Hermann Bellinghausen
Menos visible que las
acciones y experiencias bajo cuarentena en las ciudades, hay una
especie de contraacción en poblaciones periféricas, aún urbanas, que
minimiza, desafía y niega al coronavirus. ¿Cuánto hay ahí de meramente
irracional o ignorante y cuánto de resistencia, rebeldía contra un
pensamiento único ante eventos reales que nos pone a todos en la
estacada vida o muerte? Por lo percibido en ciudades grandes, donde
coexisten todos los estratos sociales –desde el ultramillonario hasta el
pobre o migrante que aterriza en cinturones de cartón y come basura–,
hay un componente de clase muy poderoso. La plebe urbana se irrita con
los ordenamientos oficiales y los cuidados obedientes de las clases
medias y ricachonas. Sabe, o al menos intuye, que para trabajadores y
trabajadoras la cuarentena resulta una simulación. Al cumplir sus
labores se exponen al contagio inevitablemente, incluso si se cuidan. En
la calle, el transporte, los sitios de trabajo, los mercados. Y así
devienen vectores potenciales que amenazan a quien cumple la cuarentena y
las nuevas reglas
normales.
El virus, que nos tiene encapsulados, obsesionados, políticamente
exasperados, con las emociones y los sentimientos vueltos bolas en las
marañas del encierro y la red algorítmica de mensajerías, causa estragos
en las relaciones personales y sentimentales. Mientras tanto, para
muchos mexicanos al parecer aquejados del fatalismo que les atribuyen la
religión católica, el El laberinto de la soledad y la novela
indigenista, la nueva enfermedad no existe, o no es distinguible de los
otros padecimientos que también matan, más despacio, pero no menos
dolorosamente.
No que no les importe. Pero las comunidades lo procesan distinto.
Desprovistas de por sí de infraestructura clínica, saben que el
mejordestino de sus eventuales enfermos de Covid-19 sería el hospital, o las colas para acceder a uno mientras el cuerpo agoniza. Los familiares temen la desaparición de los difuntos en un país enfermo de desapariciones, con Pasta de Conchos y los 43 de Ayotzinapa clavados a mitad del pecho.
Prefieren cuidarse a su modo, y viven los contagios, los síntomas y
la muerte como todas las demás dolencias y carencias que combaten
diariamente. Ya se vio en los casos extremos de los navajos en Estados
Unidos y las tribus amazónicas: la pandemia puede ser arrasadora. En las
montañas de Chiapas, Guerrero, Oaxaca o Puebla están dadas las mismas
condiciones, más otras: hambruna, infecciones respiratorias, diabetes
por el consumo indiscriminado de azúcares industriales, falta de agua.
Son tiempos de entronización del discurso médico como factor de poder
inapelable, apuntalado en el heroísmo objetivo de miles de personas
trabajando para contener y combatir la afección viral que en ciertos
cuerpos causa estragos definitivos. Y también se apuntala en la razón
científica, el dominio de los números y los remedios
legítimos.
Dada la emergencia, parecería inoportuno retomar la crítica a la
medicina dominante hecha por Iván Ilich en los años 70, antes de la
nefasta doctrina neoliberal que desmantelaría los servicios públicos de
salud y se entregaría a las farmacéuticas y los consejos de accionistas
de las grandes firmas.
La medicina institucionalizada ha llegado a ser una grave amenaza para la salud. El impacto de control profesional sobre la medicina que inhabilita a la gente, ha alcanzado las proporciones de una epidemia(Némesis médica, Joaquín Mortiz, México, 1978). Ilich hablaba de la yatrogénesis, la enfermedad causada por los médicos y sus herramientas.
Cabe extrapolar sus cuestionamientos a la actualidad, cuando somos
rehenes (síndrome de Estocolmo incluido) de la razón médica. Y no sólo
por la multiplicación de la muerte expropiada por los hospitales y el
entubamiento in extremis. En su obra, entonces muy difundida y
ahora bastante olvidada en los debates, Ilich buscaba demostrar (y lo
logró, por aguafiestas que resulte)
que la insistencia del gremio médico sobre su propia idoneidad para curar a la misma medicina se basa en una ilusión. El poder profesional es el resultado de la delegación política de la autoridad autónoma a las ocupaciones de la salud, realizada durante nuestro siglo por otros sectores de la burguesía universitaria. Dicho poder no puede ser ahora revocado por aquellos que lo concedieron, sólo puede deslegitimarlo el acuerdo popular sobre su malignidad.
El descontento, la irritación, el rechazo popular a la enfermedad y
los doctores no necesita haber leído a Ilich para oler al gato encerrado
(sin considerar en esta reflexión las agresiones paranoicas y gandallas
al personal de salud que se han suscitado). No sólo la enfermedad mata;
la forma en que está estructurada la salud también. Y no todo es
atávico en los pueblos. La rápida respuesta de la autonomía zapatista en
Chiapas tiene mucho de ilichiana. Es posible combatir con la razón y la
organización las impotencias de la institución médica.
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