Carlos Bonfil
Un parque temático de
la depredación. Ulrich Seidl, el documentalista austriaco que mejor
consigna los prejuicios y manías de sus compatriotas, añade en Safari,
su cinta más reciente, una mirada corrosiva a un pasatiempo, con
fuertes reminiscencias coloniales, de algunos turistas europeos en
África. Se trata de una cacería de temporada de bestias y especímenes
raros (ñus, impalas, jabalíes, cebras, venados y jirafas), misma que
ejecutan con precisión teutona, para luego disponer, sobre las paredes
de sus residencias veraniegas, el arreglo simétrico de las cabezas
cercenadas a manera de trofeos de una heroicidad satisfecha. Frente a la
cámara, la emoción de los cazadores parece genuina, casi conmovedora.
Se sienten convencidos de que la depredación de la fauna silvestre, muy
lejos de ser un crimen, es, en definitiva, un acto humanitario (
Matar animales permite preservarlos de las enfermedades y garantizar el futuro y propagación de la especie, argumenta sin vacilaciones un cazador joven). Otro cazador, ya veterano, señala que sólo se ejecuta a animales enfermos, aun cuando la cámara de Seidl desmiente esa falacia capturando, en directo, el sacrificio ocioso de una jirafa inerme y saludable.
La sangre de las bestias. Lo perturbador del nuevo documental de Seidl (autor de la trilogía Paraíso: Amor, Fe, Esperanza,
2012/13) es la ausencia de todo comentario externo, de un juicio
valorativo o de un preciso punto de vista del cineasta. Es evidente que
el espectador queda confrontado de modo muy directo con las atrocidades
de una cacería salvaje y a un posible grado de complicidad con los
depredadores en pantalla. Igualmente incómodo de observar es la manera
en que se dispone el cadáver de la bestia para la fotografía de familia o
la selfie memorable que habrá de inmortalizar la faena. Ese
ritual no es exclusividad de los turistas austriacos o alemanes, también
ha sido un muy difundido pasatiempo de la realeza española en los
infaustos tiempos del rey Juan Carlos.
Ulrich Seidl sigue metódicamente las rutinas del safari. Lo
mismo las actividades diarias de la familia de turistas excitados y
felices, que los intensos trabajos de la población negra de Namibia que
participa, como guía o asistente, en el tradicional safari consentido
por las corruptas autoridades locales. Resulta un poco obvio, sin
embargo, fotografiar a esos guías o a sus familiares a lado del conjunto
de cabezas de las bestias sacrificadas, como un trofeo más, igualmente
ignominioso. Mas interesante es la labor en los depósitos en que se
destazan los restos animales para eviscerarlos primero y extraer luego
sus pieles, hasta dejar restos de esa carne y esos huesos para consumo
de una población menesterosa. En muchas de sus declaraciones, los
cazadores manejan la misma lógica de los colonos de principios del siglo
pasado: la presencia de la civilización en un territorio salvaje, así
sea mediante algo tan aparentemente inofensivo como un safari,
proporciona seguridad y bienestar económico a la población autóctona,
aunque sólo se trate de migajas. Con una lógica más moderna, un cazador
señala a sus detractores que los sacrificios y las torturas de animales
en los rastros de las naciones opulentas no son menos inhumanos que lo
que se practica al aire libre en las sabanas africanas. Así, lo que
parecía un documental más sobre la depredación que hace el hombre de las
especies animales en extinción, pronto se transforma en un comentario
irónico acerca de la doble moral que, sobre estos temas, prevalece en
las sociedades occidentales. Nadie parece quedar al margen del duro
señalamiento. El realizador de Días perros (2001) y de Import/Export (2007) y ya antes, de Amor animal
(1996), contrapartida exacta de Safari, mantiene muy viva su larga
vocación de perturbador profesional de las buenas conciencias.
Se exhibe en la Cineteca Nacional.
Twitter: Carlos.Bonfil1
No hay comentarios.:
Publicar un comentario