7/03/2016

Mar de Historias: La prisionera



Cristina Pacheco
L última noche que pasé en mi anterior departamento fue terrible. Me afectaba tener que dejarlo y, además, era irritante caminar entre el desorden de cajas en donde había empacado la mayor parte de mis efectos personales. Faltaban los que tenía en el ropero de copete: regalo de mi prima Isabel. Subirlo a mi departamento, en el cuarto piso, resultó una auténtica odisea; sería otro tanto cuando lo bajaran para entregárselo a su nuevo dueño: don Gonzalo, el anticuario de Ferrocarril de Cintura, a quien conocí por casualidad.
Andaba por su rumbo buscando un consultorio de medicina tradicional. Nadie supo darme razón. El dependiente en una miscelánea me sugirió que le preguntara al dueño del bazar, don Gonzalo. Lo encontré, muy abstraído, pintando un retablo.
Lo saludé y me miró sin esconder su fastidio. Aun así, le pregunté por el consultorio. Hace tiempo lo quitaron. Su tono y la prontitud con que volvió a su trabajo eran señales de que no iba a contestar más preguntas. Era inútil seguir allí pero algo me retenía en el bazar: dos cuartos de techo bajo y paredes muy gruesas. La pintura azul, carcomida, dejaba al descubierto tramos de adobe. Pensé en voz alta: Este edificio debe ser viejísimo. No sé, pero de seguro algo más que yo.
La broma de don Gonzalo me dio confianza y me puse a ver la confusión de objetos y muebles entre los que sobresalía una vitrina cerrada llena de miniaturas. ¿Podría verlas? Si usted no lo sabe, ¿cómo voy a saberlo yo? fue la respuesta.
II
Nunca pensé que aquel absurdo intercambio de palabras sería el principio de una larga y extraña relación a la que no puedo llamar amistad. Menos imaginé que al cabo de los años don Gonzalo acabaría por comprarme el ropero de copete que me regaló mi prima. Antes de irse a vivir a León con su esposo intentó vender el mueble. No encontró interesados y decidió heredármelo.
El ropero no combinaba en absoluto con mi mobiliario, pero lo acepté gustosa, sin pensar cómo iba a subirlo a mi departamento, ni si tendría suficiente espacio para sus dimensiones. Después de muchos desplazamientos y de oír las bromas de los cargadores, acabé por cederle buena parte de mi recámara. Allí estuvo cinco años y de allí salió un día después de mi mudanza. (La portera me hizo el favor de vigilar su traslado al camión que contrató don Gonzalo.)
III
Cuando dejé mi departamento ya no quedaban inquilinos en el edificio. Fui la última en salir, y eso porque el administrador me dio como último plazo un mes para entregarle las llaves. Presionada, me dediqué a buscar otro. Vi muchos: todos diminutos y carísimos. Al fin encontré éste.
La mañana que firmé el contrato me di cuenta de que en mi nuevo domicilio no iban a caber todos mis muebles. Algunos los regalé a un asilo; otros, por las carreras, los malbaraté. Llegó el momento en que sólo me quedaban algunos trastos, la cama y el ropero de copete. Llamé a don Gonzalo. Fue a verlo y decidió comprármelo en lo justo. Estuvo de acuerdo en mandar por él un día después que yo me hubiera ido, de lo cual iba a informarle la portera.
Dediqué las últimas horas de mi estancia en el departamento a sacar lo que tenía guardado en el ropero. Debí vaciarlo antes pero me lo había impedido cierto miedo de hallar en sus entrepaños y cajoncitos algo más que la ropa y los accesorios que muy rara vez usaba: recuerdos. Al fin me sobrepuse a mi ridículo temor.
Giré la llave, se abrió la puerta y del ropero salió un aroma inconfundible a Heno de Pravia. (Con una pastilla de jabón y unas gotitas de perfume evité el triste olor a guardado.) Mis dedos, al rozar la tela o la madera producían rumores. No pude soportarlos. Abrí la ventana: bendije el ruido ensordecedor de la calle tantas veces maldecido por mí.
IV
Cuando pensé que no quedaba nada más en el ropero descubrí en el fondo una sombrilla de encaje palo de rosa. Era de Isabel. Al desplegarla volví a ver a mi prima, muy niña, amparada por su sombra cuando los domingos íbamos todos a la misa de doce, o salíamos de paseo a algún campo cercano, o nos deslizábamos por los canales en una trajinera. En todos aquellos momentos Isabel nos miraba desde algún punto, y siempre bajo la sombrilla para impedir –según decisión de su madre y nuestra abuela– que el sol pudiera manchar su cutis de porcelana.
Isabel fue una niña notable por hermosa. Nuestros parientes se referían a ella como a la blanquita de la familia y la más linda. Todos opinaban que era necesario proteger esos dones prohibiéndole el sol y evitándole los accidentes propios de los juegos infantiles.
Ante el recuerdo, por primera vez me di cuenta de lo monstruoso e inhumano que había sido aquel procedimiento. Horrorizada, devolví la sombrilla a su escondite. Cuando la descubriera, don Gonzalo iba a imaginarse muchas cosas, pero nunca que un objeto tan bello y delicado hubiera sido la prisión de una niña.

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