Pequeñas, húmedas, frágiles, resbaladizas, lo invaden todo. Durante el día caen por montones sobre los terrenos del jardín, tapizan los senderos, inundan las fuentes, entran al dispensario y a la cocina y hasta en las habitaciones de los viejos.
Son tantas las flores llovidas de los árboles que por la noche, cuando me voy a dormir, temo que al día siguiente encontraré las ramas otra vez desnudas. Mi inquietud desaparece al amanecer, en el momento en que abro mi ventana y las veo aun más copiosas que el día anterior.
Estoy consciente de que es imposible, pero me gusta imaginar que bajo la luz de la luna las flores caídas volvieron a sus ramas para duplicar el cielo, embellecer este edificio con sus destellos azules, ponerle color a la vida de los ancianos y sobre todo para que don Justo no pierda la esperanza que lo mantiene vivo: que Estelita vuelva.
II
Por el llamado de una parienta lejana, Estelita abandonó el asilo un mes de abril en plena floración de las jacarandas. Se fue un miércoles al mediodía, a la hora en que todo estaba iluminado con el azul de las flores. Se detuvo en el jardín para contemplarlas, dijo que eran maravillosas, de seguro en ninguna otra parte se daban otras más bellas. De verdad iba a extrañarlas tanto como a nosotros.
Con una expresión que no olvido, don Justo se inclinó para tomar un montoncito de flores y lo depositó en la mano de Estelita: Lléveselas, pero acuérdese que son de los árboles y tiene que volver aquí para regresárselas
. Ella cerró el puño y lo apretó contra su pecho. Oí un rumor, risas, aplausos y al final palabras: No te olvides de nosotros
. Regresa pronto
. Allí tienes tu lugarcito
, agregó don Justo señalando hacia la banca de piedra en donde acostumbraban sentarse para seguir su eterna charla.
Entre nuestros buenos deseos para el viaje y sus promesas, fuimos a despedir a Estelita hasta la puerta. Sólo don Justo la acompañó al taxi que la llevaría a la terminal del Norte. Estuvieron solos hablando a media calle unos minutos, en opinión de los internos más de los indispensables para decirse adiós.
El puñado de flores en la mano de Estelita y esa tardanza fueron los temas de conversación entre los ancianos durante la hora de comida. Aunque los comentarios traslucían malicia, don Justo los oyó indiferente, serio, sin apartar los ojos del jardín donde las jacarandas diseñaban otro pequeño cielo.
III
Aquella noche don Justo no se presentó en el comedor. Lo atribuí a que no soportaba encontrar vacío el sitio de su amiga y fui a verlo a su cuarto. Lo encontré en la puerta, sentado en el banco de tres patas que compró cuando fuimos de excursión a La Marquesa.
Inmóvil, veía tan absorto el jardín que no me sintió llegar. Me incliné hacia él y le pregunté si estaba enfermo o disgustado por la actitud de sus compañeros. Me respondió que ninguna de las dos cosas.
Llegué al punto que me interesaba tocar: ¿Triste porque Estelita se fue?
Dijo que no. Ella le había prometido volver en cuanto su parienta se repusiera de una operación. La cosa había sido grave y Estelita tal vez tuviera que permanecer con la enferma unas semanas o unos meses. Ignoraba cuántos, pero mientras tanto estaría en comunicación. Adiviné que era eso de lo que habían hablado a media calle, solos, apenas unas horas antes.
Le dije a don Justo que si le molestaba mi presencia. En vez de responderme se puso de pie, me ofreció el banco de tres patas y me recordó lo que yo sabía: Lo compré con Estelita cuando fuimos a La Marquesa, ¿se acuerda?
Le dije que por supuesto y además guardaba, como todo el personal y los internos del asilo, la foto que nos habían tomado frente a una cabaña.
Pensé en que de seguro Estelita había metido su copia en la maleta. La imaginé mostrándosela a su parienta. Le pedí a don Justo que me dijera algo acerca del personaje. Sé muy poco. Antes de que recibiera la carta Estelita nunca me dijo que tuviera una media hermana: Consuelo. La mencionó en el momento en que me dijo que tendría que irse por un tiempo para atenderla. Máximo un año
.
Por su tono me pareció que ese tiempo aún por transcurrir ya le dolía. Me sentí obligada a consolarlo y le recordé la promesa de Estelita: dijo que mientras vuelve se mantendrá en contacto por teléfono
. Don Justo se apresuró a decir: ¿usted cree que mañana?
Al notar mi expresión se corrigió: soy un tonto. Imposible que llame. La pobre andará ocupadísima, terminando de instalarse. En fin, ya veremos
. De nuevo intenté confortarlo: acuérdese de que el tiempo se pasa volando. Por cierto, ya es tardísimo y necesitamos descansar
.
Don Justo me dio las buenas noches de prisa, como si temiera que fuese a arrepentirme. Mientras me alejaba sentí que me veía en espera de algo y me detuve: Don Justo: ¿por qué está tan seguro de que Estelita no tardará más de un año en volver?
Porque me dejó encargadas muchas de sus cosas y además tiene que devolverles a las jacarandas las flores que se llevó
.
IV
Sostuve esta conversación hace nueve años. Esta mañana, cuando se lo dije a don Justo, me costó mucho trabajo convencerlo de que había pasado tanto tiempo desde que Estelita se fue y apenas un poco menos de que ella le hizo una llamada (por cierto, fue la última) para decirle que volvería en marzo, a más tardar en abril, para ver las jacarandas y regresarles las flores.
Estelita no volverá. Todos sabemos que murió, excepto don Justo. No me atrevo a decírselo. Prefiero que conserve la esperanza. No le queda otra cosa, ni siquiera la noción del tiempo.
Hoy tuve que repetirle que estamos en 2012 y no en 2003. Comprendo su desconcierto. Lo atribuyo un poco a su enfermedad, pero más a que en un asilo el tiempo transcurre y se mide distinto que en otras partes. Aquí cada quien tiene su calendario y sus manecillas. Las de don Justo son las jacarandas. Para él entre una y otra floración transcurre un solo día. No comprende que cada flor que resbala por sus hombros es un minuto de su vida que se va.
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