Cristina Pacheco
L última noche que
pasé en mi anterior departamento fue terrible. Me afectaba tener que
dejarlo y, además, era irritante caminar entre el desorden de cajas en
donde había empacado la mayor parte de mis efectos personales. Faltaban
los que tenía en el ropero de copete: regalo de mi prima Isabel. Subirlo
a mi departamento, en el cuarto piso, resultó una auténtica odisea;
sería otro tanto cuando lo bajaran para entregárselo a su nuevo dueño:
don Gonzalo, el anticuario de Ferrocarril de Cintura, a quien conocí por
casualidad.
Andaba por su rumbo buscando un consultorio de medicina tradicional.
Nadie supo darme razón. El dependiente en una miscelánea me sugirió que
le preguntara al dueño del bazar, don Gonzalo. Lo encontré, muy
abstraído, pintando un retablo.
Lo saludé y me miró sin esconder su fastidio. Aun así, le pregunté por el consultorio.
Hace tiempo lo quitaron. Su tono y la prontitud con que volvió a su trabajo eran señales de que no iba a contestar más preguntas. Era inútil seguir allí pero algo me retenía en el bazar: dos cuartos de techo bajo y paredes muy gruesas. La pintura azul, carcomida, dejaba al descubierto tramos de adobe. Pensé en voz alta:
Este edificio debe ser viejísimo.
No sé, pero de seguro algo más que yo.
La broma de don Gonzalo me dio confianza y me puse a ver la confusión
de objetos y muebles entre los que sobresalía una vitrina cerrada llena
de miniaturas.
¿Podría verlas?
Si usted no lo sabe, ¿cómo voy a saberlo yo?fue la respuesta.
II
Nunca pensé que aquel absurdo intercambio de palabras
sería el principio de una larga y extraña relación a la que no puedo
llamar amistad. Menos imaginé que al cabo de los años don Gonzalo
acabaría por comprarme el ropero de copete que me regaló mi prima. Antes
de irse a vivir a León con su esposo intentó vender el mueble. No
encontró interesados y decidió heredármelo.
El ropero no combinaba en absoluto con mi mobiliario, pero lo acepté
gustosa, sin pensar cómo iba a subirlo a mi departamento, ni si tendría
suficiente espacio para sus dimensiones. Después de muchos
desplazamientos y de oír las bromas de los cargadores, acabé por cederle
buena parte de mi recámara. Allí estuvo cinco años y de allí salió un
día después de mi mudanza. (La portera me hizo el favor de vigilar su
traslado al camión que contrató don Gonzalo.)
III
Cuando dejé mi departamento ya no quedaban inquilinos en
el edificio. Fui la última en salir, y eso porque el administrador me
dio como último plazo un mes para entregarle las llaves. Presionada, me
dediqué a buscar otro. Vi muchos: todos diminutos y carísimos. Al fin
encontré éste.
La mañana que firmé el contrato me di cuenta de que en mi
nuevo domicilio no iban a caber todos mis muebles. Algunos los regalé a
un asilo; otros, por las carreras, los malbaraté. Llegó el momento en
que sólo me quedaban algunos trastos, la cama y el ropero de copete.
Llamé a don Gonzalo. Fue a verlo y decidió comprármelo
en lo justo. Estuvo de acuerdo en mandar por él un día después que yo me hubiera ido, de lo cual iba a informarle la portera.
Dediqué las últimas horas de mi estancia en el departamento a sacar
lo que tenía guardado en el ropero. Debí vaciarlo antes pero me lo había
impedido cierto miedo de hallar en sus entrepaños y cajoncitos algo más
que la ropa y los accesorios que muy rara vez usaba: recuerdos. Al fin
me sobrepuse a mi ridículo temor.
Giré la llave, se abrió la puerta y del ropero salió un aroma
inconfundible a Heno de Pravia. (Con una pastilla de jabón y unas
gotitas de perfume evité el triste olor a guardado.) Mis dedos, al rozar
la tela o la madera producían rumores. No pude soportarlos. Abrí la
ventana: bendije el ruido ensordecedor de la calle tantas veces
maldecido por mí.
IV
Cuando pensé que no quedaba nada más en el ropero
descubrí en el fondo una sombrilla de encaje palo de rosa. Era de
Isabel. Al desplegarla volví a ver a mi prima, muy niña, amparada por su
sombra cuando los domingos íbamos todos a la misa de doce, o salíamos
de paseo a algún campo cercano, o nos deslizábamos por los canales en
una trajinera. En todos aquellos momentos Isabel nos miraba desde algún
punto, y siempre bajo la sombrilla para impedir –según decisión de su
madre y nuestra abuela– que el sol pudiera manchar su cutis de
porcelana.
Isabel fue una niña notable por hermosa. Nuestros parientes se referían a ella como a
la blanquita de la familia y la más linda. Todos opinaban que era necesario proteger esos dones prohibiéndole el sol y evitándole los accidentes propios de los juegos infantiles.
Ante el recuerdo, por primera vez me di cuenta de lo monstruoso e
inhumano que había sido aquel procedimiento. Horrorizada, devolví la
sombrilla a su escondite. Cuando la descubriera, don Gonzalo iba a
imaginarse muchas cosas, pero nunca que un objeto tan bello y delicado
hubiera sido la prisión de una niña.
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