Miguel Concha
El próximo 13 de
noviembre se cumplen 30 años de la masacre de los seis jesuitas de la
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas de San Salvador, y dos de
sus trabajadoras, por efectivos del batallón de élite Atlacatl. Se tiene
además noticia de que la Corte Suprema de Estados Unidos despeja el
camino para extraditar, por fin, al coronel salvadoreño que ordenó su
muerte. Ellas y ellos son, Elba Ramos, ama de llaves; su hija
adolescente, Celina; Ignacio Ellacuría, rector; Ignacio Martín-Baró,
vicerrector y jefe del Departamento de Psicología; Segundo Montes,
profesor de teología; Juan Ramón Moreno, director espiritual y ex
presidente de la Conferencia de Religiosos de Panamá y Nicaragua; Amando
López, profesor de filosofía, y Joaquín López y López, director de los
Colegios Fe y Alegría de El Salvador.
En entrevista concedida el pasado 24 de octubre al semanario estadunidense National Catholic Reporter (https://www.ncronline.org),
el P. Jon Sobrino S.J., quien venturosamente se libró de ser ejecutado,
por encontrarse en esos días en una conferencia de teología en
Tailandia dirigiendo un taller sobre Jesús crucificado,
recuerda el coraje que le dio el asesinato de las dos primeras personas,
pues al fin y al cabo el de los jesuitas en aquellos días era hasta
cierto punto previsible, pero el de las dos mujeres inocentes resultaba
totalmente inexplicable.
En un mundo entonces políticamente polarizado entre el oriente, ateo y
comunista, y el occidente, cristiano y democrático, era muy fácil, en
efecto, estigmatizar en bloque a los partidarios de la teología de la
liberación como absolutamente marxistas y comunistas. Y un informe
publicado por la Organización de las Naciones Unidas (1993) planteaba
que el objetivo principal de la agresión era el rector Ellacuría, y que
los demás fueron asesinados para eliminar testigos. Recuerdo que
entonces la Universidad Nacional Autónoma de México publicó, de manera
extraordinaria, en los principales diarios de circulación nacional una
esquela en la que subrayaba la saña con la que los soldados se habían
cebado contra la cabeza de Ignacio Ellacuría, destruyéndola a culatazos,
como símbolo de la aversión que le producía su pensamiento estructural
sobre la injusticia y la violencia de la oligarquía salvadoreña. Vano
intento por tratar de aniquilar la libertad de pensamiento y el
compromiso ético de la inteligencia por la verdad y la justicia, pues
hoy en día son muchas las investigaciones que se han venido haciendo
para comprender mejor y desarrollar su pensamiento, y muchas de las
cátedras e instituciones académicas que, sobre todo en Iberoamérica,
llevan su nombre o se encuentran inspiradas por él. Prueba de ello es el
libro Ignacio Ellacuría en las Fronteras, coordinado por Óscar
Arturo Castro Soto, Luis Mauro Izazaga Carrillo y Helena Varela Guinot,
de la cátedra de análisis de la realidad política y social, del
Tecnológico Universitario del Valle de Chalco, que también lleva su
nombre, y que próximamente será presentado en varias sedes y
exposiciones, dentro y fuera del país.
Como explica Jon Sobrino en el reportaje mencionado, para Ellacuría
los males que debían superarse, y que de alguna manera desgraciadamente
siguen, eran obvios:
pobreza, empeoramiento de la explotación, la escandalosa brecha entre ricos y pobres, la destrucción ecológica, así como la perversión de los avances reales en democracia y la manipulación ideológica de los derechos humanos. Como explican los autores del libro mencionado, para Ellacuría
Las violaciones a los derechos humanos son en sí mismas aspectos negativos de la historia y la humanidad tiene que liberarse de ellos. Sin embargo, el proceso de liberación tiene que caminar hacia algo distinto, hacia la utopía de un mundo mejor. Así, la liberación no es la libertad en abstracto, sino el tránsito de una situación negativa a otra positiva en permanente reconocimiento y construcción histórica(p. 11). Por ello,
en repetidas ocasiones habló contra la deshumanización, la degradación y la prostitución del espíritu, sobre las cuales se decía y todavía se dice muy poco.
Para Sobrino, como para Ellacuría, su mentor,
para sanar a una civilización que está muy enferma, necesitamos de alguna manera el aporte de los pobres y las víctimas. Y por cierto, a propósito de Jesús crucificado, del que se ocupaba Sobrino en Tailandia, mientras sus hermanos eran salvajemente ejecutados, el 15 de octubre pasado, con ocasión del 40 aniversario del Centro de Estudios Sociales y Culturales Antonio de Montesinos, el teólogo español Juan José Tamayo recordaba en un conversatorio que cuando sacaban de su habitación el cadáver de Ignacio Ellacuría, cayó inesperadamente de uno de los estantes sobre su cuerpo el libro de Jüngern Moltmann El Dios crucificado, la cruz de Jesucristo como base y crítica de toda teología cristiana, el cual quedó impregnado con la sangre del rector recién sacrificado. Lo que desde entonces dejó profundamente impresionado a su autor.
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