Javier Jiménez Espriú
Timeo de Tauromenio relata
que allá por el siglo IV antes de Cristo, Dionisio el Viejo, tirano de
Siracusa, para dar un escarmiento a Damocles, miembro de su corte, que
le tenía gran envidia, le permitió ejercer por un día como rey y gozar
de los placeres del cargo. Sin embargo, Damocles, en un momento dado de
aquel día de gozo que imaginaba pleno, volteó hacia el techo del recinto
que lo acogía y vio una espada que, pendiente de un cabello de crin de
caballo, estaba sobre su cabeza, amenazante con caer sobre él, lo que lo
hizo renunciar a su deseo real.
Lo traigo a colación porque el presidente Enrique Peña Nieto, sin
saber desde luego quién era Dionisio el Viejo de Siracusa, porque esto
no aparece en ninguno de los famosos tres libros que lo han impactado,
ha actuado como el viejo tirano promoviendo y proclamando –contra la
opinión generalizada, nacional e internacional– la Ley de Seguridad
Interior, moderna
espada de Damocles, que pende sobre la cerviz del pueblo mexicano y dejando a la Suprema Corte de Justicia de la Nación la entega al Presidente –¿será capaz de hacerlo?– de la tijera con que cortará, cuando le venga en gana, el cabello de la crin del caballo que la mantiene suspendida y amenazante.
La Ley de Seguridad Interior, aprobada lamentable y sumisamente por
las facciones oficialistas del Congreso, resulta altamente preocupante
desde tres puntos de vista distintos: (I) el de los derechos humanos,
(II) el del federalismo y (III) el de la democracia.
I. Desde el punto de vista de los derechos humanos, la Constitución
es clara en señalar que las fuerzas armadas sólo deben intervenir en
situaciones de guerra ante fuerzas externas o de guerras internas, es
decir, sublevaciones o rebeliones. Las cuestiones de seguridad interior
no corresponden a las fuerzas armadas, sino a los cuerpos de seguridad
civil. Tan es así, que los dos planes de acción del Ejército son el DN1
para conflictos internacionales y el DN2 para guerras intestinas, y no
tiene planes ni entrenamientos especializados para cuestiones de
seguridad interior. El artículo 129 constitucional establece que en
tiempos de paz ninguna autoridad militar puede hacer más funciones que
las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Es decir,
cuando no hay guerra el Ejército debe estar en los cuarteles.
Cuando el gobierno de Ernesto Zedillo empleó a las fuerzas armadas
para combatir al EZLN sin una declaratoria de guerra intestina, la
Suprema Corte, con Mariano Azuela como ponente, emitió una sentencia que
sin tener asidero en el texto constitucional pretendía justificar el
uso de las fuerzas armadas en cuestiones de seguridad interior. Este
precedente fue después utilizado en el sexenio de Felipe Calderón para
emplear al Ejército en el combate al narcotráfico. El resultado de esa
estrategia fallida fue desastroso. No se combatió efectivamente el
narcotráfico y se generaron violaciones inaceptables a los derechos
humanos. El número de muertes por cada 100 mil habitantes, según
mediciones de la ONU, subió en el sexenio de Calderón de siete a 21.
Esta situación fue combatida en 2016, cuando se reformó la
Constitución para hacer aún más claro el principio de que las fuerzas
armadas son para la guerra y las cuestiones de seguridad interior deben
ser resueltas por las policías. En el artículo 21 constitucional se
estableció en forma absolutamente clara que las instituciones de
seguridad pública deben ser de carácter civil, disciplinado y
profesional.
La nueva Ley de Seguridad Pública viola este principio
constitucional y pretende dar a las fuerzas armadas funciones de
seguridad pública. Esto representa, como la práctica ya ha demostrado,
un peligro en materia de derechos humanos, ya que las fuerzas armadas
están preparadas para situaciones totalmente distintas, es decir, para
situaciones de guerra, en las que incluso hay suspensión de garantías
individuales. Es por esto que la emisión de esta ley ha sido
unánimemente condenada por la ONU, la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y todas las
organizaciones no gubernamentales dedicadas a la protección de los
derechos humanos.
II. La nueva ley también representa un problema de federalismo. El
artículo 119 constitucional dispone que las fuerzas armadas federales
sólo pueden intervenir en los estados en caso de guerras, ya sea
internacionales o internas, y sólo a solicitud del gobernador o del
Congreso del estado. Sin embargo, la nueva ley abre la puerta para que,
en otra violación al texto constitucional, el gobierno federal pueda
enviar a las fuerzas armadas a intervenir en los estados sin una
solicitud del gobernador o del Congreso del estado, y para atender
cuestiones de seguridad pública que nada tienen que ver con la guerra.
III. Finalmente, la Ley de Seguridad Interior representa un peligro
para la democracia. Contiene una definición amplísima de seguridad
interior y prevé el uso de las fuerzas armadas en discutibles asuntos de
seguridad interior. Dada la definición tan amplia de seguridad
interior, el gobierno federal podría utilizar a las fuerzas armadas para
reprimir manifestaciones populares si las califica, a su entera
discreción, de peligro para la seguridad interior. No parece mera
coincidencia que un gobierno acostumbrado al fraude electoral y con
bajísimos índices de aprobación emita una ley de esta naturaleza unos
meses antes de una elección federal. Resulta altamente preocupante que
el Ejército pueda ser utilizado, entre otras muchas cosas, para la
represión política.
Independientemente de estos asuntos, por demás delicados, lo que se
subraya por la repulsa tanto nacional como internacional a su vigencia
–el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos,
seis relatores de los grupos de trabajo en un solo comunicado (situación
sin precedente) y la exhortación ignorada del presidente de la Comisión
Nacional de los Derechos Humanos al Presidente de la República para
vetar la ley– se trata de una disposición que hiere al Ejército, so
pretexto de protegerlo legalmente, al convertirlo, en contra de su
origen popular y de su vocación de defensor de la nación y sus
instituciones, en arma de represión contra los ciudadanos. No podemos
aceptar que una institución aceptada y respetada por el pueblo sea
transformada en amenaza al mismo y en verdugo de la ciudadanía por un
perverso capricho del grupo en el poder para reprimir y perpetuarse en
contra de la voluntad popular.
No es gratuito, repito, que esto se dé cuando faltan seis meses para que los mexicanos elijan un nuevo gobierno.
Twitter: @jimenezespriu
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