Cristina Pacheco
Aunque nos viéramos a diario, Rodolfo y yo nos llamábamos todas las noches por teléfono.
Niña, cuelga, me decía mi madre con su voz cascada por el cigarro. Yo juntaba el pulgar y el índice para que me diera oportunidad de seguir hablando
un poquitito más; pero ella, implacable, negaba con la cabeza. Ni modo. Órdenes son órdenes. De mala gana me despedía de Rodolfo.
Presiento que él vive. Tiene que vivir. Fue, es y será para siempre
mi mejor amigo. Lo sabe y de seguro lo piensa aunque sea de vez en
cuanto. Supongo que en esos momentos le entrarán sentimientos de culpa
por no haberse puesto en contacto conmigo y jurará que va a escribirme
hoy mismo.
II
Llevo la cuenta de los años de incomunicación: ocho. En
todo ese tiempo deben de haberle pasado a Rodolfo muchas cosas. Lo
conozco y sé que le gustaría compartirlas conmigo, entonces ¿por qué no
lo ha hecho? Sólo Rodolfo podría aclarármelo. Por desgracia no he
recibido la carta que me prometió; es más, ni siquiera he vuelto a oír
su voz desde que me llamó para decirme que, por exigencias del trabajo,
su padre tendría que cambiar de plaza. Yo entendí
de casa. Es un error comprensible si tomo en cuenta que Rodolfo estaba viviendo a cientos de kilómetros de aquí.
Esa distancia enorme se ha ido alargando al paso del tiempo que
llevo sin recibir noticias suyas (dividido en meses da 96, contado en
días arroja una cifra espeluznante: 4380) y ahora tengo la impresión de
que Rodolfo está flotando en el espacio rumbo a Marte. Se me ocurre esa
locura porque en una de sus cartas me contó que en su nueva escuela
algunos compañeros, en una hora muerta, habían hecho una lista de los
interesados en viajar al cuarto planeta.
¿Te inscribiste?, le pregunté a vuelta de correo.
Lo habría hecho si creyera que en mis condiciones iban a aceptarme.
El obstáculo a que se refería eran sus piernas tan carentes de vigor
como si no las tuviese. Era lógico que se descalificara por ese motivo
pero no quise dejarlo indefenso ante una realidad que, al menos hasta
aquel momento, era inmodificable:
¡Tonto! Se piensa con la cabeza. Imagino que en una primera expedición a Marte se necesitan personas que piensen y no corredores de fondo. ¡Inscríbete! Si llegas a irte, me cuentas.
Creí expresarme con un tono ligero, indiferente; pero Rodolfo, que
me conoce mejor que nadie, adivinó mi nerviosismo y eso le dio
oportunidad para divertirse conmigo haciendo cálculos de los muchos
años que tardarían sus mensajes desde Marte. “Para cuando llegue ese
momento –escribió subrayado– serás mucho mayor que yo y tal vez ya ni
me recuerdes.”
El jueguito me ha resultado muy útil para soportar el silencio de
Rodolfo. Imagino que sus cartas vienen descendiendo lentamente por el
espacio y que un día, el menos pensado, caerán envolviendo piedras
arrancadas a la superficie del planeta rojo.
III
Ese método de comunicación lo practicamos Rodolfo y yo
mientras fuimos vecinos. Aunque nos hubiésemos visto en la escuela y
nos hubiéramos hablado por teléfono antes de comer, por lo general
entre cuatro y cinco de la tarde él lanzaba desde su ventana en el
tercer piso hasta mi patio una piedrita (o cualquier otro objeto de
peso) envuelta en su mensaje.
Esas notas, escritas minutos antes de ser enviadas, llegaban a mí
envejecidas a causa de las arrugas en el papel. Aunque repitieran lo
que nos habíamos dicho, leerlos era estimulante, alentador y también
útil: me protegía contra todo lo que pasaba en mi casa y me hacía
esperar con ilusión el momento de levantarme, salir, respirar el aire
fresco de las siete de la mañana y correr por la avenida bordeada de
fresnos que conducía a la escuela.
A
Rodolfo lo llevaba su hermano Ernesto en una camioneta equipada con una
silla de ruedas muy ruidosa. En ella mi amigo se dirigía al salón de
clase. Con la ayuda del prefecto o del conserje se pasaba al pupitre
junto a la puerta, cosa que le hacía fácil la ida al baño.
Para evitarse que dos de nuestros compañeros tuvieran que
trasladarlo del mesabanco a la silla y a su vuelta del sanitario
realizar la operación a la inversa, Rodolfo decidió salir reptando
impulsándose con los codos. La escena, vista ya muchas veces, inspiraba
curiosidad y burlas. Eran crueles. Recordarlas aún me horroriza. En
este sentido la situación no mejoró cuando pasamos a secundaria.
Para aquel momento Rodolfo y yo habíamos sostenido miles de conversaciones en la escuela y a través del teléfono.
Niña, cuelga. Aparte yo tenía acumulada una buena cantidad de piedras-mensajeras. Esa rutina alimentada durante años nos unió como si fuéramos siameses. Era muy viva mi sensación de estar unidos. Cuando me enteré de que sus padres iban a llevárselo a Laredo sentí que se me rasgaba la piel como si fuera una más de las telas con que mi madre hacía vestidos por encargo.
IV
Me pasé la primera tarde en que Rodolfo estuvo ausente
haciéndome las ilusiones de que su mensaje caería en mi patio.
Imposible. A esas horas –según me dijo en su demorada comunicación
telefónica– viajaba en un Greyhound rumbo al norte.
Después de aquel contacto sobrevino el silencio y luego una carta en
donde Rodolfo me relataba el viaje y describía algo de su nueva casa:
Huele a pintura. No está permitido fijar clavos ni tender ropa en los balcones.Dejó a mi imaginación el resto de su vivienda. Mejor. De ese modo era más fácil figurarme que seguíamos conversando en los lugares consabidos.
Para evitar el gasto del teléfono y reproches familiares, optamos
por seguir escribiéndonos cartas. También llegaban envejecidas a causa
del pésimo sistema de correos. Ese desajuste enfurecía a Rodolfo; a mí
no me disgustaba tanto y acabé por verlo como algo inevitable.
Cambié de opinión la mañana en que, con un mes de retraso, recibí
una nota de Rodolfo en donde me informaba que él y su familia se iban a
vivir a San Diego. Me pregunté en dónde estarían las cartas que, sin
saber de su mudanza, le había enviado a Rodolfo. Preferí seguir
leyendo. En las últimas líneas prometía mandarme su dirección.
Leí la fecha de la carta. Habían pasado cuatro semanas desde el
momento de su escritura. ¿Cuánto tiempo más tendría que esperar
noticias de mi amigo? Lo ignoraba pero seguí escribiéndole con ánimo de
enviarle mi correspondencia acumulada en cuanto él me indicara su nuevo
domicilio. Ya transcurrieron ocho años y aún no lo recibo. La tardanza
puede deberse, entre otras cosas, a falta de tiempo, olvido, pésimo
servicio del correo o, en recuerdo de una antigua conversación, a la
enorme distancia entre la Tierra y Marte.
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