precioso. Sí, ganó la sociedad ofendida por tanta vileza, tanto cinismo e impunidad. Sí, ganó el pueblo montado en cólera por la impotencia y el silencio impuestos.
Sentimientos exaltados me embargaban hace mucho. Eran producto de registrar cómo se mantenía incólume, gracias a la SCJN ese sátrapa que es Mario Marín. Eso en el caso de Lydia Cacho, que fue quizá la cumbre de sus vilezas, pero deja atrás mucha otras huellas: una corrupción rampante nunca vista; un desgobierno dañino, sin ningún escrúpulo, destructivo, y entre ambos dejan una estela de dolor y decaimiento. Puebla fue hasta hace poco un estado eminente, no sólo por su participación en la historia si no por la calidad de su gente y tantas cosas más.
Hoy está registrado en el cuarto lugar de pobreza, sólo después de Chiapas, Oaxaca y Guerrero. Un estudio del Tecnológico de Monterrey lo señala como el último de las 32 entidades en competividad. Es el estado en el que el empobrecimiento ha crecido con mayores índices de velocidad. El actual gobierno y el anterior no se enteraron que el mundo se mueve y no hicieron nada para actualizar a Puebla, para sacarla de la producción con prácticas obsoletas. Fueron tardados e indiferentes, pararon su reloj en los 90.
Ambas cosas, desastre gubernamental y empobrecimiento, me hicieron hacer un breve pero rico viaje al estado. Me limité a la zona metropolitana. Hablé con la más diversa gente. Encontré un estado de ánimo surgente, alentado por la proximidad de las elecciones. La gente encendida planteaba un ahora o nunca
como lema. Eso fue lo que derrotó al gobernador precioso
y a sus gánsteres.
La elección que los derrotó no fue una confrontación ideológica, ni de partidos, ni siquiera de ofertas. Fue una confrontación para recuperar la decencia que necesita un hombre para vivir con dignidad. Para recuperar el orgullo íntimo de ser poblano. Pero también elevar la esperanza de que una nueva actitud, una nueva perspectiva ante la vida, una forma distinta de ver las cosas, con su consecuente seguridad en el futuro, trajeran serenidad al esfuerzo y rendimientos justos y accesibles.
Esperan también los poblanos que el nuevo gobierno sepa y quiera hacer justicia; que los cientos de enriquecidos confronten su hacer con la justicia. Esperan que este nuevo gobierno –que no debe sentirse ni panista, ni perredista ni comprometido con nadie–, se distinga por tanta vergüenza. Que no dude, sin afanes de venganza, a la hora de ejercer un acto de justicia que es parte de su mandato de protector del pueblo. Eso lo ratificaría.
No sólo ganó la sociedad. Ganó también el PRI. Ganó siempre que quiera aceptar la lección de que los casi ex gobernadores de Oaxaca y Puebla, fueron sus mejores hombres hace seis años. Ese partido los postuló y por lo tanto debe participar en el descalabro de sus administraciones. Inevitablemente debe compartir los costos de su devoción por prácticas viciosas. El nuevo PRI habla de la apertura de oportunidades para las nuevas generaciones, pero lo hace indiscriminadamente y hasta parece que es una meta el pronunciarse por jóvenes siempre que estos sean ignorantes y faltos de experiencia, cuando abundan los que tienen una sólida formación y pueden acreditar una razonable pericia. Visto así, Puebla y Oaxaca son experiencias aleccionadoras.
Editorial La Jornada
derrotar los cacicazgospriístas y formaron coaliciones con Acción Nacional.
Con la excepción de la elección en Oaxaca, donde la izquierda electoral confluyó con movimientos sociales diversos en la candidatura de Gabino Cué –a la que se sumó posteriormente el Partido Acción Nacional (PAN)–, y donde puede reclamar, tras el triunfo de su aspirante, cierta presencia programática, en otros comicios las fuerzas progresistas del país se supeditaron al PAN –por la vía de las alianzas– e incluso al PRI, habida cuenta de que muchos de los candidatos a los que respaldaron, como los aspirantes a las gubernaturas de Puebla y Sinaloa, proceden de ese partido. Desdibujaron con ello sus propios estatutos, plataformas y programas y ejercieron, en el mejor de los casos, un papel meramente testimonial, tanto en las victorias como en las derrotas.
Para las dirigencias nacionales y estatales de las fuerzas políticas de izquierda los resultados obtenidos en Sinaloa y Puebla en coalición con Acción Nacional podrán ser calificados de exitosos
y de victorias incuestionables
, como ha expresado en horas recientes el dirigente nacional del sol azteca, Jesús Ortega. No lo son, sin embargo, para los simpatizantes de esos partidos ni para la ciudadanía en general: en la primera de esas entidades, el triunfo electoral de Mario López Valdez, Malova, equivale a la continuidad de los regímenes priístas bajo otras siglas y colores; en la segunda, la elección de Rafael Moreno Valle incrementa las posiciones de poder bajo control del grupo que dirige al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), grupo que es, junto con los cacicazgos tradicionales afiliados al priísmo, una de las principales rémoras para la democratización efectiva del país.
A posteriori ha quedado en evidencia que la decisión de las organizaciones políticas de izquierda de aliarse con sus adversarios naturales no sólo constituye un ejemplo de incompatibilidad ideológica y programática y de pragmatismo electorero; también deriva en un debilitamiento de esas organizaciones en el mapa electoral: salvo en los casos de Veracruz y Quintana Roo, los tres institutos políticos que integran el Diálogo para la Reconstrucción de México (Dia) fueron incapaces de presentar candidaturas comunes, y en ningún caso pudieron ganar algo como fuerzas independientes.
El escenario que se comenta se vuelve tanto más desolador si se toma en cuenta que el PRD, el PT y Convergencia habrían podido obtener un importante capital electoral del descontento que recorre el país ante los desastrosos resultados que la administración federal en curso ha entregado en los ámbitos económico, social, institucional y de seguridad pública. En efecto, las derrotas del panismo gobernante en los comicios del 4 de julio se explican, en buena medida, como resultado del desgaste por el ejercicio del poder; la izquierda partidista, en cambio, no puede enarbolar ni siquiera una excusa semejante.
En suma, la jornada cívica del pasado domingo deja como saldo un desvanecimiento grave y preocupante de organismos políticos que debieran estar al servicio de la transformación social del país y que hoy por hoy se muestran, en cambio, sumidos en la crisis de representatividad que aqueja al conjunto de la clase política e inmersos en una ausencia de causas, banderas y fines distintos a la conquista y la preservación de posiciones de poder y de los presupuestos que otorgan las instituciones electorales.
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