Editorial La Jornada
Ayer, está última organización ratificó su condición de primera fuerza política en el escenario nacional, y no necesariamente por méritos del partido o de sus candidatos, sino por una combinación de dos factores: por una parte, el recurso de las estructuras caciquiles priístas que imperan en diversas entidades y que constituyen un poderoso mecanismo de inducción del voto; por la otra, el inocultable descontento que recorre el país por los malos resultados que entrega el gobierno federal: crisis económica persistente, desempleo real que se resiste a todos los intentos de maquillaje de las cifras oficiales, desigualdad creciente, corrupción y venalidad en el ejercicio del poder, desdén oficial ante las acuciantes necesidades populares y una situación cercana al naufragio en el terreno de la seguridad pública y la aplicación de las leyes.
Significativamente, las tendencias que apuntan a la derrota del tricolor se presentan, también, como un ajuste de cuentas del electorado contra dos administraciones impresentables: la de Mario Marín en Puebla y la de Ulises Ruiz en Oaxaca. En esas dos entidades la impunidad del poder alcanzó, por distintas razones, cotas de escándalo nacional e incluso internacional; en el caso oaxaqueño por los excesos represivos del gobierno estatal –que han dejado una cauda de decenas de muertos–, y en el poblano por la participación del Ejecutivo estatal en un intento por quebrantar los derechos humanos de la periodista Lydia Cacho.
Fuera de esos dos estados y de Sinaloa, donde el abanderado tricolor, Jesús Vizcarra, iba abajo de Mario López Valdez, Malova –un priísta de toda la vida que desertó de su partido poco antes del inicio de este proceso electoral–, el resto de las entidades que celebraron comicios registraron derrotas anunciadas y previsibles del blanquiazul, el cual perdería cuando menos dos gubernaturas (Aguascalientes y Tlaxcala), además de las alcaldías que controlaba en Baja California.
La izquierda partidista, por su parte, decidió compartir, en Durango, Hidalgo, Oaxaca, Puebla, Sinaloa y Tlaxcala, la suerte del panismo gobernante; perdió Zacatecas, según indican encuestas y conteos rápidos y, salvo en Oaxaca, su participación se redujo a lo meramente testimonial.
Por lo demás, los comicios realizados en Chihuahua, Durango, Sinaloa, Tamaulipas y Veracruz ocurrieron en el entorno de violencia, inseguridad y zozobra que se ha extendido en México en el contexto de la guerra contra la delincuencia
proclamada por la administración calderonista, y sería ingenuo suponer que tal contexto no afectó en algún sentido las tendencias en las urnas. Adicionalmente, la jornada culminó procesos caracterizados por irregularidades electorales, por la inducción del sufragio –embozada o abierta– por autoridades de todos los niveles y por campañas sucias en las que se recurrió al espionaje telefónico, a imputaciones penales y, a falta de propuestas propias, a las consabidas descalificaciones del adversario.
Las elecciones de ayer plantean, pues, la perspectiva de la involución política hacia un priísmo, que lejos de depurarse en la década que ha pasado fuera de Los Pinos, parece haber ahondado sus aspectos más deplorables: el caciquismo, el corporativismo, el clientelismo y la ambición del poder por el poder. En ese mismo lapso, Acción Nacional ha asimilado tales características hasta hacerse indistinguible del partido al que remplazó en Los Pinos en 2000, salvo por un dato: hoy es el que parece ir de salida, y las elecciones de ayer se presentan como su Waterloo.
José Antonio Crespo
La gran tragedia de la transición mexicana es haber quedado bajo la conducción de un personaje tan limitado como Vicente Fox, que jamás entendió la oportunidad histórica para la democracia en que nos hallábamos en 2000 y, por ende, no estuvo a la altura de las circunstancias. Ni siquiera entendió lo que era el Estado ni su responsabilidad como jefe del mismo (¿y yo por qué?). Fox declaró la semana pasada: "Guardo como una de las grandes alegrías en mi vida haber echado afuera de Los Pinos al PRI" (El Universal, 1/jul/10).
El problema es que siempre creyó que la salida del PRI de Los Pinos era el punto de llegada de la transición, cuando en realidad era el punto de partida. La remoción del PRI no era un fin en sí mismo, como cree Fox, sino un medio esencial para realizar desde el gobierno todo aquello a lo que se había negado el PRI. La oferta central de Fox en 2000 fue el combate a la corrupción, el fin de la impunidad, la instauración de la rendición de cuentas, la consolidación de la democracia electoral. Según él, eso y más se logró. Hoy por hoy, sostiene que la alternancia "nos llevó a la vigencia plena de la democracia en el país, a una gran transparencia y rendición de cuentas de todas las instituciones". Sin embargo, paradójicamente, ha habido más impunidad en los gobiernos panistas que en los últimos gobiernos del PRI, y la corrupción no se modificó significativamente como forma de ejercer el poder.
Fox parece resignado al regreso del PRI al poder, pero no lo considera tan grave para la democratización mexicana, pues confía en que el PRI que retorne a Los Pinos sea uno "sin la corrupción que tuvo, que no fomente la falta de transparencia, que no sea autoritario, que no sea violento en su trato con la sociedad y que no base su política con los medios informativos en la opresión". Quién sabe qué estará viendo Fox, porque el PRI no se renovó en absoluto, como quedó más que claro -por si había duda- con las grabaciones recién reveladas de Veracruz y de Oaxaca. Y si el PRI no se renovó, fue en buena parte porque Fox le extendió una carta de impunidad, un borrón y cuenta nueva a cambio de una promesa etérea de apoyarlo en las reformas estructurales (económicas), lo que jamás cumplió.
Basa Fox su optimismo en que "Hay una nueva generación (de priistas), con la cual me precio de tener relación de amistad, como varios gobernadores y algunos ex funcionarios públicos de la administración del presidente Ernesto Zedillo. a quien le tengo respeto". Si se refiere a Enrique Peña Nieto, pues vaya que Fox se tragó la rueda de molino que aquél nos ofrece a través de su permanente publicidad mediática. En cambio, al hablar del viejo PRI, el de la corrupción, los fraudes y la impunidad, se vanagloria: "Qué bueno que nos deshicimos de aquel PRI". Nunca se percató de que justamente el PRI que derrotó en las urnas fue el de Zedillo, el que permitió la apertura democrática, el que otorgó autonomía al IFE, el que respetó los triunfos de la oposición en todos los niveles de poder.
Ese es el PRI que desalojó, lo que dio pie a la recuperación del partido por parte de los duros: Roberto Madrazo, Fidel Herrera, Mario Marín, Ulises Ruiz, Emilio Gamboa y el prehistórico grupo Atlacomulco. Un segmento al que Fox considera "la nueva generación" priista, ya renovada. Pero también se posicionó Elba Esther Gordillo, la imagen viva del priismo más añejo, con quien Fox hizo una alianza estratégica, que le heredó a Felipe Calderón (y que éste mantiene hasta la fecha). Gordillo podría muy bien aliarse con el PRI de Peña Nieto, la cara de la "nueva generación" a quien Fox da la bienvenida. No, Fox nunca entendió lo que ocurría en México en los cruciales años que le tocó conducir la democratización... ni mucho menos comprendió cuál era su responsabilidad histórica. Lejos de dar pasos y sentar precedentes democráticos, dio claros pasos hacia atrás. Fox tituló su biografía presidencial La revolución de la esperanza (2007).
Él siente que generó esa ola de esperanza que cambiaría a México. En realidad Fox fue beneficiario de la esperanza construida en los años previos a 2000, y que fue depositada en su persona. Acto seguido, la destruyó durante sus años de gobierno. Su desempeño nos mostró que el problema de México trascendía al PRI, que la corrupción, la impunidad, la simulación, están en los "genes culturales" del país. Fox destruyó la esperanza que alcanzó su punto culminante hace diez años, que por tanto se transformó en el actual desencanto y zozobra que nos invaden.
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