9/21/2014

Mar de Historias Cartas desde Marte



Cristina Pacheco

Aunque nos viéramos a diario, Rodolfo y yo nos llamábamos todas las noches por teléfono. Niña, cuelga, me decía mi madre con su voz cascada por el cigarro. Yo juntaba el pulgar y el índice para que me diera oportunidad de seguir hablando un poquitito más; pero ella, implacable, negaba con la cabeza. Ni modo. Órdenes son órdenes. De mala gana me despedía de Rodolfo.

Presiento que él vive. Tiene que vivir. Fue, es y será para siempre mi mejor amigo. Lo sabe y de seguro lo piensa aunque sea de vez en cuanto. Supongo que en esos momentos le entrarán sentimientos de culpa por no haberse puesto en contacto conmigo y jurará que va a escribirme hoy mismo.

II

Llevo la cuenta de los años de incomunicación: ocho. En todo ese tiempo deben de haberle pasado a Rodolfo muchas cosas. Lo conozco y sé que le gustaría compartirlas conmigo, entonces ¿por qué no lo ha hecho? Sólo Rodolfo podría aclarármelo. Por desgracia no he recibido la carta que me prometió; es más, ni siquiera he vuelto a oír su voz desde que me llamó para decirme que, por exigencias del trabajo, su padre tendría que cambiar de plaza. Yo entendí de casa. Es un error comprensible si tomo en cuenta que Rodolfo estaba viviendo a cientos de kilómetros de aquí.

Esa distancia enorme se ha ido alargando al paso del tiempo que llevo sin recibir noticias suyas (dividido en meses da 96, contado en días arroja una cifra espeluznante: 4380) y ahora tengo la impresión de que Rodolfo está flotando en el espacio rumbo a Marte. Se me ocurre esa locura porque en una de sus cartas me contó que en su nueva escuela algunos compañeros, en una hora muerta, habían hecho una lista de los interesados en viajar al cuarto planeta. ¿Te inscribiste?, le pregunté a vuelta de correo. Lo habría hecho si creyera que en mis condiciones iban a aceptarme.

El obstáculo a que se refería eran sus piernas tan carentes de vigor como si no las tuviese. Era lógico que se descalificara por ese motivo pero no quise dejarlo indefenso ante una realidad que, al menos hasta aquel momento, era inmodificable: ¡Tonto! Se piensa con la cabeza. Imagino que en una primera expedición a Marte se necesitan personas que piensen y no corredores de fondo. ¡Inscríbete! Si llegas a irte, me cuentas.
Creí expresarme con un tono ligero, indiferente; pero Rodolfo, que me conoce mejor que nadie, adivinó mi nerviosismo y eso le dio oportunidad para divertirse conmigo haciendo cálculos de los muchos años que tardarían sus mensajes desde Marte. “Para cuando llegue ese momento –escribió subrayado– serás mucho mayor que yo y tal vez ya ni me recuerdes.”

El jueguito me ha resultado muy útil para soportar el silencio de Rodolfo. Imagino que sus cartas vienen descendiendo lentamente por el espacio y que un día, el menos pensado, caerán envolviendo piedras arrancadas a la superficie del planeta rojo.


III

Ese método de comunicación lo practicamos Rodolfo y yo mientras fuimos vecinos. Aunque nos hubiésemos visto en la escuela y nos hubiéramos hablado por teléfono antes de comer, por lo general entre cuatro y cinco de la tarde él lanzaba desde su ventana en el tercer piso hasta mi patio una piedrita (o cualquier otro objeto de peso) envuelta en su mensaje.

Esas notas, escritas minutos antes de ser enviadas, llegaban a mí envejecidas a causa de las arrugas en el papel. Aunque repitieran lo que nos habíamos dicho, leerlos era estimulante, alentador y también útil: me protegía contra todo lo que pasaba en mi casa y me hacía esperar con ilusión el momento de levantarme, salir, respirar el aire fresco de las siete de la mañana y correr por la avenida bordeada de fresnos que conducía a la escuela.

A Rodolfo lo llevaba su hermano Ernesto en una camioneta equipada con una silla de ruedas muy ruidosa. En ella mi amigo se dirigía al salón de clase. Con la ayuda del prefecto o del conserje se pasaba al pupitre junto a la puerta, cosa que le hacía fácil la ida al baño.

Para evitarse que dos de nuestros compañeros tuvieran que trasladarlo del mesabanco a la silla y a su vuelta del sanitario realizar la operación a la inversa, Rodolfo decidió salir reptando impulsándose con los codos. La escena, vista ya muchas veces, inspiraba curiosidad y burlas. Eran crueles. Recordarlas aún me horroriza. En este sentido la situación no mejoró cuando pasamos a secundaria.

Para aquel momento Rodolfo y yo habíamos sostenido miles de conversaciones en la escuela y a través del teléfono. Niña, cuelga. Aparte yo tenía acumulada una buena cantidad de piedras-mensajeras. Esa rutina alimentada durante años nos unió como si fuéramos siameses. Era muy viva mi sensación de estar unidos. Cuando me enteré de que sus padres iban a llevárselo a Laredo sentí que se me rasgaba la piel como si fuera una más de las telas con que mi madre hacía vestidos por encargo.

IV

Me pasé la primera tarde en que Rodolfo estuvo ausente haciéndome las ilusiones de que su mensaje caería en mi patio. Imposible. A esas horas –según me dijo en su demorada comunicación telefónica– viajaba en un Greyhound rumbo al norte.

Después de aquel contacto sobrevino el silencio y luego una carta en donde Rodolfo me relataba el viaje y describía algo de su nueva casa: Huele a pintura. No está permitido fijar clavos ni tender ropa en los balcones. Dejó a mi imaginación el resto de su vivienda. Mejor. De ese modo era más fácil figurarme que seguíamos conversando en los lugares consabidos.

Para evitar el gasto del teléfono y reproches familiares, optamos por seguir escribiéndonos cartas. También llegaban envejecidas a causa del pésimo sistema de correos. Ese desajuste enfurecía a Rodolfo; a mí no me disgustaba tanto y acabé por verlo como algo inevitable.

Cambié de opinión la mañana en que, con un mes de retraso, recibí una nota de Rodolfo en donde me informaba que él y su familia se iban a vivir a San Diego. Me pregunté en dónde estarían las cartas que, sin saber de su mudanza, le había enviado a Rodolfo. Preferí seguir leyendo. En las últimas líneas prometía mandarme su dirección.

Leí la fecha de la carta. Habían pasado cuatro semanas desde el momento de su escritura. ¿Cuánto tiempo más tendría que esperar noticias de mi amigo? Lo ignoraba pero seguí escribiéndole con ánimo de enviarle mi correspondencia acumulada en cuanto él me indicara su nuevo domicilio. Ya transcurrieron ocho años y aún no lo recibo. La tardanza puede deberse, entre otras cosas, a falta de tiempo, olvido, pésimo servicio del correo o, en recuerdo de una antigua conversación, a la enorme distancia entre la Tierra y Marte.

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