Por Ilán Semo
Hay
algo en la crisis política actual que hace de nuestros conceptos
habituales visiones cuasi frugales. Como si la rapidez de los
acontecimientos, las súbitas transformaciones en la opinión pública, la
repentina potencia que adquieren vindicaciones y acciones desechadas y
archivadas por años, la pérdida de legitimidad fraguada en las leyes no
escritas se rebelaran contra nuestros juicios, percepciones y cálculos.
De golpe, una nueva realidad; en unas cuantas semanas, un sistema
político que de por sí caminaba a empujones ha empezado a perder
credibilidad a una velocidad asombrosa. Y las preguntas se acumulan.
¿En qué acabará todo esto? ¿A qué conducen las manifestaciones? ¿Cuáles
son las perspectivas?
En el centro de las jornadas, que sitúan al Estado (la gente entiende por
Estadosimple y llanamente el estatus actual, un presidente que se asoma erráticamente, partidos devorándose por la comidilla electoral en torno a una situación dramática, procuradores que
se cansan, jueces que dan la espalda a sus responsabilidades, etcétera) en un plano de incertidumbre, se encuentra acaso la determinación de los 43 padres de los normalistas desaparecidos en Ayotzinapa. Y habría que reflexionar sobre este hecho para inferir una lectura mínima de sus efectos y consecuencias.
El dilema de la confrontación entre el poder político y el amor
filial es tan antiguo como la tragedia griega. Para valorar la
conmoción desatada por la integridad y el valor de los padres de
Ayotzinapa (a los que se han sumado muchos otros en el país) se podría
volver a releer Antígona, la obra clásica de Sófocles.
Antígona defiende la dignidad de la memoria de su hermano caído en
batalla. Creonte, el soberano, pretende borrar esa memoria y sumirla en
el olvido. El dolor de Antígona, su demanda de justica, pone de cabeza
al reino. El poder de Creonte termina destruido. Pero no es necesario
ir tan lejos en el tiempo. En Argentina, durante los años 70 y 80, el
movimiento de las Madres de la Plaza de Mayo, que exigían la
presentación de sus hijos, representó uno de los centros nodales de la
impugnación del régimen militar. Y también en Argentina, Juan Gelman,
el poeta, emprendió una lucha durante años para recuperar a su nieta
secuestrada por los militares. Mas recientemente, en México, Javier
Sicilia mostraría la profundidad de un empeño de esta naturaleza.
En el movimiento de la Plaza de Mayo, al igual que en otras luchas
en Colombia, Chile y Guatemala, las madres, como se espera, definieron
el carácter de esos desafíos. En los casos de Juan Gelman y Javier
Sicilia, al igual que en el de Ayotzinapa, se agregaron los padres
(hombres), lo cual suma una dimensión inédita por el peculiar lugar que
ocupa la figura del padre en nuestra cultura.
En las últimas semanas, el reclamo de Ayotzinapa deviene un punto de
encuentro, un programa mínimo, y congrega solidaridades y empatías de
miles y miles de estudiantes y ciudadanos en todo el país. Los saldos
notables han sido por lo menos tres.
En primer lugar, la inversión del
punto ciegode la legitimidad. Cuando la principal demanda se centra en el reclamo de justicia, no se trata en primera instancia del simple ejercicio de la ley, ni de la cuestión social, sino del plano que activa el concepto mismo de justicia: el agravio. La sociedad mexicana no sólo vive bajo el síndrome de no saber qué pasará a diario con sus hijos, ni en una simple salida a la calle o recluida en sus casas, que también se han vuelto vulnerables, sino que existen sectores hoy profundamente agraviados. La fanfarronería de los tribunales, el ocultamiento de evidencias, la complicidad de los procuradores, los partidos políticos ataviados en la miseria de cómo conseguir la próxima curul, todo ello acrecienta y multiplica los agravios. Y este es un renglón delicado, porque en su profundidad se encuentra el origen de la legitimidad o su pérdida. La campaña mediática que pretende ahora representar a Ayotzinapa como un
lugar del atraso y el pasadocontribuye a ello, cuando el verdadero pasado (lo que sostiene a la cultura priísta y al antiguo régimen) se encuentra en Los Pinos. A saber, la única promesa de un presente actual se halla en quienes salen a las calles para intentar transformar ese submundo criminal en la perspectiva, así sea vaga, de un estado de derecho.
En
segundo lugar, una crisis de gobierno. En su discurso del pasado 20 de
noviembre, el jefe de las fuerzas armadas declaró que el tema de la
seguridad es ya un
asunto del Estado, no del gobierno. En otras palabras: que el gobierno no puede con la responsabilidad. La misma opinión la comparten editoriales y columnistas de The New York Times, The Economist, Wahington Post y otros periódicos en el mundo cuando se preguntan: ¿cuántos municipios no están, al igual que Iguala, gobernados por la alianza entre el crimen y la política? ¿Cuál sería entonces la opción si este gobierno no es capaz de hacer frente a esa responsabilidad?
En tercer lugar, la relación entre la justicia y la violencia. En Para una crítica de la violencia,
Walter Benjamin escribe que la ponderación entre justica y violencia
pasa inevitablemente por la frágil frontera entre la violencia legítima
e ilegítima. En Ayotzinapa apareció todo el rostro de la ilegítima.
Primero se trataba de un crimen municipal; después se transformó en el
crimen de un gobernador. Si la investigación se sigue posponiendo,
avanzará la sospecha de que se podría tratar de un crimen de Estado.
La manifestación del 20 de noviembre en el Distrito Federal reunió a
esa parte de la sociedad que hoy representa la condición de un cambio
posible. Al final, en el Zócalo, los grupos más radicales se
enfrentaron con la policía. El movimiento civil debe deslindar
responsabilidades y figurar tácticas para mantener su coherencia. Pero
la versión oficial ha hecho prácticamente hincapié en homologar el acto
con un ambiente violento. Es obvio que, por ahora, la respuesta oficial
no está interesada en capitalizar la indignación que produjo la
atrocidad de Ayotzinapa para dar curso a la perspectiva de una reforma.
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