundamental. El cambio climático con eventos extremos es un
síntoma producido por gases de efecto invernadero que tienen la huella
digital humana. Las soluciones sugeridas son: disminuir los
porcentajes de gases, más altos para los países industrializados y más
bajos para aquellos en desarrollo; crear fondos financieros para
socorrer a los países pobres y transferir tecnologías para los
atrasados. Todo esto en el marco de incontables discusiones que
dificultan los consensos mínimos.
Estas medidas atacan solamente los síntomas. Hay que ir más al fondo,
a las causas que producen tales gases perjudiciales para la salud de
todos los vivientes y de la propia Tierra. Copenhague sería la ocasión
de echarle valor y hacer un balance de nuestras prácticas en relación
con la naturaleza, reconocer con humildad nuestra responsabilidad y
con sabiduría recetar el remedio adecuado. Pero no es esto lo que está
previsto. La estrategia dominante es como recetar aspirina a quien
tiene una grave enfermedad cardiaca en vez de hacerle un trasplante.
Tiene razón la Carta de la Tierra cuando reza: «Como nunca antes en la
historia, el destino común nos convoca a buscar un nuevo comienzo...
Esto requiere un cambio en la mente y el corazón». Es exactamente
esto: no bastan los remiendos, necesitamos recomenzar, es decir,
encontrar una forma diferente de habitar la Tierra, de producir y de
consumir con una mente cooperativa y un corazón compasivo.
De entrada urge reconocer que el problema no en sí la Tierra sino
nuestra relación con la Tierra. Ella ha vivido más de cuatro mil
millones de años sin nosotros y puede continuar tranquilamente sin
nosotros. Nosotros no podemos vivir sin la Tierra, sin sus recursos y
servicios. Tenemos que cambiar. La alternativa al cambio es aceptar el
riesgo de nuestra propia destrucción y de una terrible extinción de la
biodiversidad.
¿Cuál es la causa? El sueño de buscar la felicidad a través de la
acumulación material y del progreso sin fin, usando para eso la
ciencia y la técnica con las cuales se puede explotar de forma
ilimitada todos los recursos de la Tierra. Esa felicidad es buscada
individualmente, entrando en competición unos con otros, favoreciendo
así el egoísmo, la ambición y la falta de solidaridad.
En esta competición, los débiles son víctimas de aquello que Darwin
llama selección natural. Sólo los que mejor se adaptan, merecen
sobrevivir, los demás son, naturalmente, seleccionados y condenados a
desaparecer. Durante siglos predominó este sueño ilusorio, haciendo
pocos ricos por un lado y muchos pobres por el otro, a costa de una
espantosa devastación de la naturaleza.
Raramente se plantea la pregunta: ¿puede una Tierra finita soportar un
proyecto infinito? La respuesta nos viene siendo dada por la propia
Tierra. Ella sola no consigue reponer lo que se le ha extraído. Perdió
su equilibrio interno por causa del caos que hemos creado en su base
físico-química y por la contaminación atmosférica que la hizo cambiar
de estado. De continuar por este camino comprometeremos nuestro
futuro.
¿Qué podríamos esperar de Copenhague? Apenas esta sencilla confesión:
así como estamos no podemos continuar. Y un propósito simple: Vamos a
cambiar de rumbo. En vez de la competición, la cooperación. En vez de
progreso sin fin, armonía con los ritmos de la Tierra. En lugar del
individualismo, la solidaridad generacional. ¿Utopía? Si, pero una
utopía necesaria para garantizar un porvenir.
(*) Teólogo
algo irreversible: la Tierra ya se ha calentado, en exceso, por causa
de nuestro estilo de producir, de consumir y de tratar la naturaleza.
Sólo nos cabe adaptarnos a los cambios y mitigar sus efectos
perversos.
Lo normal sería que la humanidad se preguntase como un médico pregunta
a su paciente: ¿por qué hemos llegado a esta situación? Importa
considerar los síntomas e identificar la causa. Seria un error tratar
los síntomas dejando sin tratar la causa, que seguiría amenazando la
salud del paciente. Es exactamente lo que parece estar ocurriendo en
Copenhague. Se buscan medios para tratar los síntomas pero no se va a
la causa fundamental. El cambio climático con eventos extremos es un
síntoma producido por gases de efecto invernadero que tienen la huella
digital humana. Las soluciones sugeridas son: disminuir los
porcentajes de gases, más altos para los países industrializados y más
bajos para aquellos en desarrollo; crear fondos financieros para
socorrer a los países pobres y transferir tecnologías para los
atrasados. Todo esto en el marco de incontables discusiones que
dificultan los consensos mínimos.
Estas medidas atacan solamente los síntomas. Hay que ir más al fondo,
a las causas que producen tales gases perjudiciales para la salud de
todos los vivientes y de la propia Tierra. Copenhague sería la ocasión
de echarle valor y hacer un balance de nuestras prácticas en relación
con la naturaleza, reconocer con humildad nuestra responsabilidad y
con sabiduría recetar el remedio adecuado. Pero no es esto lo que está
previsto. La estrategia dominante es como recetar aspirina a quien
tiene una grave enfermedad cardiaca en vez de hacerle un trasplante.
Tiene razón la Carta de la Tierra cuando reza: «Como nunca antes en la
historia, el destino común nos convoca a buscar un nuevo comienzo...
Esto requiere un cambio en la mente y el corazón». Es exactamente
esto: no bastan los remiendos, necesitamos recomenzar, es decir,
encontrar una forma diferente de habitar la Tierra, de producir y de
consumir con una mente cooperativa y un corazón compasivo.
De entrada urge reconocer que el problema no en sí la Tierra sino
nuestra relación con la Tierra. Ella ha vivido más de cuatro mil
millones de años sin nosotros y puede continuar tranquilamente sin
nosotros. Nosotros no podemos vivir sin la Tierra, sin sus recursos y
servicios. Tenemos que cambiar. La alternativa al cambio es aceptar el
riesgo de nuestra propia destrucción y de una terrible extinción de la
biodiversidad.
¿Cuál es la causa? El sueño de buscar la felicidad a través de la
acumulación material y del progreso sin fin, usando para eso la
ciencia y la técnica con las cuales se puede explotar de forma
ilimitada todos los recursos de la Tierra. Esa felicidad es buscada
individualmente, entrando en competición unos con otros, favoreciendo
así el egoísmo, la ambición y la falta de solidaridad.
En esta competición, los débiles son víctimas de aquello que Darwin
llama selección natural. Sólo los que mejor se adaptan, merecen
sobrevivir, los demás son, naturalmente, seleccionados y condenados a
desaparecer. Durante siglos predominó este sueño ilusorio, haciendo
pocos ricos por un lado y muchos pobres por el otro, a costa de una
espantosa devastación de la naturaleza.
Raramente se plantea la pregunta: ¿puede una Tierra finita soportar un
proyecto infinito? La respuesta nos viene siendo dada por la propia
Tierra. Ella sola no consigue reponer lo que se le ha extraído. Perdió
su equilibrio interno por causa del caos que hemos creado en su base
físico-química y por la contaminación atmosférica que la hizo cambiar
de estado. De continuar por este camino comprometeremos nuestro
futuro.
¿Qué podríamos esperar de Copenhague? Apenas esta sencilla confesión:
así como estamos no podemos continuar. Y un propósito simple: Vamos a
cambiar de rumbo. En vez de la competición, la cooperación. En vez de
progreso sin fin, armonía con los ritmos de la Tierra. En lugar del
individualismo, la solidaridad generacional. ¿Utopía? Si, pero una
utopía necesaria para garantizar un porvenir.
(*) Teólogo
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