Bernardo Barranco
Sin duda, la vida es otra bajo
la amenaza del coronavirus. La manera en que organizamos la
cotidianidad se ha visto trastocada por la pandemia. Cuándo hubiéramos
imaginado que Italia, Francia y España declararían tiempos de excepción,
cerrando sus fronteras y limitado el libre tránsito de las personas.
Confinamiento obligatorio. Impensable, el discurso de Macron que declara
un estado de guerra contra el virus y llama a la unidad de todos los
franceses. Sin ejércitos ni divisiones militares, el Covid-19 se erige
como un poderoso enemigo que en sólo unas semanas ha puesto en jaque la
soberbia civilización occidental. Las grandes economías del planeta se
han cimbrado y la sombra de la recesión inquieta. La emergencia
sanitaria ha provocado un colapso mundial, las bolsas han caído, la
actividad económica y el comercio se han contraído y por lo mismo cayó
el precio del petróleo. La irrupción del coronavirus en la era global es
la primera pandemia que se expande en un mundo altamente
interconectado. Una civilización global intensamente interrelacionada
que facilita, como nunca, el contagio. Pareciera que seguimos un guion
catastrofista de un filme de ciencia ficción. Imágenes insospechadas,
como la del papa Francisco bendiciendo desde su balcón ante una plaza de
San Pedro despoblada. Las tradicionales avenidas y parques de Madrid y
París lucen vacíos, fantasmales. Sin estar infectados físicamente, el
coronavirus ha contagiado el ánimo de los pueblos a través de los
medios. El virus se ha apoderado de toda la centralidad de la agenda
mediática. Pero existe también la llamada
infodemia, fake news o desinformación que circula en Internet y medios de comunicación con respecto al Covid-19. Creando confusión como agravante de la crisis sanitaria, que obstaculiza las medidas de contención del brote, propagando pánico y generando desorientación. Algunos medios en Occidente, poco profesionales, nos han hecho sentir que vivimos tiempos terroríficos y hasta escatológicos con afectación de sicosis colectiva.
Resurgen las miradas apocalípticas sobre la amenaza de extinción de
la humanidad. Pese a que es menos mortífero que otras epidemias, el
coronavirus se presenta como el eschaton, es decir, el fin del
tiempo y del mundo, previsto en religiones con creencias escatológicas.
En las religiones abrahámicas, suponen una transformación hacia la
redención final.
El temor a la devastación por epidemias ha estado presente a lo largo
de la historia de la humanidad. En la Edad Media, Europa se vio azotada
por pestes y hambrunas. Sarampión, viruela y cólera cobraron millones
de vidas. Durante el siglo XIV falleció más de un tercio de la población
europea, 60 millones, a causa de la peste negra, llamada así por las
manchas oscuras que anunciaban su presencia. Ahora sabemos que la
enfermedad era peste bubónica. Para la población eran signos de muerte,
de rebeliones populares y de castigos por pecados cometidos, personales y
colectivos, lo cual se traducía en pesimismo y desesperanza. En México
cerca de 80 millones de habitantes sucumbieron a las enfermedades que
portaron los españoles durante la Conquista y los primeros años de la
implantación de la Colonia.
La Biblia, el libro sagrado del cristianismo, registra en sus pasajes
pestes y plagas enviadas por Dios a comunidades o ciudades como parte
de castigo divino. Generalmente las pestes son encauzadas ante faltas
graves del ser humano y representan la acción punitiva de Dios. En el
relato bíblico abundan ejemplos de que el castigo divino es provocado
por la insensatez y el pecado del hombre. Desde el Génesis Adán y Eva
fueron responsables de alterar el curso de los designios divinos al
comer el fruto prohibido del árbol de la sabiduría. En el libro del
Éxodo, Yahvé es implacable con el pueblo egipcio al negarse a liberar a
los esclavos judíos. Envió 10 plagas y fueron devastadoras. Otro pasaje,
entre muchos otros, lo encontramos en el Apocalipsis. El lenguaje de
Dios es lapidario en el capítulo 9, versículo 18, dice:
Y entonces fue exterminada la tercera parte de la humanidad por estas tres plagas: el fuego, el humo y el azufre. Más adelante:
Los hombres fueron quemados con el calor abrazador. No obstante, blasfemaron del nombre de Dios, quien tiene el poder sobre las plagas. La culpa, el castigo, el pecado son constantes en las que Dios aplica la penalización divina. Para la población eran signos de muerte, de rebeliones y caos sociales y de castigos por pecados cometidos, personales y colectivos, lo cual se traducía en pesimismo y desesperanza.
Será hasta el siglo XVIII que los avances en la medicina ofrecen
explicaciones científicas sobre los contagios y la expansión de
epidemias. Por tanto, hay explicaciones diferentes a las narrativas
escatológicas y apocalípticas.
Pero las visiones catastrofistas no son sólo religiosas, también son
alimentadas en el ámbito secular y de la ciencia. Los ambientalistas,
ecologistas y veganos denuncian las consecuencias por el abuso a la
naturaleza. Confirman los signos de advertencia cometidos por la forma
depredadora y los excesos de la civilización contemporánea contra la
madre tierra. La humanidad como el verdadero virus destructor. Hay una
fascinación secular por el fin del mundo, nos ha dicho Umberto Eco. Los
fundamentalismos y salvacioncitas religiosos pueden resurgir,
aprovecharse del clima de incertidumbre para predicar que estamos
sometidos a la anarquía del mal, ya que la moral se ha relajado.
El Covid-19 nos recuerda nuestra vulnerabilidad y nos remite que la plaga más peligrosa es la plaga de la estupidez.
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