9/30/2010

Luis Carlos en Ciudad Juárez


Gustavo de la Rosa

No recuerdo en qué momento empezó a aparecerse por la granja donde vivíamos en San Agustín. Su familiaridad con mi hijo era tanta que me resulta difícil recordar cuándo llegó, como difícil me es recordar cuándo vi llover por primera vez.

Lo que siempre me sorprendió de su personalidad era su extraña madurez para un joven que apenas pasaba los 15 o 16 años y había quedado huérfano de madre a los cinco.

A la edad en que todos los muchachos tienen la tentación de tomar su primer cerveza y en la cual los padres negociamos con ellos para que se la tomen en casa en lugar de algún bar clandestino, Luis Carlos era abstemio.

Luis Carlos nunca se integró a ningún equipo en su escuela pero siempre estaba ayudando y embromando a los demás, además de poseer un ácido sentido del humor (muy de “Juaritos”). Tenía gran habilidad manual y pensamientos espirituales, que no sacros. Insistía en el contenido mítico y trascendental del número tres y todo lo hacía por tres o tres veces o tres objetos similares. El grupo se fue desgranando y al final, ya para los 18 años, sólo se habían acuerpado en torno de Luis unos cuatro muchachos; todo jóvenes de excepción por su cultura, afición por la lectura, conocimientos de computación, dominio del inglés, su lealtad entre ellos, y la austeridad de licor y ausencia de estimulantes en sus reuniones.

Dos de ellos trabajan en maquiladoras, aprovechando sus habilidades son ocupados en los llamados call centers, y los otros dos trabajaban en El Diario de Juárez; ahora sólo queda uno.
Cuando se declaró la guerra a la delincuencia, se les trozó la alegría. Apenas pasaban los 18 años de su vida, sus primeros sustos. Abandonaron las visitas a bares y salones de encuentro con las chicas. Después de la matanza en Villas Salvarcar se acabaron las reuniones en casa.

Con mi destierro personal se les cerró la granja y ahora sólo se veían en cafés y de día. Luis Carlos decidió unirse libremente a Jessica y fue recibido en la casa de su padre en el fondo del jardín y su mundo se redujo a sus otros tres amigos y su mujer. Como todos los jóvenes de esa edad en el Juárez de hoy, se preguntaban qué hacer con su vida en estas condiciones; peor, se abrumaban: “¿cuándo se va a acabar esto? ¿Qué vamos a hacer?” Se dejaban crecer el pelo, se lo cortaban a rape, se disfrazaban, se vestían con ropa decente, no hallaban su lugar en este fin del mundo que es Ciudad Juárez. Muy difícil para ellos.

Entonces mi hijo fue aceptado para hacer su ser vicio social en El Diario, y como si alguien les hubiera prendido una luz, encontraron el camino buscado: el periodismo. Luis Carlos de inmediato pidió trabajo como practicante de fotografía y entre ellos consiguieron una parte del dinero para que tuviera su cámara; yo les presté (a fondo perdido) el faltante. Los dos, mi hijo y Luis Carlos, encontraron un mundo nuevo, “el gremio”; nuevos amigos-maestros.

Desde entonces se estableció una relación profesional entre nosotros; él era fotógrafo de un medio y yo un funcionario. Iba a las entrevistas y a las conferencias de prensa y nunca hizo evidente nuestra familiaridad. Si hacía una pregunta, guardaba la distancia, siempre se situaba hasta atrás porque era muy alto (más de 1.90 de estatura), y era cortés con sus compañeros.

Lo vi hace días, estaba feliz, se quedaba de fijo en El Diario. “Ya pronto seré fotógrafo profesional”, me anunció muy presumido. ¿Profesional?”, le cuestioné, “para eso te falta mucho, Luis Carlos¨, y me rezongó: “Caray, a usted uno nunca le da gusto, ya está amargado por los años”.

Fue la última vez que lo vi con vida. No llegó a la siguiente conferencia de prensa. A Luis Carlos Santiago, fotógrafo de El Diario de Ciudad Juárez, lo ejecutaron de nueve tiros el 16 de septiembre de este año. Así es la vida hoy aquí.

Segundo visitador de la Comisión Estatal del Derechos Humanos de Chihuahua

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