La Jornada
Frente a la crisis de derechos
humanos que vive el país, la respuesta del gobierno federal se ha
movido entre lo errático y lo negligente. A los reiterados señalamientos
que al respecto no terminan por generar una respuesta de Estado a la
altura de la crisis, el gobierno federal ha respondido con iniciativas
de reformas legislativas que ni siquiera se han materializado. Así, por
ejemplo, miles de víctimas siguen esperando la Ley General para Prevenir
y Sancionar las Desapariciones, anunciada en noviembre de 2014, pero la
crisis que vive el país es de tal magnitud que no puede atenderse sólo
con modificaciones legales. Se necesita una verdadera política de Estado
frente al quiebre generalizado de la vigencia de los derechos humanos.
Ésta debería, entre otras cosas, impulsar con claridad el acceso a la
justicia de las víctimas en aquellos casos que por su carácter
emblemático rebelan el rostro real del país.
Esta necesidad, empero, ha sido ignorada por el Ejecutivo federal y
por el Poder Judicial de la Federación. Lejos de impulsar la justicia,
ambos poderes se han abocado a consolidar la impunidad. El caso
Tlatlaya, cuyo segundo aniversario conmemoramos en días pasados, es
ejemplo de ello. Los hechos son conocidos: la noche del 29 de junio de
2014 elementos del 102 Batallón de Infantería se enfrentaron a un grupo
de personas guarecidas en una bodega de dicha localidad. Entre estas
personas se encontraban presumiblemente algunos integrantes de un grupo
delictivo, así como otras retenidas en el sitio contra su voluntad,
incluidos menores de edad. Después de la refriega, los militares
entraron a la bodega, pero en vez de liberar a quienes estaban privados
de la libertad y de detener a quienes podrían encontrarse cometiendo
algún delito flagrante, para ponerlos a disposición de inmediato de una
autoridad civil, cometieron un número indeterminado de ejecuciones
extrajudiciales. No actuaron como una fuerza de seguridad obligada a
respetar los derechos humanos y a conducir a quienes pudieron cometer un
crimen ante las autoridades competentes, sino como una fuerza de guerra
facultada para usar indiscriminadamente la fuerza letal contra quienes
son considerados enemigos. Las ejecuciones fueron encubiertas por los
propios mandos militares y las autoridades mexiquenses –incluido el
gobernador–, así como por la Procuraduría General de la República (PGR).
Sin embargo, la verdad emergió poco a poco. Primero, con trabajos
periodísticos de reporteros que no se conformaron con los boletines
gubernamentales, sino que acudieron al lugar de los hechos, donde
constataron la inverosimilitud de la versión oficial. Después, con el
valiente testimonio de una de las sobrevivientes –a quien se unieron más
tarde otras dos víctimas– que evidenció cómo el Ejército y las
procuradurías habían mentido. Finalmente, las investigaciones de dos
instancias oficiales del Estado mexicano concluyeron, no sólo con base
en testimonios, sino también en prueba balística, que habían existido
ejecuciones extrajudiciales. Por un lado, la PGR ejercitó acción penal
contra varios militares por la ejecución de al menos ocho personas, y
por otro lado la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH)
concluyó que entre 12 y 15 personas habían sido ejecutadas. El caso,
emblemático del uso desproporcionado de la fuerza letal, y de la falta
de rendición de cuentas de las fuerzas armadas, estremeció a la
comunidad nacional e internacional. Tanto es así, que el relator sobre
Ejecuciones Extrajudiciales, Sumarias o Arbitrarias de la ONU, Christof
Heyns, demandó que se deslindaran las responsabilidades. La exigencia de
justicia aumentó cuando, gracias al acompañamiento legal brindado por
el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh),
se documentó que la unidad militar involucrada había recibido unos días
antes de la masacre la orden de
abatir delincuentes en horas de oscuridad.
Dada la evidente gravedad del caso, y su carácter icónico, era
de esperarse que la actuación de las instituciones de procuración de
justicia fuera pulcra y expedita. Era de esperarse que Tlatlaya no
quedara en la impunidad, como tantos otros casos de graves violaciones a
derechos humanos, pero esta expectativa ha sido defraudada. A dos años
de los hechos, no hay ningún militar procesado por la masacre.
Recientemente, un magistrado de oscuro historial revocó el auto de
formal prisión que les había sido dictado a los mílites acusados de
homicidio, invocando criterios inusuales que difícilmente aplicaría a
civiles acusados por crímenes similares. El resultado es que hoy
Tlatlaya se ha topado con la impunidad castrense. Por el contrario, hay
que denunciar los intentos de revictimización contra Clara Gómez
González, sobreviviente de los hechos y madre de la también víctima
menor de edad Erika González, sin cuyo valiente testimonio no habría
podido salir a la luz la verdad, pero el caso está lejos de estar
cerrado. La PGR puede corregir las deficiencias de su investigación y
acusar nuevamente a los responsables. Habiendo emitido una recomendación
en la que estima probadas las ejecuciones, la CNDH está llamada a
vigilar que esto suceda. Las temerarias denuncias presentadas contra el ombudsman
por actores afines al estamento militar no deben arredrar a la comisión
del cumplimiento de esta tarea. El caso Tlatlaya sigue abierto.
Sucesos como los acaecidos recientemente en Nochixtlán dan cuenta de
la necesidad de que el uso desproporcionado de la fuerza letal genere
investigaciones y procesos legales efectivos, de suerte que los
funcionarios que usen las armas contra la población de una manera
contraria a los estándares internacionales sean debidamente investigados
y sancionados. Justamente, es eso lo que la sociedad sigue esperando en
el caso Tlatlaya.
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