CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Hace casi un cuarto de siglo, en 1994, la
disputa por el poder se desarrolló en medio de una violencia criminal
inaudita que derivó en el magnicidio del candidato presidencial Luis
Donaldo Colosio, pero hoy las campañas inician en un contexto aún más
cruento y envilecido, que exige del Estado y de los factores de poder
–incluidos partidos y candidatos– un deber mínimo para evitar que
degenere en una tragedia análoga o peor.
La responsabilidad política del asesinato de Colosio, los secuestros
de prominentes personajes como Alfredo Harp Helú y Ángel Lozada, así
como los asaltos y robos de alto impacto en 1994 recayó en Carlos
Salinas, el entonces presidente, como también el colapso financiero de
diciembre de ese año que derrumbó la economía, manejada con el único
objetivo de hacer ganar al candidato del PRI, Ernesto Zedillo.
Hoy, cuando es evidente que los grupos de poder político, económico y
religioso desean imponer como sea a José Antonio Meade –administrador,
por cierto, del saqueo del sexenio salinista de empresarios, banqueros y
políticos–, el presidente Enrique Peña Nieto debe verse en el espejo de
Salinas, que pasó a la historia como un sátrapa, y asumir un mínimo de
responsabilidad como jefe de Estado para evitar que el país se desangre
aún más.
Como jefe de las instituciones nacionales, Peña tiene la principal
responsabilidad política y legal de procurador, que la de suyo acalorada
confrontación política se mantenga en los cauces democráticos, siendo
garante de que los servidores públicos de los tres órdenes de gobierno
cumplan con sus deberes y eviten inmiscuirse en la disputa electoral.
Si decide inmiscuirse o al menos ser omiso, Peña enviará un mensaje
claro a gobernadores y presidentes municipales, así como a toda
autoridad, para que utilicen, como el gobierno federal, todos los
recursos económicos, políticos, mediáticos y criminales en la contienda
electoral para eliminar –aun físicamente– a adversarios y favorecer a
los propios, de un partido y de otro.
Los numerosos asesinatos de políticos de todos los partidos en los
días recientes, en varios puntos de la República, y los tres ataques
violentos a la campaña de Claudia Sheimbaum, en la capital del país, son
señales ominosas de que la violencia ha marcado ya el inicio de las
campañas –las precampañas son una simulación–, que urge frenar antes de
que escale a niveles de 1994 y descarrile al país.
Si en la propia capital de México, en céntricas delegaciones, a la
luz del día, y con individuos plenamente identificados –servidores
públicos incluidos–, los agresores están protegidos por las autoridades,
muy pronto ya no se lanzarán a los adversarios sillas, jitomates y
huevos, sino balas.
No sólo eso: Las agresiones impunes sólo alentarán la revancha de las
víctimas, en el inicio de un ciclo de violencia cada vez mayúscula que
alcanzará, como está ampliamente probado, a inocentes.
Ojalá haya la cordura desde la cúspide del poder, Peña en primer
lugar, pero las decisiones tomadas, incluida la Ley de Seguridad
Interior, esbozan la estrategia de generar miedo en la sociedad tanto
para que se abstenga de participar política y electoralmente como para
que, también por pavor, opte por el continuismo del modelo que, como en
1994 con Salinas, sólo dejó violencia, miseria, saqueo e impunidad…
Comentarios en Twitter: @alvaro_delgado
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