En Cartagena, en el Palacio de la Inquisición, desde el 16 de marzo hasta el 29 de abril, un grupo de mujeres, víctimas del desplazamiento forzado, se decidieron a narrar sus memorias a través del arte. Con pinceles lograron encontrar los colores de sus tristezas y sus miedos, pero sobre todo los colores de sus sueños y sus esperanzas. Y contarlo, contar todo lo que vivieron desde antes del desplazamiento, contar la melancolía por sus pueblos en ruinas, contar cómo extrañan a sus familiares vivos y muertos.
Teresa Sosa
Ante todo, una breve semblanza del emblemático lugar donde se presenta la exposición que llega a nuestra edición de hoy. En Septiembre de 1610, fue inaugurado el hoy día nombrado Palacio de la Inquisición de Cartagena de Indias, ya que allí funcionó el Tribunal del Santo Oficio, que dictaba los autos de fe, contra los/las presuntos herejes.
Además de aplicar la justicia en términos religiosos, fue un instrumento de la Corona Española para poder ejercer una presión e influencia política en todos los sectores.Su jurisdicción abarcaba el Nuevo Reino de Granada y Venezuela hasta Nicaragua, Panamá, Santo Domingo y las Islas de Barlovento.
La Inquisición funcionó en Cartagena de Indias hasta la revolución del 11 de noviembre de 1811, regresando en 1816 con el Pacificador Pablo Morillo para luego ser desterrada definitivamente en 1821 con la liberación de Cartagena de Indias por parte del ejército patriota. En este sitio numerosas mujeres de la jurisdicción fueron torturadas y asesinadas acusadas de brujas.
En otro contexto histórico, y en esta oportunidad, la violencia contra las mujeres, víctimas del conflicto armado que vive Colombia desde hace más de 50 años, toma de manera simbólica el Palacio de la Inquisición, para denunciar. Mujeres de El Salado, de Santander, de Chocó, de Montecristo, de las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, de Caucasia, de muchos rincones de Colombia, que se vieron obligadas a desplazarse a Cartagena, son las autoras de la exposición ‘Agonía, un tránsito hacia la construcción de la paz’. Es una muestra emotiva que desde el 16 de marzo hasta el 29 de abril, de este año, está presente en el Palacio de la Inquisicón de Cartagena.
Los testimonios hacen parte de las historias de una veintena de mujeres que aceptaron retratar sus dolores y la agonía que vivieron, cuando comandos paramilitares o guerrilleros llegaron a sus pueblos, amenazando y disparando
La violencia a través del arte
Las piezas centrales son unas máscaras de yeso intervenidas con técnicas mixtas, cada una nace sobre el rostro de su autora, guarda su expresión y la alimenta, hasta configurar una propia personalidad y ser capaz de contar una historia. Obras como La ley del silencio, Desarraigo, No más derrame de lágrimas, El Salado que vive en mí, Huyendo del espejo, Viva la vida, Salir adelante y La sufrida, entre otras, se constituyen en una forma valiente de hermanar el arte con el acto político de la memoria histórica.
Una de estas mujeres duró tres años sin poder mirarse al espejo, luego de ser violada y golpeada por paramilitares. Otra, tuvo que hacerse la muerta por dos horas al lado del cadáver de su hermano, para que no la remataran. Otra más, recuerda que pudo ver, escondida, y mirando por un sólo ojo, lo que pasaba en su pueblo.
Pero, esta vez no contaron lo que les pasó: lo dibujaron en máscaras de yeso hechas sobre sus propios rostros. Unas tienen vendas en la boca, otras están llenas de cruces, otras lloran por un sólo ojo, otras tienen el lado izquierdo repleto de armas y el derecho de corazoncitos; en otras, el rojo inunda un lado y el blanco o el azul, el otro. Otras se ven con signos de interrogación y con arco iris en el derecho, y un negro profundo en el izquierdo; pero todas, todas tienen una línea en la mitad del rostro que sólo simboliza una cosa: antes y después.
Representación simbólica
“El arte posibilita narrar estas historias sin representar mayores riesgos, pues se abandonan las palabras, tan amenazadas en Colombia, para llevarlas al color, el pincel, el collage, el papel maché”, así lo dice en sus propias palabras Claudia Ayóla, psicóloga y columnista cartagenera, creadora de esta muestra y quien se dio a la tarea de juntar a estas mujeres, y convencerlas de que una forma de superar el dolor es contarlo o, mejor, dibujarlo, pintarlo.
Y eso fue precisamente lo que hicieron. Se llenaron de confianza cuando descubrieron que a todas les había pasado lo mismo: las violaron, las amenazaron, les intentaron quitar a sus hijos, les mataron a sus hermanos, a sus padres o a sus maridos, y no tuvieron más opción que coger lo poquito que tenían e instalarse en las ciudades a merced de que un pariente les diera la mano. De allí en adelante su vida es el mismo libreto: sin trabajo y con la tierra perdida.
“En el momento en que a mí me suceden los hechos yo no sabía ni a dónde acudir, porque en el estado en que me dejó ese paramilitar yo quedé inconsciente, no sabía nada de mi vida. Cuando éste hombre abusó de mí, quedé con un ojo que casi no lo podía abrir. Entonces, decidí usar un turbante que me tapara parte de la cara. Me encerraba en la amargura, en la soledad, en el dolor. No quería hablar con nadie. No quería comentarle nada a nadie. Hace poco fue que mis hijos vinieron a saber lo que me sucedió”. Este es el escueto relato de Estebana, quien tiene aún temor de decir su propio nombre, como la mayoría de ellas.
“Yo he hecho esta máscara reflejando todo el sufrimiento, el dolor sobre el desplazamiento. Le hice unas moñitas representando a mi departamento, el Chocó, y el color azul lo pinté por la esperanza que tengo de que lo que yo quiero se haga realidad. Le puse estas lágrimas porque son las que he botado aquí, y que siempre he tenido durante el desplazamiento. Yo llegué con cinco hijos a una ciudad donde uno no conoce a nadie. No tenía trabajo, no tenía nada, y ¿se puede imaginar todo lo que uno tiene que sufrir para alimentar a los hijos? Yo extraño mi tierra, y sobre todo el chontaduro, que no se consigue aquí. El borojó sí lo consigo en el mercado, pero el chontaduro no”. Es Victoria la que habla. Una chocoana que aún no se acostumbra a ser una desterrada.
“Si uno tenía una tienda y le vendía a los paramilitares, la guerrilla no quería. Y si uno le vendía a los paramilitares, a la guerrilla no le gustaba, también lo mataban a uno. Uno qué podía hacer, si había que venderle al que viniera a comprar. Los paramilitares y la ley eran cómplices. Yo me vine huyendo porque amenazaron a mis hijos, los iban a matar porque, siendo la Policía cómplice, lo llevaron a uno a declarar, y fue cuando yo salí y dije que no regresaba nunca, porque allá la ley es corrupta. No se puede vivir así. Doy gracias a Dios que mis hijos están vivos, estamos juntos, conocí a otras mujeres y aprendí, y ahora siento que puedo ayudar a otras mujeres que están igual que yo. He aprendido a valorarme a mí misma y a subir mi autoestima. También a defenderme de mi esposo que ha sido tan malo conmigo”. Este, como tantos otros, son sólo algunos de los testimonios pertenecientes a mujeres vulneradas, consignados en estas máscaras.
Fuentes: María del Rosario Arrázola, ‘El dolor hecho arte’ El Espectador, Cartagena, Colombia. ‘/Claudia Ayola Escallón, ‘Agonía’ El Universal, Cartagena, Colombia.
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