CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El populismo es como el ajonjolí: puede
estar en todos los moles políticos, a conveniencia de quien utilice el
término. El populismo dejó de ser hace mucho un sustantivo para
convertirse en un adjetivo y más bien en un insulto, como refiere
Chantal del Sol en su libro Populismos, una Defensa de lo Indefendible.
El populismo no es una doctrina sino un “síndrome”, advierte Ludovico Incisa en el clásico Diccionario de Política, de
Bobbio y Mateucci. No existe elaboración teórica ni sistemática sobre
el populismo. Lo mismo hay populismos de derechas que de izquierdas,
populismos autoritarios que democráticos. Y populismos latinoamericanos
que coincidieron con los gobiernos del Estado benefactor y con gobiernos
militares ( del cardenismo mexicano al peronismo argentino).
“El populismo tiende a permear ideológicamente los periodos de
transición, particularmente en la fase aguda de procesos de
industrialización (ahora de globalización, nota de la R). Ofrece un
punto de cohesión y de sutura y al mismo tiempo un punto de atención y
de coagulación con una capacidad elevada de movilización, presentándose
como una fórmula homogénea para las realidades nacionales”, concluyó
Ludovico Incisa en el Diccionario de Política.
El populismo ahora se utiliza para descalificar lo mismo al modelo
chavista de Venezuela que al fujimorismo de Perú, al lopezobradorismo de
México que al fenómeno de Donald Trump en Estados Unidos. El populismo
se confunde con xenofobia y hasta con globalifobia. Se utiliza lo mismo
para los líderes de masas que para los líderes de opinión.
Es un término que privilegia el elitismo o la condición oligárquica
de la política (las grandes decisiones son de las minorías, no de las
mayorías). Se presume que quienes lo descalifican son superiores porque
no son “populistas”. Y se supone que los populistas idolatran al pueblo y
sus decisiones.
El laberinto del término no tiene salida cuando se le confunde con el
fascismo o con el autoritarismo, cuando queremos decir demagogia y
decimos “populista”, cuando confundimos clientelismo con populismo o
cuando hablamos de un modelo socialista o socialdemócrata o de Estado
benefactor y le llamamos “populista”.
A este laberinto ingresó Enrique Peña Nieto en la última conferencia
de prensa que dio con sus homólogos Justin Trudeau, de Canadá, y Barack
Obama, de Estados Unidos.
Sobrevino el enredo cuando un periodista le preguntó al mandatario
mexicano si consideraba que Donald Trump era como Adolfo Hitler o Benito
Mussolini. Es decir, si el magnate de peluquín naranja podía ser un
nuevo fenómeno fascista como Mussolini o nazi-fascista como el alemán.
Y Peña cayó en su propia confusión o en su propia trampa. Quizá no pensaba realmente en Donald Trump sino en López Obrador.
Peña volvió a repetir parte de su discurso ante Naciones Unidas.
Descalificó la aparición “de actores políticos, liderazgos políticos que
asumen posiciones populistas y demagógicas, pretendiendo eliminar o
destruir todo lo que se ha construido, lo que ha tomado décadas para
construir, para revertir problemas del pasado”.
“Venden soluciones fáciles a los problemas del mundo, pero no es tan
sencillo”, agregó. Esta fue la frase en la que sí coincidió Barack
Obama.
Veinte minutos después, el presidente norteamericano entabló una polémica. Afirmó:
“Me preocupo por la gente pobre, que está trabajando muy fuerte, y
que no tiene la oportunidad de avanzar. Y me preocupo por los
trabajadores, que sean capaces de tener una voz colectiva en su lugar de
trabajo… quiero estar seguro de que los niños estén recibiendo
educación decente… y creo que debemos tener un sistema de impuestos que
sea justo”.
“Supongo que eso me hace populista”, remató.
En efecto, Obama estaba refiriéndose a la confusión generalizada de populismo con Estado benefactor (Welfare State)
o a la nueva cruzada de la derecha norteamericana que descalifica como
“socialista” a Obama por proponer este tipo de políticas públicas.
Trump “no es populista”, está “más cerca de la xenofobia o el
cinismo”, remató Obama. Y lanzó un guiño a la política interior de su
país: el precandidato demócrata Bernie Sanders merecería “genuinamente”
el título de populista.
El mandatario norteamericano le quitó el tono de insulto al término
populista y lo ubicó dentro del debate sobre políticas públicas y la
contienda electoral en Estados Unidos.
¿Qué es entonces Trump? ¿Un populista mediático? ¿Un hitlercillo
blanco, anglosajón y protestante? ¿Una colección de cinismo y
contradicciones? ¿Un simple oportunista que capitaliza el descontento
social que ha excluido a millones del sueño americano? ¿Un reality man que insulta, recula y luego vuelve a llamar la atención?
Eso merece otro análisis y no una respuesta de Peña Nieto en una conferencia poco afortunada.
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