Por Jesús Cantú ,
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El diccionario de la Real
Academia Española define el diálogo como “discusión o trato en busca de
avenencia”, y según el filósofo político inglés Bernard Crick, “para que
la discusión sea auténtica y provechosa en el debate debe considerarse
el punto de vista opuesto”, lo cual implica no cancelar de antemano los
temas polémicos, mucho menos cuando éste o éstos son la causa misma de
la disputa.
Por ello cuando el secretario de Educación, Aurelio Nuño,
manifiesta su disposición al diálogo, pero cancela la posibilidad de
modificar el proyecto de la reforma educativa (como lo ha hecho el
gobierno federal, incluso desde antes de aprobar y promulgar la reforma
legislativa), en realidad acaba con el diálogo mismo y lo reduce a una
simple charla, pues elimina toda posibilidad de tomar en cuenta el punto
de vista de los maestros.
El mismo Crick, señala: “La política es la conciliación,
la solución del problema del orden que prefiere la conciliación a la
violencia o coerción como medio efectivo de que los distintos intereses
encuentren el grado de compromiso que mejor sirva a su interés común por
la supervivencia… la política entraña cierta tolerancia a verdades
divergentes y el reconocimiento de que la gobernación no sólo es
posible, sino que se ejerce mejor cuando los intereses rivales se
disputan en un foro abierto”.
Por ello una de las principales herramientas de la
política es el diálogo y éste requiere el reconocimiento de que hay
intereses divergentes que deben dirimirse en un foro abierto, franco y
sin vetos previos, pues éstos lo cancelan y, por ende, eliminan la
posibilidad de lograr compromisos mutuos y aniquilan la política.
Lamentablemente la disputa en torno a la Reforma Educativa
ya provocó la pérdida de vidas humanas y, de prevalecer la cerrazón, es
probable que los ocho muertos en Asunción Nochixtlán, Oaxaca, no sean
los únicos, pues como ya es evidente, las protestas magisteriales se han
extendido a otras partes del territorio nacional e incluso en estados
donde aparentemente no había ninguna disidencia, como Nuevo León, donde
ya lograron convocar a varios miles de manifestantes.
Es evidente que el gobierno del presidente Enrique Peña
Nieto desde el primer día de su mandato dejó claro que despreciaba la
política como medio de solucionar los problemas y optaba por el uso de
la violencia, sin importar los costos. En la capital de la República no
han vacilado en recurrir al uso de la fuerza pública para reprimir las
protestas sociales, como hicieron el mismo 1 de diciembre de 2012,
durante la toma de posesión. Pero la violencia ejercida en la ahora
Ciudad de México no ha sido la peor, pues aunque ha sido recurrente y ha
provocado detenidos y heridos, hasta el momento no ha causado pérdida
de vidas humanas, lo que sí ha sucedido en otras entidades.
En abril de 2014 la organización de la sociedad civil
internacional Greenpeace señalaba en un comunicado que en 16 meses del
gobierno de Peña Nieto, de acuerdo con un recuento del Centro Mexicano
de Derecho Ambiental, se habían registrado cuatro ejecuciones
extrajudiciales de defensores de derechos ambientales y comunitarios y
82 casos de agresiones, de los cuales en 37 los culpables identificados
fueron autoridades de los tres órdenes de gobierno del Estado mexicano.
Un recuento muy similar puede hacerse en el caso de los activistas de
derechos humanos.
Pero también hay que recordar la represión que sufrieron
en el Valle de San Quintín, Baja California, los jornaleros, en su
mayoría indígenas, el 17 y el 28 de marzo de 2014, por haber cerrado las
calles de la localidad para exigir mejores condiciones laborales.
Y peor todavía fue la masacre de Apatzingán, Michoacán,
el 6 de enero de 2015, cuando policías federales dispararon a mansalva
contra integrantes y simpatizantes de la Fuerza Rural de Michoacán que
realizaban un plantón en los portales del Palacio Municipal para
protestar contra las decisiones del entonces comisionado para la
Seguridad del estado, Alfredo Castillo; el saldo fue de al menos 16
muertos y decenas de heridos.
Desde luego también destacan las acciones policiacas
contra los normalistas de Ayotzinapa en diversas ocasiones, además de la
masacre de Iguala, cuyo saldo en pérdida de vidas es alto. Y los
operativos contra los plantones de la CNTE en la Ciudad de México o de
la CETEG en Guerrero.
Es un somero recuento de conflictos sociales o políticos
(pues aunque el de Apatzingán se ocasionó por la presencia del crimen
organizado en la región, la represión se ejerció contra la ciudadanía
que se había organizado para defenderse) en los que el gobierno federal
canceló la vía del diálogo y optó por el uso de la fuerza pública para
intentar restaurar el orden.
En varios de los casos (el seguimiento al caso de los 43
desaparecidos de Ayotzinapa y la oposición de la CNTE a la reforma
educativa) el gobierno, fundamentalmente por conducto del titular de
Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, manifiesta públicamente su
disposición a dialogar, pero siempre bajo la premisa de que hay temas
vedados y posiciones intransigentes, lo cual en realidad cancela el
diálogo, aniquila la política y deja como únicas opciones la
claudicación de los opositores o el uso de la fuerza pública para
reprimir los movimientos.
Hasta hoy, como puede verse en el somero recuento, el
saldo es negativo para todos: los opositores han sufrido la violencia
gubernamental con la pérdida de vidas humanas y el encarcelamiento de
varios líderes y manifestantes; el gobierno no ha logrado restaurar el
orden y, todo lo contrario, se exacerba el encono social y las protestas
se extienden y ganan nuevos simpatizantes; además, la ciudadanía padece
las molestias que, inevitablemente, provoca cualquier movilización
social.
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