3/21/2020

La mujer



Quizá debiera estar en plural el título de esta colaboración; en singular es un concepto universal, el sustantivo así, precedido por el artículo la, indica una idea sin contorno, sin relación con tal o cual persona del género femenino, es una abstracción; abarca a todas las que han existido y aun aquellas que sólo han sido imaginadas. La mujer es también el título de un libro de finales del siglo XIX de don Severo Catalina que, con el criterio que sobre el género femenino se tenía entonces, comparte sus reflexiones sobre las que llama hijas de Eva; algunas de sus disertaciones son superficiales, otras agudas, pero todas adecuadas al pensamiento que hoy parecería conservador y sin duda en choque frontal con las corrientes feministas que prevalecen y que a una distancia de unos pocos días, con las marchas y el paro generalizado, nos obligan a reflexionar.
Severo Catalina está cerca de los conceptos, juicios y prejuicios que aprendí en casa, en la escuela y en mi convivencia social; mis ideas al respecto, que han ido cambiando, no las catalogo como machistas y menos misóginas, pero algunas de las decimonónicas convicciones de don Severo han cruzado varias generaciones y, con algún matiz, puede que se me hayan convertido en actitudes no muy meditadas.
Una de las celebradas frases de este teórico del feminismo antiguo, de nuestros bisabuelos, es esta: La buena educación de la mujer es para que sea, ni tan presuntuosa que ralle en el orgullo de las letras, ni tan humilde que toque en la ignorancia de las últimas capas sociales. [...] Esta buena educación, acabemos, no es otra que la educación cristiana que dulcifica las horas de la mujer, no a una edad determinada, sino en todas las edades de la vida.
Como se ve, el patriarcado, en tránsito de desaparición, en mi opinión, no fue en el mundo occidental, en especial en América Latina, en Francia, en España y en otro países europeos, tan extremista; fue matizado y envuelto en la capa protectora de la caballerosidad y la cortesía; éramos machistas, pero se cedía el asiento a las damas, se quitaba uno el sombrero ante ellas y no se decían las palabrotas que en esa época se usaban sólo entre los varones; hoy, muchas mujeres se saben más y las dicen con mayor contundencia que los hombres.
El trato discriminatorio a la mujer en la parte del mundo en que se extendió el cristianismo, que reconoce que mujeres y hombres reciben por igual la gracia y la paternidad divina; fue moderado. El patriarcado ha estado presente, pero muy lejos de la exclusión total que hay para las mujeres en el mundo musulmán; en él, el velo y las ropas talares, así como el harem y las huríes, definen que la mujer está excluida de la vida pública, de la educación y de una mínima relación de igualdad; algo peor, podemos decir de la costumbre del extremo oriente, donde ceñían con vendas los pies de las niñas, para que éstos no crecieran y así, con los pies deformes, tuvieran que caminar toda su vida con pequeños y graciosos pasos, propios para evitar la huida y quizá para estar al alcance de los varones o peor aún, las costumbres bárbaras de la mutilación del órgano sexual femenino en algunas partes de África.
El sociólogo francés Émile Durkheim, en sus Reglas del método sociológico, sostiene que el objeto de estudio de la sociología no es un fenómeno biológico, ni físico, ni sicológico; es exclusivo de esta ciencia, no puede encontrarse en individuos aislados, debe ser un fenómeno colectivo, de la comunidad. Dur­kheim dice que este hecho estrictamente sociológico, es la división del trabajo y que en la prehistoria y en los inicios de la historia que apenas vislumbramos, la primera gran división del trabajo fue la que se dio entre los géneros masculino y femenino; los hombres, más fuertes y más rápidos, salían a cazar y a recolectar lo que llamaríamos insumos, las mujeres se quedaban en la aldea o en las cuevas, a cultivar terrenos cercanos, a cuidar a la prole y guardar las pequeñas posesiones de la comunidad.
Dice también que en la medida en que una sociedad es más desarrollada, el trabajo cambia de la división homogénea, primitiva, de cantidad; todos hacen lo mismo, cada uno según sus fuerzas; a la división más especializada, a la división heterogénea de las funciones.
Hoy parece que estamos en el umbral de un gran cambio, la primera gran división del trabajo de la que todavía quedan vestigios como un modelo muy atenuado, claramente presente a finales del siglo XX, está por desaparecer en el siglo XXI. Hombres y mujeres, parece, podremos elegir actividad y trabajo, en el área que cada quien escoja, según su vocación y según su determinación. Los últimos rasgos del viejo concepto, que discrimina a las mujeres y las coloca en sitios socialmente distintos e inferiores, se desvanecen, se derrumban, parece que esto es irreversible; nos acercamos a una estructura social en que impere la equidad, la igualdad y la justicia, sin distingos injustos entre mujeres y ­hombres.

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