La cuarentena no ha sido favorable a los derechos de las mujeres: el
potencial del movimiento feminista tan visible el 8 y 9 de marzo parece
velado tras los efectos, devastadores o desgastantes, de la convivencia
familiar en el espacio privado, con una movilidad restringida. El
aumento de las violencias machistas, por un lado, y la negligencia o
incapacidad gubernamental ante una situación de riesgo previsible,
preocupan e irritan. La acumulación de agravios de todo tipo que hemos
presenciado, aun a distancia, en estos meses, nos obliga a cuestionar de
nuevo no sólo el vacío institucional ya conocido sino también la
indiferencia social que favorece la impunidad sistémica,
institucionalizada, de crímenes atroces o de “violencias comunes. Nos
obliga también, como en otras coyunturas, a contener la desesperanza y a
buscar otras salidas, otras formas de resistencia.
Mucho se ha discutido en estos días la llamada campaña “Cuenta hasta
10” con la que la Secretaría de Gobernación pretendía disminuir o
detener, suponemos, la violencia familiar. Más allá del reciclaje de una
mala campaña de hace décadas, de la revictimización que implica
responsabilizar a quienes son violentadas del maltrato que las azota,
sorprende el desconocimiento de la dinámica de la violencia, de pareja o
familiar, y la incapacidad de recurrir a los múltiples estudios sobre
prevención que se han hecho aquí y en otros países.
Hacer una crítica de lo más evidente no basta, sin embargo, lo más grave es que, en pleno ascenso de las pandemias – del
COVID y de la violencia – se quiera validar un concepto de la familia y
de la sociedad, derivado de un imaginario oficial plagado de falsos
ideales familiares de los años 50, ya entonces cuestionables.
Quienes así contribuyen, por acción o por omisión, al intento de
suplantar realidades dolorosas con melodrama o moralina, olvidan que la
negligencia no elimina su responsabilidad.
Al mismo tiempo que las autoridades siguen frustrando las
expectativas ciudadanas de transitar hacia una vida sin ( tanta)
violencia, las redes sociales y los medios nos han confrontado con
casos y escenas que nos recuerdan cómo la indiferencia social también
contribuye a perpetuar y agravar la violencia contra las mujeres. El
caso más sonado es el del notario 102 del Estado de México sorprendido
en la calle maltratando a una mujer, cuyo nombre ha quedado protegido
pero a quien, pese a sus súplicas de auxilio ante la evidente brutalidad
del agresor, nadie protegió y de la que ya no sabemos nada. Podemos
aplaudir a quien grabó y difundió el hecho pero ¿por qué los demás
testigos no intervinieron? ¿Por qué les bastó oír que ella era “su
esposa” para “no meterse”? ¿Acaso eso implica que mujer es propiedad del
hombre? ¿Y que por tanto la puede arrastrar o matar? ¿Y qué sucederá
con otro que en realidad parece cómplice?
Estas preguntas pueden parecer retóricas porque sabemos que en el
derecho mexicano la mujer fue tutelada (y maltratada con justificación
legal y social) largo tiempo. No lo son porque ese guión obsoleto ya no
vale, porque las feministas lograron importantes cambios legales como el
reconocimiento de la igualdad, y la incorporación de México a convenios
internacionales como Belém Do Pará, que obligan al Estado a
instrumentar políticas públicas para prevenir, sancionar y erradicar la
violencia machista y a eliminar los estereotipos, es decir, a cambiar de
tajo la educación formal e informal.
Tampoco son preguntas vanas porque cuando Diana Raigoza denunció, en
agosto de 2019, que había sido acosada delante de testigos que no
intervinieron, ella misma escribió en su página de FB: “¿Tenemos que
esperar a que pasen actos de mayor gravedad para empezar a reaccionar,
gente?”. Ante su feminicidio a puñaladas el 24 de mayo no basta con
pedir justicia. Urge actuar contra la crueldad y la indiferencia.
La violencia extrema que vivimos favorece la tolerancia hacia ésta,
pero ser testigos mudos nos hace cómplices. ¿Podemos y queremos vivir
en este tipo de sociedad?
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