Leonardo García Tsao
Ya he escrito en artículos anteriores desde los festivales de San Sebastián y Biarritz sobre algunos de esos títulos, en los que manifesté mi gusto por el horror obstétrico de Huesera, de Michelle Garza Cervera y el grito rabioso contra la desaparición de mujeres que es Ruido, de Natalia Beristáin.
Debo añadir entre lo notable a Días borrosos, ópera prima de Marie Benito, egresada del Centro de Capacitación Cinematográfica como las directoras anteriores. La realizadora centra su relato en dos personajes solitarios durante la pandemia: una bióloga (Sophie Alexander) que desea embarazarse, aunque es soltera y un vecino octogenario (Enrique Barruel), de salud precaria. Ella cuida del anciano como lo hace con los ajolotes de un laboratorio universitario. La analogía está bien planteada: los dos son seres en vías de extinción. La directora sostiene bien un tono cotidiano en una situación que nunca se siente forzada, apoyada en el solvente desempeño de Alexander y Barruel, quien nunca había actuado en su vida.
Una ópera prima realmente sobresaliente fue Trigal, de la argentina Anabel Caso. Esta película sorprende por la madurez de su propuesta, su dominio formal, la manera como mantiene –sobre todo en una secuencia memorable de seducción frustrada– un tono de tensión sexual. Es una historia de coming-of-age de una adolescente (Emilia Berjon Ramírez) de provincia, en plena edad de la punzada, y su relación con una prima (Abril Michel), una especie de Lolita campirana. Cabe elogiar el trabajo sutil de la primera, quien resulta ser hija de Arcelia Ramírez y hace evidente que el talento es, en buena medida, una cuestión de ADN. Por desgracia, la película no obtuvo premio alguno. (Pero recordemos que Morelia tiene un historial en eso de decepcionarnos con las decisiones del jurado).
No alcancé a ver Zapatos rojos, de Carlos Eichelmann Kaiser, pero la otra película dirigida por un cineasta hombre, Dos estaciones, del tapatío Juan Pablo González fue otro debut apreciable. En esencia, se centra en el slow burn de su protagonista, la atribulada dueña de una destiladora de tequila. Al tiempo que la mujer manifiesta su atracción por su nueva administradora, se enfrenta a la competencia desleal de compañías extranjeras. La narrativa es pausada, como se estila ahora, pero está dominada por la intensa presencia de Teresa Sánchez, quien ganó merecidamente el premio a mejor actriz.
Por otro lado, no está de sobra recalcar que el festival de Morelia ratificó sus cualidades con una programación ejemplar que ha sabido combinar en un todo orgánico lo nuevo con lo clásico, lo nacional con lo extranjero, lo michoacano con lo capitalino. A diferencia de otros festivales que acumulan títulos y secciones al pedo, como dicen los argentinos, aquí si hay un criterio unificador, el de la directora Daniela Michel y sus programadores.
Sí bien sus problemas de cupo persisten –es irremediable que las salas pequeñas de la sucursal Centro de Cinépolis no resulten suficientes, desde hace años, para satisfacer la enorme demanda– ahora se cuenta con el desahogo del enorme y reluciente teatro Mariano Matamoros que es ideal para actos especiales como la inauguración y funciones populares. Allí es donde se llevó a cabo el estreno en México de la que fue, quizá, la película más esperada del festival: Pinocho, el primer largometraje de animación de Guillermo del Toro (con Mark Gustafson). Según podía esperarse, el resultado –en el que colaboraron numerosos animadores mexicanos– es un prodigio de la animación en stop-motion cuya espectacularidad pudo apreciarse cabalmente gracias a la proyección en una pantalla grande. (Es de lamentar que la mayoría de la gente la podrá ver solamente por Netflix. Ni modo).
Twitter: @walyder
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