Jorge Eduardo Navarrete
Hasta ahora no ha sido
analizado con suficiencia el hecho de que Vladimir Putin –de 67 años,
líder de la Federación de Rusia desde finales del siglo pasado y actual
jefe de Estado, al que aún restan cuatro de mandato– haya emprendido una
compleja maniobra política para, según se afirma en diversos despachos
de prensa, mantener el poder por 12 años más a partir de entonces, hasta
2036, cuando alcanzará la edad de 83. La pandemia del Covid-19 desplazó
esta noticia de los titulares de los diarios en la primera mitad de
marzo, cuando la maniobra avanzó en forma casi decisiva. No logró
borrar, en cambio, otro acontecimiento, también complicado y quizá más
trascendente, del que Putin fue, asimismo, actor central: el derrumbe de
los precios internacionales del crudo. Petróleo y poder en Rusia, tales
son los temas de este artículo.
Como se recuerda, tras el derrumbe anterior hace seis años, fue un arreglo entre la OPEP –el otrora poderoso cártel de los mayores exportadores de petróleo, conducido por Arabia Saudita– y una docena de exportadores
no-OPEP–México entre ellos, y de los que Rusia fue en realidad el único importante– lo cual permitió restablecer una precaria estabilidad en el mercado petrolero mundial. El Covid-19 cambió por completo el panorma: al frenar el débil crecimiento de la economía mundial y disminuir la demanda de crudo, produjo un precipitado descenso de los precios. Los saudís propusieron contrarrestarlo, de nueva cuenta, con cortes profundos en la oferta de crudo. En esta ocasión, los rusos se negaron.
Ante este desacuerdo abierto, Arabia Saudita –sometida al mercurial
liderazgo del príncipe Mohammed bin Salmán– no solo renegó del acuerdo
de Viena, sino que decidió aumentar sin freno su volumen de producción y
abatir los precios para
expulsar del mercadoa otros productores, en especial a las corporaciones petroleras rusas y a las compañías estadunidenses productoras de aceite no convencional. Como no existe, en esta etapa temprana de la pandemia, perspectiva de una pronta recuperación de la economía, cabe prever un largo periodo de precios bajos de los hidrocarburos. Quizá no concluya antes de que el consumo de combustibles fósiles sea frenado, de manera más duradera, por la transición energética dictada por el cambio climático. En la segunda mitad de este decenio y más allá, la Rusia de Putin deberá encontrar otra palanca de crecimiento.
El presidente optó por un retorcido mecanismo de reforma
constitucional que permitirá que los mandatos –limitados como ahora a
dos sexenios consecutivos– se cuenten desde cero en 2024: el presidente
de la Federación, sin importar el número de veces que haya sido elegido
–cuatro en el caso de Putin– podrá ser electo, por primera vez, para
presidir una Federación renovada por la reforma constitucional. A los
nostálgicos nos entristeció ver a Valentina Tereshkova –primera mujer en
el espacio, reliquia viva de la primacia técnica soviética, quien
orbitó la tierra 48 veces en el Vostok 6 en 1963– cumplir la peno-sa
tarea de presentar a la Duma la propuesta respectiva, aprobada ipso facto el 16 de marzo.
De inmediato, la Corte Constitucional endosó la reforma, dejando sólo
pendiente su ratificación por referendo, que se preveía para mediados
de abril. Sin embargo, el Covid-19 interfirió con la cuidadosa
coreografía dibujada por Putin. Si bien hasta ahora Rusia ha sido uno de
los países menos afectados (114 contagiados y ningún deceso al 18 de
marzo, según la OMS), nadie se atreve a sugerir que el mal se mantendrá
contenido. Hay incertidumbre entonces sobre la realización del
plebiscito, pero no tanta sobre sus resultados.
Desde principios de marzo, Vladimir Putin se empeñó en introducir
reformas constitucionales puntuales que, a su juicio o de acuerdo con
encuestas de opinión, harán más atractivo para los ciudadanos rusos
participar en la consulta y quizá votar a favor de las enmiendas
propuestas. El ejemplo más publicitado se refiere a una enmienda que
prohibiría el matrimonio entre personas del mismo sexo. Es éste un tema
controvertido. Su inclusión en el proyecto de reforma obedece más al
deseo de aumentar la participación en la consulta –que carecería de
validez de no alcanzar el mínimo legal– que en obtener un resultado
determinado. Arriesgar un retraso social mayúsculo se considera precio
adecuado para alcanzar el objetivo político declarado.
Otras propuestas tienen que ver con la restructuración del aparato
del Estado, incluyendo el establecimiento de un nuevo órgano
deliberativo, el Consejo de Estado, y con reformas sociales de corte
conservdor, como establecer la primacía del idioma ruso en todo el
territorio federal y debilitar los límites entre el Estado y la Iglesia
ortodoxa rusa. La Rusia que Putin se propone continuar dirigiendo por al
menos otros tres lustros se inscribiría en la deriva conservadora
presente en varias naciones de Europa oriental.
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