Visibilizando la violencia sexual
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Los datos del reciente estudio La situación de la violencia contra las mujeres en la adolescencia en España, promovido por la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género, son rotundos. El 14,1% de las chicas de entre 14 y 20 años encuestadas se han sentido presionadas para realizar actividades de tipo sexual; casi la mitad de ellas han recibido fotografías sexuales (el 48%) o les han pedido (el 43,9%); y el 23,4% ha recibido peticiones de cibersexo.
Siguen siendo más las chicas que reconocen haber sufrido violencia que los chicos que admiten ejercerla. Solo el 3% de los adolescentes dice haber presionado para involucrar a una chica en conductas sexuales en las que ella no quería participar, frente al 11,1% de las que confesaron haberse visto en esa situación. Al preguntar por la relación con el chico que ejerció la violencia vivida, solo el 17% de las adolescentes afirma que es su pareja actual frente a casi el 21% de los varones.
El estudio insiste en el dato preocupante que todas las expertas denuncian en los últimos años: el 72% de los chicos y el 29% de las chicas dicen acceder a páginas pornográficas. Todos estos datos nos alertan de que hay un serio problema con la sexualidad masculina, proyectada a su vez como la dominante en el imaginario de las sociedades pornificadas que habitamos y que nos habitan.
Una de las grandes conquistas del feminismo ha sido precisamente poner el foco sobre esta realidad, hacer visible lo invisible e interpelar muy directamente a los hombres. Nosotros somos los que, de manera principal, perpetuamos una cultura en la que nuestro dominio está erotizado y en la que, en paralelo, las mujeres deben responder al mandato de ser “para otros”.
Además de la labor de visibilización de las mujeres feministas y de los estudios sobre cuestiones, también disponemos de nuevos relatos audiovisuales, muy especialmente a través de las series de televisión. El foco se pone en realidades que durante siglos no fueron consideradas relevantes o bien siempre se contaron desde la mirada masculina y con el objetivo de normalizarlas en el contexto de una cultura hecha a imagen y semejanza de nuestros deseos y privilegios.
Al fin, por ejemplo, estamos viendo relatos sobre las violencias sexuales que sufren las mujeres, sobre los sesgos patriarcales que desde el mismo sistema judicial les impiden sentirse amparadas o sobre cómo la denominada “cultura de la violación” continúa mucho más asentada de lo que creíamos. Es decir, al fin estamos disfrutando de historias alternativas a Kika o Hable con ella.
Estas historias deberían ser un espejo en el que todas y todos, pero muy especialmente nosotros, contempláramos las miserias e injusticias que seguimos amparando, aunque en muchos casos solo sea por omisión. La del que calla otorga. Sin que ni siquiera en muchos casos, como le ocurre al padre de una de las protagonistas de la estupenda serie que acaba de golpearme, sintamos que nuestro mundo se tambalea cuando comprobamos en nuestro entorno que una mujer está siendo víctima de violencia.
La serie que me ha conmovido, que nos enfrenta a la dramática realidad de la explotación sexual de chicas jóvenes y a las debilidades de un sistema que mal protege a las vulnerables, es La infamia. Un título un tanto absurdo con el que se ha traducido el original Three girls (BBC) para su emisión en Filmin.
La miniserie, que consta de tres capítulos y tiene todas las virtudes de las producciones británicas, cuenta la historia real de unas adolescentes que se vieron captadas en una red de abusos de menores en la pequeña ciudad de Rochdale, en el área metropolitana de Manchester. Estas chicas sufrieron la incompetencia de todo un sistema, policial y judicial y la ineficaz protección de quienes se hayan en las más terribles condiciones de vulnerabilidad.
A pesar de las alertas de los servicios sociales, el caso fue inicialmente cerrado. Solo se reabrió unos años después, con las consiguientes consecuencias revictimizadoras en unas chicas que vieron destrozadas sus vidas como resultado no solo de los abusos sufridos sino también de la violencia institucional soportada. De esta manera, comprobamos que la interseccionalidad no es solo un concepto fashion usado por las juristas sino la expresión más brutal de cómo los factores sociales, económicos, culturales e institucionales multiplican la discriminación que sufren las mujeres.
Lo más interesante de Three girls es que nos muestra, sin concesiones al efectismo o la simple emocionalidad, cómo las mujeres continúan teniendo más dificultades para ser creídas, cómo permanentemente se cuestiona su palabra y testimonio y cómo en materia de sexualidad se las tiende a hacer responsables incluso de las violencias que sufren.
Todo ello sumado a la incapacidad de los mecanismos —asistenciales, policiales, judiciales— para prevenir adecuadamente los abusos o para responder de manera rápida y garantista ante situaciones en las que ellas siempre salen perdiendo. La absoluta descoordinación de los distintos niveles administrativos, la falta de formación y sensibilización del personal, los sesgos y estereotipos de género en las investigaciones determinan que las víctimas de un delito lo sean a su vez de unas instituciones incapaces de responder adecuadamente a la violación de derechos por ellas sufrida. Resulta evidente que, en estas circunstancias, es el mismo derecho de acceso de las mujeres a la tutela judicial es el que se pone en entredicho en unos Estados democráticos que parecen reproducirse a espaldas de la mitad de la ciudadanía.
La infamia nos revuelve las tripas justamente porque nos permite ver la parte del cuento que casi nunca nos cuentan. Nos incomoda porque evidencia las fallas de unos sistemas de protección y garantía de derechos que no parecen hechos para las necesidades de niñas y mujeres. Además, nos recuerda que las más vulnerables entre las vulnerables son las mujeres pobres. Ante la falta de recursos económicos, estas chicas son presa fácil de cualquier tipo de explotación y violencia. Lamentablemente, aparecen poco en los debates académicos o en las reflexiones más o menos sesudas sobre los retos del feminismo. La pobreza de las mujeres como el factor estructural que las condena a la subordinación. El que las borra como sujetos de derechos. El que permite, a su vez, que nosotros, los hombres, continuemos administrando la verdad y la palabra.
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