Cristina Pacheco
Entre
la vulcanizadora y el depósito de cartón está la Sastrería Córdoba.
Allí se hacen composturas, trajes a la medida y remodelaciones, pero su
línea fuerte es la renta de smokings para bodas, quince años
y divorcios, especifica un letrero que muestra la vena jocosa de su
dueño: un hombre escuálido, siempre en mangas de camisa y con una cinta
métrica colgándole del cuello.
En el aparador de la sastrería hay dos maniquíes: uno, sentado en un
taburete, observa la copa que sostiene en la mano; el otro, de pie,
mira hacia la calle como si estuviera a punto de saltar. Los dos llevan
pelucas afro, traje negro con solapas brillantes, corbata de moño y
zapatos de charol. Entre las figuras, visible pero discreto, hay un
aviso:
No se aceptan cheques.
Los maniquíes son viejos pero adquieren una apariencia renovada
porque a su alrededor cambia el decorado según las estaciones del año.
Se respetan conforme al calendario, mientras en otros establecimientos
a partir de agosto hay guirnaldas navideñas y en pleno invierno
mariposas que cargan en sus alas una lejana primavera.
II
No sé cuántas veces habré pasado frente a la Sastrería
Córdoba, y, sin embargo, siempre me detengo ante el aparador. Por la
forma en que los sastres me miran creo que malinterpretan mi interés.
Un día voy a entrar y a contarles que la vitrina me encanta porque me
recuerda a Ismael. Era hijo de mi tía Margarita y su esposo Remigio, a
quien, por haber servido en una cantina llamada Los Infiernos, apodaban
El Diablo.
Por darles gusto a sus padres Ismael estudió medicina. Su título era
el único adorno en la sala que ocasionalmente le servía de consultorio.
Sus clientes eran pocos, casi todos vecinos o miembros de la familia
que, por falta de recursos, tenían que atenerse a los conocimientos de
Ismael.
No dudo que hayan sido muchos, pero algo en la actitud de mi primo
inspiraba cierta desconfianza en mi madre. Afectada por frecuentes
jaquecas, prefería auto medicarse que recurrir a mi primo. Cuando las
cafiaspirinas y las compresas de hielo resultaban inútiles decía
resignada:
Tendré consultar a Ismael.
Las visitas al médico daban pie a largas conversaciones entre mi
madre y mi tía Margarita. Su preocupación era el carácter retraído y
apocado de su único hijo; su anhelo: que él se casara y le diera muchos
nietos. Lo decía con el arrobamiento de quien piensa ampliar su casa
agregándole cuartos.
La actitud de Ismael le hacía daño en todos sentidos. Por su
indecisión, las novias le duraban meses, cuando mucho, y sus amigos,
casi todos antiguos compañeros de la universidad, lo veían de vez en
cuando y lo invitaban a sus bailes anuales sólo por cumplir.
III
Con el argumento de que necesitaba fortalecer sus
relaciones, sus padres convencieron a Ismael de que fuera al baile. Iba
a celebrarse al siguiente sábado, pero había dos problemas. En la
invitación se especificaba:
Damas, de largo; caballeros, de etiqueta. Ante la perspectiva de ponerme un traje de noche, me ofrecí como pareja de Ismael. A costa de un sacrificio económico, mis tíos estaban dispuestos a cubrir la renta de mi traje y del smoking para mi primo. Juntos fuimos a la Casa Marván, especializada en alquilar prendas de gala.
Elegir
mi vestido fue cosa de minutos; en cambio, mi primo, debido a que tenía
los hombros muy angostos y los brazos largos, tardó mucho en encontrar
un smoking que, gracias a pequeños ajustes, se adaptó a sus proporciones.
El sábado que iba a ser el baile, por la mañana fuimos a recoger la
ropa a la Casa Marván. Nos hicieron una última prueba y pagamos en
efectivo el alquiler por dos días. Al recibir las prendas, mediante
registro firmado, nos comprometimos a devolverlas en buenas condiciones
y con la documentación correspondiente: así llamó el sastre las
etiquetas foliadas y con el nombre de la Casa Marván, ocultas bajo el
escote del vestido y en el bolsillo del smoking. En caso de extraviarlas tendríamos que cubrir recargos.
IV
A las nueve de la noche Ismael pasó a recogerme en el
coche de su padre. Para darle ánimos, le repetí lo que mi madre acababa
de decirle: que se veía muy bien, y él me devolvió el cumplido. Por
primera vez dejé de verlo como a mi primo desgarbado y lo consideré la
pareja ideal para asistir al baile en el Country Club.
Nunca habíamos estado allí. Nos sentíamos cohibidos. Entre la
concurrencia Ismael reconoció a varios amigos con sus familias.
Nosotros íbamos solos y la edecán nos guió hasta una mesa lateral,
junto a la ventana. Mi primo se sintió feliz al ver que seríamos
vecinos de Rogelio Valles y de Marcela. Habían sido novios desde la
preparatoria y estaban recién casados. Marcela dio por hecho que yo era
la novia de Ismael y prometió invitarnos a su casa. Luego se fue a
bailar con su marido.
Imitamos a la pareja. Ismael no era el mejor bailarín del mundo,
pero intentó seguirme el paso en una tanda de mambos. El esfuerzo le
humedeció la cara y al sacarse el pañuelo del bolsillo cayó la etiqueta
foliada de la Casa Marván. Mi primo se inclinó a recogerla, pero era
difícil hacerlo entre los pies de los bailarines.
Tuvimos que esperar a que terminara la música para que Ismael
pudiera hacer otro intento de rescatar la etiqueta. Antes de que lo
consiguiera la levantó Rogelio. Después de leerla, entre risas, la
mostró a la concurrencia preguntando quién era el
Cenicientopropietario de la contraseña. De un lado a otro de la pista se cruzaron bromas acerca de calabazas y hadas madrinas. Oí risas. Ismael estaba pálido. Lo tomé de la mano y lo conduje a la mesa. Mi primo se sentó, le ofrecí un copa y se quedó mirándola con expresión de absoluta derrota. Me la recuerda el maniquí sentado en el aparador de la Sastrería Córdoba.
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