11/16/2019

Por qué la pornografía no puede ser feminista | Tribuna Feminista

Jurista, activista feminista, cofundadora de las Juventudes Feministas de España

LO PERSONAL ES POLÍTICO.
Opinar sin conocimiento de causa en plena sociedad de la información es ya un deporte de alcance internacional del que, aunque solo sea por honestidad moral, algunas personas nos negamos rotundamente a participar. Pero resistirse al relato de la ideología dominante que gobierna las dinámicas sociales no es tarea fácil y requiere poner en práctica lo que otrora fue una virtud –en su sentido aristotélico- al menos en la izquierda, el espíritu crítico, cuyo hábitat natural es el campo de la reflexión y cuya labranza exige un conocimiento cualificado y una capacidad analítica lograda. Y es, justamente, en esta trinchera donde todavía algunas personas alimentamos nuestra obstinación por combatir la deriva adánica del pensamiento crítico a la que asistimos hogaño, empeñadas en encontrar la roca madre que sustenta y las raíces por las que bebe la realidad que vivimos con el fin último de poder emitir una opinión informada sobre un asunto en concreto.
Sin embargo, en este plano de desarraigo intelectual en el que las ideas que germinan lo hacen regadas por la lógica liberal que nos sulfata, uno de los ámbitos por excelencia del pensamiento crítico que viene acusando con especial crudeza esta desvirtuación es el feminismo por obra y gracia de sus influencers –personas complacientes con el sistema que las mediatiza-. Y así, por ejemplo, escuchamos y leemos despropósitos tales como que la prostitución es un trabajo o que la pornografía puede ser feminista ¡de mujeres pertenecientes a círculos –autoproclamados- feministas!
Siglos de historia denunciando la apropiación y mercantilización que de nuestros cuerpos realiza el patriarcado capitalista y resulta que nuestra liberación sexual exigía no erradicar el sistema socioeconómico que nos oprime a las mujeres, sino escudriñar sus bondades y aprovechar las oportunidades que nos brinda para “empoderarnos” –nunca para obtener el poder que nos permita subvertir nuestra subordinación-. Y tan obvia le parece a quien prescribe esta fácil receta para poner fin a nuestra milenaria opresión que lo que se le presenta insondable es la postura de quienes decididas a abolir la pornografía en tanto que institución histórica de explotación sexual de las mujeres nos resistimos al relato de la ideología dominante que la blanquea asegurando nuestra entrada a la misma por medio del consentimiento y tolerando nuevas formas de seguir reproduciendo las mismas dinámicas de poder que apuntalan su arquitectura.
En esta línea, la pornografía, de la que el origen etimológico nos remite a la prostitución escrita y la evolución histórica nos emplaza a la prostitución grabada, está sometida a la misma correlación de fuerzas que el resto de explotaciones ejercidas sobre las mujeres y, consecuentemente, encuentra protección en las instituciones patriarcales capitalizadas encargadas de velar por la salvaguarda y la preservación del patrimonio cultural de la violación. Siendo así que –como se verá más adelante-, por un lado, la construcción política de la diferencia sexual y la feminización de la pobreza operadas por el orden contractual nos adscriben a las mujeres a la mercantilización de nuestros cuerpos como modo de poder realizarnos como mujeres –nunca como personas libres- y de poder prosperar económicamente; y por otro, el mismo sistema se encarga de legitimar socialmente nuestra explotación sexual por medio de la creación de la opinión pública.
la pornografía, de la que el origen etimológico nos remite a la prostitución escrita y la evolución histórica nos emplaza a la prostitución grabada, está sometida a la misma correlación de fuerzas que el resto de explotaciones ejercidas sobre las mujeres
Pero, con todo, quienes considerándose feministas afirman que la pornografía puede ser aliada del feminismo no son ajenas, al menos, a la función que esta cumple en la sociedad. Al contrario, son conscientes del papel que desempeña en el ámbito de la educación sexual de varones y mujeres; conocen su contribución a la cultura de la violación; saben de la deshumanización que realiza de nosotras. Y, precisamente, por ello y a la luz de la razón dominante su propuesta de resolución se encauza por aprovechar este histórico espacio de educación sexual patriarcal, del que el capital ha erigido todo un emporio, para instruir a nuestra juventud en la práctica de relaciones sexuales libres e igualitarias. Es decir, la solución de quienes defienden la instrumentalización por el feminismo de la pornografía pasa por asumir la lógica patriarcal capitalista que rige las relaciones sexuales y, por extensión, sociales entre mujeres y hombres para poner fin, en última instancia, a nuestra situación de opresión que trae causa de aquella.
De forma que, al hilo de esta bobina discursiva, cabe esperar no solo que todos sus esfuerzos devengan estériles, sino anticipar que su loable empresa adolecerá de nulidad de pleno derecho en la medida en que su mera puesta en marcha estará reproduciendo los vicios que sobre el efectivo ejercicio de la libertad sexual pretende enmendar para, a la postre, concluir que la estrategia de quienes reconocen en la pornografía una oportunidad para modificar las relaciones de poder entre los dos sexos no se sostiene, en ningún caso, sobre el cuerpo teórico que la crítica feminista radical ha venido levantando sobre la alianza entre el patriarcado y el capitalismo, cuya centralidad me propongo, simplemente, esbozar en estas líneas para intentar justificar por qué la pornografía, aun cuando preconice otro modelo de sexualidad alternativo al hegemónico y dé cabida a otros cuerpos, nunca será feminista.
En este propósito, desbrozar la crítica feminista a la pornografía y, por derivación, a la prostitución nos retrotrae, necesariamente, a la génesis del patriarcado moderno –cuyas estructuras de poder sobreviven en el orden social actual- y, paralelamente, del liberalismo económico –bajo cuyo halo surgiría en la pasada década de los setenta su digno sucesor-, para rescatar de la historia del contrato social- sexual los conceptos patriarcales de contrato e individuo. Y ello porque, como bien explica Carol Pateman (1988) en su célebre crítica a la teoría clásica del contrato, El contrato sexual, si la subordinación y explotación de las mujeres ha sido posible desde la celebración del contrato social original hasta nuestros días a través de su reproducción ad infinitum, lo ha sido al amparo de esta concreta conceptualización.
LA ESTRUCTURA SOCIAL DEL ORDEN CONTRACTUAL: LA CONSTRUCCIÓN POLÍTICA DE LA DIFERENCIA SEXUAL.
La historia del contrato social- sexual nos muestra cómo la consolidación del patriarcado moderno se fraguó con el paso del estatus al contrato o, dicho de otro modo, con el derrocamiento del derecho paterno –el poder de un hombre en tanto padre- y la instauración del derecho político masculino –el derecho de un hombre en tanto varón- o, en palabras de Adrienne Rich (1980), la ley del derecho sexual masculino. En efecto, el contrato original transforma el patriarcado paternal clásico en el patriarcado fraternal moderno y lo hace por medio de la creación de un nuevo orden social, la sociedad civil, dividida en dos esferas teóricamente contrapuestas y mutuamente dependientes, la esfera pública y la esfera privada, de la forma que sigue: el pacto originario entre hermanos genera el mundo público de la ley civil, de la libertad, de la igualdad, del contrato y del individuo; y, seguidamente, establece la dicotomía entre la esfera natural privada y la esfera civil pública con base en la diferencia sexual existente en la condición natural humana, que se constituye ahora como una diferencia política en la medida en que los varones quedan adscritos por medio del contrato original al reino de la libertad civil, mientras que las mujeres quedamos rehenes del reino de la sujeción civil en armonía con el orden de libertad y sujeción existente en el estado de naturaleza, que dota de diferente racionalidad a hombres y mujeres en la versión clásica de la historia del contrato.
De este modo, las mujeres somos incorporadas a una esfera que es y no es, simultáneamente, parte de la sociedad civil, pues si bien la esfera privada se constituye como un elemento esencial del orden social contractual, sin embargo, está nítidamente separada del mundo civil público, lo que, de hecho, traduce las distintas categorías y puntos de acceso a la sociedad moderna de varones y mujeres. Así, por una parte, al paso que los varones acceden a la sociedad civil como individuos a través de la réplica diaria del contrato originario del que fueron parte; por otra, las mujeres, sobre las que recae el objeto mismo del contrato, accedemos a ella en tanto que mujeres por medio de los dos únicos contratos para los que resulta que sí poseemos la capacidad natural de consentir que es universal en los hombres: el contrato de matrimonio y el contrato de prostitución.
En este orden de cosas, la explicación patriarcal de la masculinidad y la feminidad, esto es, de lo que es ser hombre y mujer –o lo que, siguiendo la lógica contractual, hemos venido en llamar género- se construye en torno a la figura del individuo, que adquiere la plenitud de su significado en relación con el contrato más importante que es capaz de realizar: el contrato de la posesión de la propia persona. Esto es, la doctrina contractual establece la propiedad del individuo en los atributos y capacidades de su persona y fija como único límite al uso que legítimamente pueda hacerse de ellos su acceso por medio de un contrato. Y, así, la libertad civil masculina consiste, entonces, en la libertad de celebrar contratos que, toda vez que reproducen el contrato social originario, generan siempre relaciones de dominación y subordinación. Siendo, justamente, esta idea clásica de libertad contractual irrestricta del individuo como propietario de sí mismo contra la que el marxismo y el feminismo radical se rebelarían y que, no obstante sendos esfuerzos y el ulterior, aunque débil, reconocimiento de los derechos personalísimos –aquellos que son innatos a la persona y cuya privación supondría la aniquilación de su personalidad, tales como la vida, la salud o la intimidad- en las constituciones de todos los Estados liberales occidentales, ha pervivido hasta nuestros días.
LA ENTRADA COERCITIVA AL CONTRATO: EL MITO DE LA LIBRE ELECCIÓN.
La ficción política de que el contrato es el arquetipo de las relaciones libres e iguales o, si se quiere, que la libertad es contrato y posesión refleja la identidad política de mujeres y hombres toda vez que, a través del espejo del contrato original, podemos vernos como ciudadanas/os pertenecientes a una sociedad libre e igualitaria. Sin embargo, la situación de sujeción de las mujeres en el mundo de la libertad civil –cuyo fantasma vaga hoy por las jurisdicciones de muchos estados occidentales- provoca que la identidad de las mujeres se vea continuamente atravesada por la contradicción de representar todo lo que el individuo no es y, al mismo tiempo, ser parte integrante de la ciudadanía. Contradicción que, prima facie, parece superada con el reconocimiento de la plena igualdad jurídica entre sexos en el escenario de la postmodernidad; empero, en tanto ese reconocimiento se lleva a cabo en el contexto de la desigualdad social intrínseca a la sociedad civil, tal contradicción, lejos de superarse, sobrevive en la más absoluta oscuridad.
En este sentido, si bien las mujeres hemos alcanzado en este siglo la mayoría de edad merced a la equiparación de nuestra capacidad de obrar a la de los hombres, no obstante, continuamos atrapadas en la desigualdad estructural –esfera pública/esfera privada- y consiguiente división del trabajo –trabajo productivo/trabajo reproductivo- que organiza y perpetúa el orden contractual y, aún más y como consecuencia de ello, nuestra progresiva incorporación al mercado laboral ha desencadenado en los Estados liberales un cohorte de medidas de conciliación para intentar dar solución al conflicto trabajo/familia en detrimento de una verdadera política de igualdad en la diferencia sexual que ahonde en la resolución de la causa de este conflicto.
En todo caso, el reconocimiento formal de la igualdad entre mujeres y hombres ha dado el último paso desde el patriarcado de coerción hasta el patriarcado de consentimiento, donde, como señala Ana de Miguel (2015), la desigualdad ya no se reproduce por la coacción explícita de las leyes, sino a través de la libre elección de los mandatos sociales que dicta la construcción política de la diferencia sexual. De hecho, el mito de la libre elección sobre el que descansa el contrato original al sustraer el ejercicio de la libertad civil de la situación social del individuo despliega ahora todos sus efectos sobre las mujeres y explica mejor que nunca que las mujeres elegimos ejercer la prostitución y ser grabadas ejerciéndola. Ello, no obstante, cuando la construcción patriarcal de la feminidad que asegura nuestra subordinación sexual a los varones, por una parte, y la feminización de la pobreza que sigue a la división sexual del trabajo, por otra, salen a la luz, queda impugnado, pues no hay libertad en el sometimiento al deseo sexual masculino como tampoco la hay en la necesidad económica. Y es que el contractualismo se niega a aceptar lo que al feminismo radical le parece de Perogrullo, esto es, que sin igualdad social es impensable el ejercicio de la libertad universal.
LA CONEXIÓN INTEGRAL ENTRE SEXUALIDAD E IDENTIDAD.
En su línea editorial, la doctrina del contrato asume que los individuos pueden ser separados de cuerpos sexualmente diferenciados para justificar que los contratos que implican la propiedad de la persona puedan establecer relaciones libres e iguales y crea, así, la ficción política de la fuerza de trabajo. Desde este punto de vista, tanto el/la trabajador/a como la prostituta en su modalidad de actriz porno, lejos de venderse a sí mismas, se limitan a contratar en el mercado el uso de distintas partes de la propiedad de su persona. Sin embargo, en la medida en que el contrato de empleo le otorga al/a la empleador/a el derecho de dirección sobre el uso del trabajo del/de la obrero/a, esto es, sobre el uso de su persona y de su cuerpo durante el tiempo que dure el contrato, lo mismo que el contrato de pornografía otorga al/ a la directora/a de la pieza el derecho de mando sobre el uso sexual del cuerpo y de la persona de la actriz porno durante igual tiempo, el capitalismo no contrata –porque no puede contratar- el uso de los servicios o la fuerza de trabajo del proletariado, sino el uso mismo de las personas. Y ello porque, si bien el cuerpo y el yo no son idénticos, les une una relación integral. Siendo así que los/as dueños/as de los medios de producción no reclaman ficciones no- corpóreas de servicios o de la fuerza de trabajo, sino que lo que contratan es el uso de los yos humanos corpóreos que son quienes pueden disponer y realizar el trabajo que se les exige disciplinada y fielmente.
Con todo, existe una diferencia incontrovertible entre cualquier contrato de empleo y el contrato de prostitución grabada toda vez que este último afecta la identidad sexual. En este sentido, la construcción patriarcal de la masculinidad y la feminidad como la diferencia entre libertad y sujeción obliga a la actriz porno a distanciarse de su uso sexual para autoproteger su sentido del yo, lo que, a menudo, desencadena en trastornos disociativos de despersonalización- desrealización. Y, aún más, la ficción política de que la prostituta puede pactar el uso de sus servicios sin detrimento de sí misma se desvanece cuando se continua leyendo el historial médico que comparten muchas actrices porno, en el que es igualmente recurrente el diagnóstico del trastorno por estrés postraumático.
la prostituta por autoprotección construye el relato que sobre su uso sexual reproducen muchas de las actrices porno: al observarse a sí mismas y sus acciones desde un punto de vista externo,
En cualquier caso, la disociación cuerpo- mente que opera la prostituta por autoprotección construye el relato que sobre su uso sexual reproducen muchas de las actrices porno: al observarse a sí mismas y sus acciones desde un punto de vista externo, no se perciben como mujeres subordinadas a la satisfacción sexual masculina, sino como individuos libres ejerciendo su derecho a poner al mando de un varón el uso sobre la propiedad sexual de su persona. Pero tal ficción acaba claudicando, la mayor de las veces –por desgracia- más tarde que temprano, ante la realidad que se cierne sobre ellas; aunque, para entonces, sus vidas ya están en buena parte destrozadas.
LA MERCANTILIZACIÓN DEL SEXO COMO VICIO DE LA AUTONOMÍA Y LA LIBERTAD SEXUAL.
Cuando se asume la lógica del contrato, el hecho de que la propiedad que ostenta el individuo sobre su persona sea susceptible de intercambio mercantil no genera la menor convulsión social. Esto, no obstante, entra en conflicto, desde la perspectiva feminista, con el ejercicio de los derechos a la autonomía y a la libertad sexual de las mujeres por cuanto si bien la sexualidad, en su condición de comportamiento relacional, se halla sometida a la cosoberanía de, al menos, dos voluntades susceptibles de concurrir por medio del consentimiento, tal consentimiento se presta –como se ha visto- en el contexto de la desigualdad social que articula el contrato original y perpetúa su réplica diaria y que, en último término, traduce la desigualdad económica a través de la división sexual del trabajo.
En este plano, la defensa feminista del deseo sexual como único punto de partida válido del consentimiento es derrotada cuando el sexo se mercantiliza, pues el consentimiento deja de constituirse como el vehículo a través del cual se exterioriza el deseo sexual en tanto pulsión interna, para convertirse en el acto por el que una persona acepta o no se opone a lo que otra le ordena a cambio de una contraprestación económica que pretende contrarrestar su situación de desigualdad. Y, precisamente, de ello se sigue que la retribución de una relación sexual no deseada ni consentida no puede significar la diferencia entre una violación y el desempeño de un trabajo que nos permita a las mujeres consentir semejante trágala.
De esta forma, el sometimiento del sexo a la ley de la oferta y la demanda que rige el mercado de bienes y servicios arranca la sexualidad del escenario de libertad que le es propio en tanto que parte integrante de la identidad e impone la acepción contractual del consentimiento en detrimento del deseo como elemento esencial de la relación sexual, entendida ahora como una mera transacción económica en la que el objeto del contrato –como se ha dicho- es el acceso al cuerpo de las mujeres. Y, en este sentido, la mercantilización del sexo o la liberalización de la sexualidad conlleva nuestra deshumanización y vacía de contenido tanto nuestra autonomía como nuestra libertad sexual.
la defensa feminista del deseo sexual como único punto de partida válido del consentimiento es derrotada cuando el sexo se mercantiliza
Con todo, en una sociedad feminista donde la diferencia sexual no significara la diferencia entre libertad y sujeción y, por tanto, se hubieran removido los obstáculos para que las condiciones sociales nos permitieran a las mujeres el desarrollo de una feminidad autónoma o, de otro modo, se hubiera abolido el orden contractual que funda el patriarcado capitalista y se hubiera optado por otra forma de consenso social que no generara situaciones de dominación y subordinación que habilitaran la posterior explotación humana, lo que necesariamente implicaría la socialización de los medios de producción, la prostitución y la pornografía, por derrumbarse toda la estructura que las vertebra, caerían con ella. Y si habría de haber sexo grabado para enseñar un modelo de sexualidad libre e igualitario o estimular el deseo sexual de mujeres y varones, en ningún caso las personas intervinientes en dicha práctica obtendrían ventaja económica alguna, lo que únicamente dejaría la puerta abierta a una plataforma pública sin ánimo de lucro que albergara vídeos sexuales caseros realizados y remitidos con la aprobación de las partes interesadas en realizar tal liberalidad de su intimidad al acervo cultural del sexo.
Pero la prostitución y la pornografía –reflexionen bajo la tenue luz feminista que atraviesa esta tronera del liberalismo- nunca serán un trabajo como otro cualquiera ni, mucho menos, feministas.

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