No sólo de pan...
No toda la buena fe es
desdeñable, no toda es bandera de cortos de entendimiento pero buenos
sentimientos, ni de ignorantes pródigos en buenas intenciones. ¿La
prueba? Su contrario: la mala fe. Ésta sí, enarbolada por gente
inteligente pero malévola, capaz de hacer mucho daño con plena
intencionalidad arrastrando multitudes enardecidas de odio. Porque la
mala fe proporciona combustible a entrañas ardientes de deseos
frustrados, uniendo individuos disímiles hacia un mismo fin: dañar. Dañar lo que esté de moda dañar, máxime si es representativo de un espectro enemigo, como sería una clase social opuesta a la que se cree o se desea pertenecer.
No es pues de extrañarse, que el hombre público con mayores
responsabilidades hacia su sociedad, tenga la mirada más preventiva y
avizora que la escucha abierta. Pero, siendo de sabios
escuchar al más pequeño de los pequeños o a los de menos voz entre los
sin voz, y no sólo escuchar demandas inmediatas ante carencias
seculares, sino escuchar sus necesidades históricas y previsiones
ante el tiempo futuro, a fin de preservar los cimientos de una vida
satisfactoria en todos los campos, acorde a la propia cultura y fondo
sobre el que se construye cada individuo social, la escucha del
Presidente de la República debe evitar la ruptura sin remedio de la
memoria productora de los campesinos mexicanos, impedir que se pierdan
para siempre en la lógica capitalista, que convierte incluso las
tradiciones en mercancías y no sólo vacía de sentido el trabajo, sino
empobrece los suelos y envilece la calidad sensorial de las cocinas.
¿De qué sirve ahondar la competitividad entre productores del campo,
si no es concentrar la tierra en pocas manos, dejando en rango de
leyenda, si bien le va, la práctica del tequio? Habemos muchísimos
estudiosos del tema del campo desde sus distintos ángulos y de buena fe
y, para nosotros, ya no es cuestión de pedir, sino de exigir ser
escuchados y con buena fe (que el Presidente sí tiene). Porque una cosa
es afianzar la economía de libre mercado con el T-MEC y otra es conceder
TODO el espacio productor de alimentos en territorio mexicano a los
intereses del capital (mexicano o no) representado por los monocultivos,
los fertilizantes e insecticidas, el riego parcialmente distribuido, el
mejoramiento de semillas procedentes de tecnologías impredeciblemente
peligrosas para la sustentabilidad humana y planetaria, sin contar con
la descomposición de los lazos comunitarios.
Si en el discurso oficial se acepta la sabiduría ancestral de los
pueblos originarios y se afirma respetar sus culturas, ¿por qué no se
traduce en la política agraria? Urge programar la recuperación de los
suelos para cultivar las milpas, tan variadas como ecosistemas tenemos,
urge que los cuadros salidos de escuelas de agronomía reciban una
formación exhaustiva y respetuosa en las técnicas ancestrales, antes de
que mueran los últimos que hoy las dominan. Urge escuchar sin prejuicios
del siglo XXI a quienes protegieron lo que nos queda de sano. Porque
quienes obligaron a devastar bosques y selvas para la siembra de
sobrevivencia, fueron los mismos que hoy programan monocultivos
capitalistas de frutales y maderables. Programa que lleva a los milperos
a tirar más selva a cambio de las monedas de un Judas oculto.
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