Hace poco, la revista Scientific American
publicó un artículo sobre las razones por las cuales la comunidad
científica ha tendido a subestimar la velocidad y la gravedad del cambio
climático. Es una historia que hay que escuchar y que, además, nos
atañe muy especialmente, porque en México la política del avestruz ante
el cambio climático se ha justificado una y otra vez, y con la canción
de siempre. La lucha por el medio ambiente es, dicen, una preocupación
de primer mundo, y “nosotros, aquí, tenemos asuntos más urgentes. Además, ¿para qué invertir en limitar las emisiones? ¡Que lo arreglen los yanquis, que para eso son ricos!”; Y también,
¿para qué invertir en investigación científica? ¡Que inviertan los yanquis, que para eso tienen dinero!Es decir, que se preocupen ellos.
Y así en México no dejamos de porfiar en la idea de que el medio
ambiente es un lujo frívolo. Haríamos bien en recordar que de los 14
líderes ambientalistas que fueron asesinados en México el año pasado, 11
eran indígenas. Y en los primeros nueve meses de 2019 ya llevábamos
otros 12 ambientalistas asesinados, todos ellos luchadores sociales, y
varios también indígenas. Pero eso sí, seguimos con la cantaleta de que
el cambio climático es un tema fifí, y que la gente común y
corriente tiene otras preocupaciones. Y pensamos que está bien apostar
todo el capital político granjeado en las elecciones de 2018 en Pemex.
Poco importa que los niveles de azufre del combustóleo mexicano sean
siete veces mayores a la norma internacional. ¡Ya sabremos respirarlo!
Creemos, contra toda la evidencia, que México es eterno, y que
sobrevivirá a cualquier cosa. Y con esa fantasía nos desentendemos.
Y vuelvo a la cuestión de por qué los científicos subestimaron la
velocidad con la que se viene el cambio climático, porque tiene que ver,
justamente, con la presión política y económica que hay en pro de
ignorar. En el corto plazo, ignorar reditúa.
La historia va más o menos así. El primer artículo científico que
alertó de que el cambio climático acelerado era siquiera una
posibilidad, se publicó en 1975. Hasta ese momento, el cambio climático
se entendía como un fenómeno que tardaba miles de años en transcurrir, y
que se producía por cambios en el eje de rotación de la Tierra y los
movimientos de las placas tectónicas. Cuestiones de tiempo geológico y
astronómico, y no de la historia humana. No fue sino hasta 1993, ante
los resultados de estudios de placas de hielo en Groenlandia, que se
llegó a un consenso, en el sentido de que estamos ante un proceso de
calentamiento global acelerado y generado por la actividad humana.
Aún así, se subestimaron gravemente los tiempos y los costos que
conllevaría el calentamiento. Así, en los años 90, el panel sobre el
cambio climático de la ONU afirmaba que las placas de hielo de la
Antártida no estaban en riesgo. En 2014 ya se declaró que el colapso de
la placa de hielo de la Antártida occidental es irreversible, y que para
el año 2100 su escurrimiento habrá aumentado el nivel de los océanos
por alrededor de dos metros, lo que significa que quedarían inundadas
ciudades como Nueva York, Hong Kong y Londres. Países enteros, como
Bangladesh, que tiene 170 millones de habitantes, quedarán prácticamente
sumergidos.
De manera parecida, se tendió a subestimar los costos económicos que
vendrían con el cambio. Incluso el año pasado le dieron el premio Nobel a
un economista, William Nordhaus, que hizo cálculos completamente
errados de los costos y beneficios que tendría el efecto invernadero. El
huracán Sandy (2012) le produjo daños por arriba de 5 mil millones de
dólares al metro de Nueva York, que nunca antes se había inundado; el
huracán Harvey (2017), por su parte, le costó 125 mil millones de
dólares a la ciudad de Houston. El mar se ha estado calentando a un
ritmo mucho más acelerado de lo que se pensaba hace apenas cinco años,
lo que garantiza que habrá muchos más huracanes por el estilo.
Entonces, ¿por qué han tardado los científicos en darse cuenta del
tamaño de los daños y de la velocidad del cambio climático? En parte, ha
habido motivos científicos, desde luego –se han desarrollado mejores
técnicas de observación y medición, por ejemplo– pero Scientific American
muestra que lo principal fue la tendencia que tiene siempre la ciencia a
hacer estimaciones conservadoras para buscar consenso, y ese
conservadurismo aumentó sensiblemente por la presión política y
económica a la que fueron sometidos los científicos. Así, por ejemplo,
el presidente G. H. W. Bush (2001-2009) era negacionista respecto del
cambio climático, como han sido todos los gobiernos republicanos. Ante
los resultados de la ciencia, los políticos conservadores tenían siempre
otros datos. Consideraban que la Biblia contenía teorías científicas.
Trataban a toda la labor de la ciencia como si se tratara de una mera
elucubración, y le cortaban fondos a la investigación en áreas que
temían pudieran arrojar resultados incómodos. Ridiculizaban a los
científicos. Todo eso los fue volviendo más y más cuidadosos, más y más
conservadores en sus estimaciones de la gravedad del caso.
Durante el verano de 2019, las temperaturas en el Ártico llegaron a 26 grados centígrados.
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