Alejandro Nadal
La reforma judicial aprobada por la Cámara de Diputados y retocada por el Senado pretende combatir la delincuencia organizada. Para ello establece varios procedimientos que otorgan flexibilidad en materia de detenciones, arraigo y acceso a información confidencial o privada. La idea central es establecer reglas claras que faciliten la investigación y persecución en materia de delincuencia organizada.
Desde luego, los cateos sin orden judicial o la posibilidad de detener a un indiciado hasta por 80 días, manteniéndolo incomunicado mientras dura la investigación, son cambios graves. Pero la reforma judicial los justifica diciendo que sólo se aplicará en el caso de la delincuencia organizada.
Pero,
¿qué se debe entender por delincuencia organizada?
En nuestra legislación penal ya existe la figura de asociación delictuosa, pero eso es distinto de la delincuencia organizada.
La primera consiste en una sociedad para cometer delitos en general, mientras que la delincuencia organizada se tipifica en la legislación penal alrededor de delitos específicos.
Las consideraciones que pretenden justificar la reforma judicial contienen una referencia a la Convención de Naciones Unidas contra la delincuencia organizada trasnacional, firmada en Palermo en 2000. Se pretende cobijar así esta reforma interna y enviar el mensaje de que los cambios propuestos son acordes con las tendencias recientes del derecho internacional. Pero eso es falso. La reforma judicial tiene más parecido con la Ley Patriota de Bush y su Guantánamo que con la Convención de Palermo.
La reforma judicial define la delincuencia organizada como “una organización de hecho de tres o más personas, para cometer delitos en forma permanente o reiterada, en los términos de la ley de la materia”. ¿Cuál es esa ley? Se podría pensar que se trata de la ley federal contra la delincuencia organizada, aprobada en 1996 (bajo Zedillo). En esa ley se enlistan los delitos que corresponden a la delincuencia organizada: terrorismo, falsificación de moneda, lavado de dinero, acopio y tráfico de armas, tráfico de indocumentados y de órganos, asaltos y robo de vehículos.
Sin embargo, ésa no es la legislación de referencia. La ley en la materia no es otra que la propia Convención de Palermo, ratificada por México y, por lo tanto, parte de la ley suprema de la Unión (según el artículo 133 constitucional).
Y aquí yace la esencia del asunto: esa convención tiene una definición que no corresponde a la utilizada en la reforma judicial.
La Convención de Palermo define (artículo 2) como “grupo delictivo organizado” a un grupo estructurado de tres o más personas que actúe concertadamente con el propósito de cometer uno o más delitos graves con miras a obtener, directa o indirectamente, un beneficio económico. Esa referencia al tipo de beneficio que un grupo delictivo pretende obtener es una salvaguarda importante que está ausente de la definición de la reforma judicial.
Esto entraña un grave riesgo porque el carácter persecutorio de una reforma constitucional sobre delincuencia organizada podría ser extendido así a muchos otros fenómenos sociales, incluso a movimientos cívicos y de protesta social.
Por si fuera poco, la reforma judicial desliza en la lista de delitos graves, junto con los de la delincuencia organizada, los que atentan contra la seguridad nacional.
¿De dónde viene eso?
De la Ley de Seguridad Nacional aprobada en 2005 con Fox.
En un alarde de mala técnica jurídica, esa ley dice que por seguridad nacional “se entienden las acciones destinadas de manera inmediata y directa a mantener la integridad, estabilidad y permanencia del Estado mexicano”. Ahora sí estamos en el terreno de lo político y las referencias técnicas a la delincuencia organizada stricto sensu quedan muy lejos. Luz verde a la persecución política con ágiles trámites y procesos inquisitoriales.
Sobre delincuencia organizada tenemos en México una interesante lista de episodios. Comienza con el Fobaproa y llega hasta el caso de la conspiración en contra de Lydia Cacho. Pero no son esos casos lo que preocupa a los promotores de esta reforma judicial. Lo que interesa es penalizar los movimientos sociales de protesta y tener carta blanca para cometer crímenes tipo Acteal, Atenco y los realizados contra la APPO.
Todas las instancias de gobierno cuentan con comisiones organizadoras de festejos del bicentenario de la Independencia y del centenario de la Revolución. Pero,
¿qué es lo que se va a festejar?
¿La existencia de un Estado democrático en el que predomina la garantía de legalidad para todos?
¿Un nivel de desarrollo económico con bienestar para la población?
¿La reducción de la pobreza a su mínima expresión?
No está muy claro el motivo del festejo, pero un indicio de la fiesta que prepara el gobierno se encuentra en la reforma judicial.
¿Qué mejor que un retroceso de 150 años? De una vez,
¿por qué no eliminamos el juicio de amparo?
Digamos adiós a Manuel Crescencio Rejón.
¿Por qué no festejar las leyes centralistas de 1836 y su Supremo Poder Conservador?
Después de todo, ahí están los verdaderos precursores de la reforma judicial.
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