El lugar en que se ambientan ambas cintas es un hotel situado en un poblado al norte de Portugal. Un espacio casi abandonado, en decadencia, con rastros de un lujo rancio venido a menos, como en un filme de Marguerite Duras o como en La ciénega de Lucrecia Martel. Una figura matriarcal, Sara (Rita Blanco, legendaria), es la dueña del hotel y, se diría también, de las voluntades de las cuatro mujeres que la rodean. Su hija Piedade (Anabela Moreira) es la encargada de la organización del hotel, aunque vive ausente en su mundo interior, interesada obsesivamente en el cuidado de su mascota canina, ignorando los reclamos de su hija rebelde Salomé (Madalena Almeida), quien después de la muerte de su padre vive en una orfandad casi total, sin el apoyo firme de su abuela Sara, la cual tiene paciencia sólo para sí misma. Dos familiares más, de menor calibre, completan el quinteto femenino.
El director lusitano se libra aquí a una disección implacable de relaciones familiares marcadas por la mezquindad y el recelo, pero sobre todo por un individualismo deshumanizado que parece haber olvidado toda generosidad moral. Mal vivir explora esa dinámica de comunicación frágil, casi rota, entre las mujeres que administran el hotel. Vivir mal, complemento del díptico, se centrará, a su vez, en las tensiones afectivas que viven los pocos huéspedes de ese mismo hotel. Vasos comunicantes de una misma dificultad de sobrellevar la vida. Esta cinta doble bien pudo haber naufragado en un pesimismo estéril; gracias a la sensibilidad y observación inteligente de Joao Canijo, el conjunto aterriza en el terreno de la brillantez artística. Al respecto se abundará en la reseña próxima de esa segunda parte que es Vivir mal.
Se exhibe en la sala 2 de la Cineteca Nacional Xoco a las 12:30 y 17:45 horas.
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