Marcos Roitman Rosenmann
Durante la Segunda
Guerra Mundial ningún ejército quedó exento de abusos sexuales.
Mujeres, niñas y niños fueron violados. Cuerpo arrasado, violentado,
deshumanizado, demostración fáctica del poder sobre el enemigo. Tales
prácticas se pueden rastrear hasta tiempos inmemoriales, pero en el
siglo XXI la violación se considera un arma más de la guerra. En nuestra
civilización occidental, culta pero hipócrita, se mantiene a costa de
ser invisibilizada o negada. En el siglo XX, tras la guerra fría,
la violación siguió siendo un método de lucha en manos de los
ejércitos. Croatas, bosnios, serbios o estadunidenses en Afganistán,
Irak o Guantánamo lo utilizaron. Igualmente, los honorables cascos azules
de Naciones Unidas repiten las mismas prácticas. En Haití y el Congo,
sin ir más lejos. Un Estado como Israel se jacta de las violaciones a
mujeres palestinas a manos de sus soldados. Los mandos prefieren mirar
hacia otro lado. Son cómplices, cuando no violadores. Durante las
dictaduras cívico-militares en América Latina las violaciones superaron
las expectativas. Incluían prácticas de zoofilia. En Chile, una mujer,
oficial de carabineros y miembro de la Dina, Ingrid Olderock, fue la
encargada de entrenar a los perros. Su historia ha sido relatada por
Nancy Guzmán en el libro La mujer de los perros. La lista puede
continuar. Sería extensa. Aunque siempre se justificó, eran impugnadas
en los códigos militares y han sido escasos los procedimientos abiertos
judicialmente por violación. Son pocos los ejércitos y movimientos de
liberación nacional que actúan contra sus miembros en casos de abusos
sexuales. En esta lista cabe mencionar al Movimiento 26 de Julio en Cuba
o a los de liberación nacional en Centroamérica (URNG, FSLN, FMLN).
Durante el conflicto armado no hubo contemplaciones. Dentro de las
fuerzas populares, conocidos los casos, se actuó de inmediato.
Hoy salen a la luz acosadores y violadores en serie. Diplomáticos,
políticos, directores de cine, deportistas, intelectuales, actores,
militares. Todas, buenas personas, excelentes amigos, con una
trayectoria profesional intachable y padres de familia responsables.
Generales condecorados, ministros reputados y escritores de fama son
salpicados por acusaciones de acoso, violencia de género o violación.
Algunos incluso hablan de una nueva caza de brujas, como Woody
Allen. Otros asumen la culpa o callan. Los casos se amontonan. Harvey
Weinstein, Bill Cosby, Kevin Spacey. Sin olvidarnos de los ya conocidos
de Roman Polansky y el pederasta Michael Jackson. ¿Cuántos más habrá?
¿Por qué ahora ven la luz? ¿Cuál ha sido el detonante? Se dice que ello
responde a un mayor nivel de conciencia social, a una actitud firme de
las víctimas por denunciar los hechos, la ruptura de la cadena del miedo
y la repulsa social hacia los violadores. Lentamente las mujeres toman
la decisión de no callar, a pesar del estigma que supone, en una
sociedad machista, reconocer una violación o abusos sexuales. Parece que
ha llegado el momento de hacer justicia. Tolerancia cero contra los
abusos sexuales.
En América Latina el empalamiento y violación de Lucía Pérez
en la ciudad de Mar del Plata, el 8 de octubre de 2016, fue un punto de
inflexión. Supuso, por primera vez, una convocatoria multitudinaria, en
todo el continente, contra la violencia de género y los feminicidios.
Mujeres y hombres salieron a las calles para mostrar su rechazo.
Mandatarios, dirigentes políticos, actores, dejaron constancia del
repudio a la violencia de género. En México, carteles con lemas como
Ni una menos,
Somos el grito de las que ya no tienen vozacompañaron la manifestación. Sólo para 2014, según la Cepal, mil 678 mujeres fueron asesinadas por violencia de género.
Los casos que salen a la luz, de acosadores sexuales de guante blanco,
protegidos por su estatus, eran conocidos, secretos a voces, una
realidad consentida. Son buenos actores, mejores políticos, excelentes
literatos, deportistas de élite y además son de los nuestros. Militan en
nuestra organización, afines ideológicamente. Son colegas, amigos de
infancia. En fin, se les puede tolerar, perdonar y callar sus gracias.
Al fin y al cabo son minucias, y seguro que ellas algo aportaron.
Argumentos pueriles, pero eficaces para acallar la conciencia.
No importa que en las aulas acosen a las estudiantes, las manoseen y
asimilen a ganado. Quien lo hace es uno de los nuestros. Ocurre igual
cuando se trata de condenar la corrupción. La nuestra es buena, la de
los otros es la mala. Los violadores y acosadores están en el otro lado,
nunca en el nuestro. Es un secreto a voces. Así nos va. Mejor mirar
hacia otro lado. Incluso algunos les ríen sus felonías y no tienen
problema en sentarse a una mesa, compartir café, participar en eventos
académicos, aun a sabiendas de estar en presencia de auténticos
depredadores sexuales. Pocos levantan la voz. Da igual el género. Mejor
no desenmascararlo, ponerlo en evidencia, denunciarlo. Machos alfa,
seductores natos, buenos amantes, ellos mismos se adjetivan. En no pocas
ocasiones se vanaglorian públicamente. Si no tomamos conciencia,
camparán a sus anchas, se sentirán protegidos y aceptados. No sienten
rechazo. Al contrario, se creen inmunes, reconfortados, sabedores de
estar entre los suyos o los nuestros. Si no se rompe este primer círculo
de protección y complicidad será difícil actuar contra violadores y
acosadores. No es posible mantener esta hipocresía y, de paso, condenar
la violencia de género. Tal vez llegó la hora. Quien viola no puede ser
nunca de los nuestros, salvo que seamos violadores y acosadores
sexuales, a lo cual me niego.
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