Ana De Ita*
Mientras la pandemia
de Covid-19 ha mantenido aislados a millones de habitantes del mundo,
ha destruido la economía global y la normalidad social, en sólo unos
cuantos meses, varios científicos llaman a revisar la producción de
animales en granjas industriales, antes que la nueva normalidad la
mantenga intacta.
La infuenza porcina de 2009 (H1N1), que tuvo su origen en México, en
una granja de cerdos de Smithfield –Granjas Carroll– en el valle de
Perote, Veracruz y Puebla, puso de manifiesto que la producción fabril
de animales representa un peligro para la salud humana y animal. Luis
Hernández Navarro y otros investigadores documentaron sus impactos en
ese momento. https://bit.ly/36AhxGO https://bit.ly/2X6Au0L, pero nada ocurrió a Smithfield, ni cambiaron las regulaciones en el país.
Los animales confinados y hacinados, genéticamente homogéneos, con
sistemas inmunes deprimidos, a quienes se administra antibióticos con
fines preventivos para que logren vivir el número exacto de días para
alcanzar la tasa de ganancia esperada, genera un ambiente ideal para los
patógenos. De tal forma que en las pasadas décadas coleccionamos
epidemias virales: distintos tipos de influenza aviar, de fiebre
porcina, de síndrome respiratorio agudo (SARS).
La llamada
revolución ganaderallegó a México con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (1994), impulsada por las facilidades que el país otorga a las inversiones en cuanto falta de regulaciones ambientales, bajos costos de la fuerza de trabajo y de los bienes naturales como el agua, y posibilidades de acaparamiento de tierras rurales. El crecimiento de la demanda de proteínas animales fue aprovechada por las corporaciones trasnacionales que controlan la producción mundial de ganado.
Los datos de producción de puerco nos muestran cómo se redujeron el
número de granjas a la par que se concentró el número de puercos en cada
vez firmas más grandes. Para 1991 había en el país cerca de 2 millones
de unidades productoras de cerdo, que produjeron 10.6 millones de
animales; 600 mil viviendas campesinas produjeron 1.5 millones de ellos.
La gran mayoría de las granjas eran pequeñas, con menos de 20 cabezas, y
producían más de la mitad de la producción. En el otro extremo sólo 700
unidades grandes, de más de mil cabezas producían un tercio de los
especímenes. En 2017, 99 por ciento de las granjas existentes en 1991
habían desaparecido y el uno por ciento restante producía 75 por ciento
más de cabezas. Esta concentración se realiza en favor de las granjas
industriales de puercos propiedad de corporaciones nacionales y
extranjeras, instaladas en nuevas regiones del país que se han
convertido en sus feudos.
Granjas Carroll y Kekén se disputan el primer lugar en el mercado
mexicano. Granjas Carroll es propiedad de Smithfield, el gigante
productor de cerdos y de Agroindustrias Unidas de México (AMSA). Se
fundó en el país en 1993, y actualmente tiene ya casi 13 por ciento de
la capacidad productiva. Sus 20 megaindustrias en Puebla y Veracruz
crían cerca de 1.6 millones de cerdos y tienen planes para aumentar en
un millón de cerdos más y expandirse a Tlaxcala. Los pobladores de la
región han denunciado que estas plantas amenazan su salud y el ambiente y
se oponen al establecimiento de un rastro en el municipio Oriental. La
campaña publicitaria de responsabilidad ambiental y social de la
compañía –por ejemplo, paga un dólar a quien encuentre una mosca dentro
de la fábrica– resulta poco creíble, sobre todo ante la falta de
inspecciones y regulaciones sanitarias estrictas.
Kekén, su competidora, decidió establecerse en Yucatán, en sitios
relativamente aislados, rodeados de selva para protegerse de la
contaminación viral de otras granjas porcinas. Pero ella no cuida la
selva, según manifiestan las comunidades mayas en su vecindad. Kekén,
que significa puerco en maya, les ha usurpado hasta su lengua. El
Consejo Maya del Poniente de Yucatán “Chik’in Ja” interpuso una denuncia
popular ante la Procuraduría del Ambiente (Profepa), pues encontró una
laguna negraformada con las descargas de residuos sólidos sin tratar de la empresa, que dañan el ambiente, la apicultura y la ganadería campesina en Kinchil, Hunucmá, Maxcanú y Celestún.
La comunidad de Homún, una localidad con menos de 8 mil habitantes
con un proyecto de ecoturismo que tiene como atractivo los cenotes, está
en lucha contra la empresa Producción Alimentaria Porcícola (Papo), que
trabaja en aparcería con Kekén, pues inició la cría de cerdos sin
contar con la planta de tratamiento de aguas residuales prometida.
Apoyados por la organización Indignación, han promovido demandas desde
septiembre de 2018 por la falta de respeto al derecho a la
autodeterminación de las comunidades mayas y por los efectos ambientales
que provocará. En Yucatán la nueva y pujante industria porcícola
amenaza con destruir el frágil ecosistema, formado por corrientes
subterráneas y suelos kársticos.
Éste es un ejemplo de los proyectos de desarrollo impulsados por los
gobiernos, que a cambio de una centena de empleos precarios comprometen
la vida de las comunidades y el buen vivir.
*Directora del Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano
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