La Jornada
Por regla general,
cuando se produce un incremento de precios en los servicios, las
autoridades del sector correspondiente cumplen con el requisito de
informar a quienes han de pagarlo cuáles son las razones técnicas del
mismo, y es usual que pongan el acento en un periodo previo al aumento
en el cual los consumidores disfrutaron de una tarifa que, naturalmente,
era inferior a la nueva. Tampoco es infrecuente que sitúen la subida en
un marco económico mucho más amplio (que viene a ser el que en última
instancia la determina) y dentro de un proyecto de desarrollo que exige
eventuales esfuerzos de los ciudadanos. De tal modo, la medida –que por
comprensibles razones difícilmente es bien recibida– va acompañada de
una argumentación destinada a justificarla. En ocasiones, esa
argumentación resulta más o menos consistente; en otras, omite algunos
elementos que también forman parte de la realidad pero podrían emplearse
para cuestionarla.
No constituye una excepción el anuncio hecho ayer por la Comisión
Federal de Electricidad (CFE) de que a partir de julio las tarifas de la
energía eléctrica
para los sectores industrial, comercial y doméstico de alto consumoserán objeto de incrementos en porcentajes variables (de 2 a 5, de 5 a 7 y de 6.8 respectivamente). El factor determinante para el aumento sería, según la propia comisión, los precios del combustóleo y del gas natural, que a su vez se elevaron en proporciones no previstas. Realiza la CFE, a continuación, varias consideraciones sobre el costo comparativo de los energéticos, la seguridad que ofrece el uso de los mismos y las perspectivas de sustitución que existen para cada uno.
Sin embargo, las disposiciones que afectan los precios de un insumo
tan vital como la electricidad deben examinarse necesariamente en
relación con datos tales como la situación económica prevaleciente en
las áreas donde se aplican y los programas gubernamentales de los que
forman parte, en especial cuando representan indicios de que las cosas
no marchan precisamente en la dirección indicada. Al respecto, basta con
remitirse a la declaración de propósitos en torno de la reforma
energética, que el gobierno federal dio a conocer en la segunda mitad de
2013 –uno de cuyos puntos, concretamente el segundo, auguraba que “(…)
bajará el precio de la luz y también del gas para las familias, los
comercios y la industria”– para comprobar que entre dicha declaración y
el anunciado aumento existe, por decir lo menos, una notoria
contradicción. Y si a la nueva medida se le vincula con los incrementos
aplicados al gas natural (en enero pasado) y a las gasolinas, resulta
evidente que una de las reformas más celebradas por la actual
administración no cumple con las expectativas de ésta.
En este punto conviene aclarar que, según datos de la CFE, la
enorme mayoría de quienes usan energía eléctrica en México se hallan
encuadrados en el llamado
segmento doméstico de bajo consumo, y en consecuencia no se verían afectados por el alza. Para ponerlo en términos más precisos, no serían directamente afectados, pues no se necesita demasiada agudeza para prever que si la industria y el comercio registran un aumento en uno de los servicios básicos para su funcionamiento, lo más probable es que acudan al infalible método de trasladarlo a sus precios.
Puede argüirse que la medida anunciada por la CFE constituye un dato
aislado; pero en cualquier caso no se trata de un dato desdeñable, en un
escenario económico donde la ciudadanía común, la gente que vive de su
trabajo, está muy lejos de disfrutar del floreciente panorama prometido
por las reformas.
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