Cristina Pacheco
Todavía no hay quien
ocupe el puesto de Elvira. Sus cosas están donde las dejó: la bata
colgada de un clavo, el radio en la repisa, el frasco de café y la taza
de peltre sobre un banquito que le servía de mesa. Quedan también,
frente a su máquina, cuatro retratos de ella y Santiago en el Tenampa,
posando junto a un vocho de segunda mano, besándose a la salida de la
iglesia.
La foto más reciente se la tomaron un domingo de junio en Xochimilco.
En la trajinera se ven contentos; él en camiseta y bebiendo una
cerveza; ella con suéter, bufanda y lentes negros. Mientras agarraba la
silla en que Elvira se subió para colgar la instantánea, le pregunté por
qué se había vestido como si estuviéramos en invierno.
Me puse lo primero que encontré. A Santiago le molesta que lo haga esperar.
Cuando Elvira se bajó de la silla noté que temblaba. La sostuve de un
brazo y se quejó. Le pregunté si estaba lastimada. Me respondió que no
podía más. A veces se iba a dormir con la esperanza de ya no despertar.
Entendí que Elvira necesitaba desahogarse. Lo hizo. Al poco tiempo de
casados Santiago se mostró como un hombre cínico, irritable y violento.
No soportaba que ella lo contradijera. Varias veces la había golpeado
por pequeños desacuerdos, como el que tuvieron el sábado anterior a su
paseo por Xochimilco.
II
–Santiago: ¿vamos al cine? Mañana no tenemos que levantarnos temprano.
–Quedé de verme con unos cuates que están empollando un negocito y me gustaría entrarle.
–¿Con qué dinero, mi amor? No me digas que piensas vender el vocho.
–Si quiero... O qué, ¿necesito tu permiso?
–Claro que no.
–Entonces, ¿para qué te metes en mis cosas? No me gusta. Antes de
casarnos te lo dije bien clarito. Me respondiste que no te importaba,
con tal de que viviéramos juntos. Te di gusto, y ¿de qué sirvió? ¡De
nada! Para empezar nunca estás en la casa. Cuando me levanto ya te
largaste y al volver te encuentro dormida.
–Tengo que irme a trabajar. Regreso cansadísima.
–Como quien dice: mientras yo me la paso de güevón tú te matas trabajando.
–Te juro por mi madre que ni siquiera lo pensé.
–¡A mí no me jures nada, y menos por tu madre! Siempre se mete en
nuestras cosas, por eso no me gusta que vayas a verla ni que andes
hablándole a tu hermana Marcia por teléfono. Ya me imagino lo que le
dirás de mí.
–No discutamos otra vez. Olvida lo que dije, vete con tus amigos.
–¿Me estás corriendo de mi casa? Nomás eso me faltaba, cabrona...
–No me empujes. ¡Cálmate! ¿Por qué me pegas? Alguien que me ayude. ¡Santiago!
III
Lo sucedido más tarde no tuvo que contármelo Elvira. La
imaginé sola, adolorida, hecha un mar de lágrimas, temerosa de que
Santiago volviera, pidiéndole a Dios ayuda y dudando si debía seguir
ocultando la verdad a su familia. Pensé que a esas mismas horas,
Santiago habría estado bebiendo en alguna cantina hasta que se le
terminó el dinero y regresó a la casa haciéndose el arrepentido,
hincándose delante de su mujer, jurándole que esta vez sí cumpliría la
promesa de no volver a golpearla. Para demostrarle su buena disposición
se ofreció a llevarla de paseo a Xochimilco.
Elvira me contó que alquilaron una trajinera y que Santiago
había contratado un dueto que ofrecía sus servicios desde el
embarcadero:
¿Qué le tocamos a la damita, patrón?
IV
–Hazte para acá, muñeca. Dame un beso.
–Ay, Santiago, no me abraces tan fuerte. Me duele mucho la espalda.
–Tú te lo buscaste. ¿Cierto o no cierto?
–Como tú quieras. No me agarres allí, nos están viendo.
–¿Te avergüenzan mis caricias? ¡Contesta!
–No me grites delante de la gente.
–Yo te grito cuando se me dé la gana. Y ustedes, bola de ojetes, ¿qué chingaos me ven?
–Santiago, mejor vámonos.
–Lárgate tú. Yo me quedo. ¡Hey!, usted, el de los remos, oríllese a la orilla para que la señora se baje.
–¿A eso me trajiste, a humillarme delante de todo el mundo?
–Que te largues, te digo. Y no me esperes. No vale la pena seguir viviendo con una carpanta a la que, además, nunca he querido.
–Entonces, ¿por qué te casaste conmigo?
–Por idiota, ¿o a poco creíste que por tu linda cara? Nomás mírate en
el espejo... ¡Largo! ¡Fuera! ¿Qué no oyes? Y ustedes, rascatripas,
tóquenme algo que me alegre.
IV
Ante el panorama que Elvira me había descrito le aconsejé
separarse de Santiago. Me dijo que no era necesario. Su corazón le
había dicho que él nunca iba a volver y que su vida estaba por cambiar.
Cierto: Elvira se suicidó el último viernes de agosto. Nos lo avisó
Marcia. Desconsolada, no entendía que su hermana se hubiera quitado la
vida, sobre todo porque cuando le hablaba por teléfono le decía que era
muy feliz con Santiago. No quise desilusionarla contándole la verdad,
¿ya para qué? Sólo le dije que las cosas de Elvira estaban a su
disposición.
Marcia todavía no se presenta en el taller y nosotras seguimos
hablando de Elvira, de su afición a oír el radio, de la forma en que se
quedaba mirando sus fotos con Santiago. Como soy quien más platicaba con
Elvira, mis compañeras me preguntan por qué se habrá suicidado. No se
los digo. ¿Ya para qué?
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