Cristina Pacheco
Cuando
levantaron el edificio de enfrente nos sentíamos todo el tiempo
amenazados por los 27 pisos con ventanas que dan a nuestras casas.
Pensábamos que los nuevos inquilinos nos veían con actitud de
superioridad, de arriba para abajo. Eran sensaciones incómodas que
nunca habíamos imaginado posibles y menos en una colonia como esta:
casas pintadas en color pastel, de una sola planta, cochera y un
jardincito al frente adornado –según el gusto de cada quien– con un par
de cisnes o un gnomo de fibra de vidrio con calzas verdes y bonete rojo.
Cuando hablo de mi colonia mejor sería decir la nuestra. ¿De
quiénes?, se preguntará usted. De todos los que nacimos, crecimos y
esperaremos el fin aquí. Mis vecinos podrían decirle los nombres y
apellidos de las familias originarias, lástima que a estas horas todos
se encuentren fuera. Desde temprano algunos se van a su trabajo y la
mayoría a buscarlo. Estos salen con el cabello teñido y la cara
embadurnada para ocultar su edad ante los posibles futuros patrones o
jefes (me cuentan que casi siempre se trata de muchachos que podrían
ser sus hijos o sus nietos pero desdeñan su experiencia de años, los
tutean y al fin les dicen que cuando haya una vacante los llamarán,
cosa que nunca ocurre). Antes esos hombres de cabello teñido y rostro
maquillado me antipatizaban, ahora me conmueven, entre otras cosas
porque sospecho la inutilidad de su esfuerzo.
Desde mi ventana los veo salir con el gesto de quien pretende
abrirse camino a cualquier precio –en este sentido me he enterado de
cosas de las que prefiero no hablar– y pasando por encima de quien se
les ponga enfrente.
Esas personas van con el estómago vacío, los trajes lustrosos, dos
boletos del Metro en el bolsillo, veinte pesos de tiempo aire en sus
celulares y la última ración de esperanza. En su forma de caminar se
refleja su esperanza de que
hoy sívan a conseguir un cargo, un puesto, una oportunidad de sentirse tomados en cuenta, útiles, productivos, con el dinero suficiente en el bolsillo para permitirse un lujo: no tener que pedirle dinero a nadie.
II
La ayuda que me han brindado en los momentos de pequeños
contratiempos domésticos, bastaría para que yo viviera agradecida con
mis vecinos; pero desde que estoy en mis condiciones actuales –no
necesito describírselas– les debo algo más: por momentos me contagian
su optimismo.
Al menos durante la mañana me hacen creer, sin ellos saberlo, que lo
mío también tiene solución, llegará la hora en que logre desterrar el
miedo que me tiene paralizada, pueda levantarme del sillón, salir de
esta casa, atravesar la avenida que me separa del parque –otro orgullo
para los que vivimos en esta colonia–, perderme entre sus senderos y
entregarme al deleite de caminar sobre las alfombras de hojas cobrizas
que el otoño desprende de los árboles.
¿Las ha visto caer? Entonces ha notado cómo giran en el aire y se
dejan arrastrar por el viento. Es todo un espectáculo, un ballet al
ritmo del silencio. Me fascina. Paso horas mirándolo y haciéndome las
ilusiones de que no corremos peligro, de que nada malo nos está
sucediendo, de que no hay crímenes sin castigo, de que frente a mi casa
no hay un edificio de 27 pisos con un anuncio enorme en la azotea que
me impide ver el pedacito de cielo que podía mirar desde mi ventana.
III
El anuncio ofrece todas las ventajas de un nuevo
complejo habitacional próximo a levantarse al sur de la ciudad, cerca
del bosque. Se llamará Verde Esperanza. Colores muy vivos iluminan los
jardines llenos de árboles que rodean los seis módulos de cuatro pisos
en que está dividido el terreno. Los andadores se encuentran bordeados
de flores que atraen a las mariposas, las abejas y hasta a las
catarinas. Hace años que no veo uno de esos animalitos rojos con pintas
negras. De niña, mis hermanos y yo los atrapábamos. Sentir entre los
dedos sus cuerpecitos gordos, redondos, lustrosos nos producía la
sensación de ser los personajes de un cuento infantil.
También lo parecen los niños que ilustran el anuncio frente a mi
ventana. Cuando veo sus ojos brillantes sin sombra de temor, aunque no
quiera, pienso en Remy. Es el muchachito que me trae del mercado lo que
necesitaré en la semana. En cierta forma, a pesar de la diferencia de
edades, nos hemos hecho amigos. Le hablo de mis cosas y él a mí de las
suyas. La escuela no le gusta. La maestra lo reprende porque a cada
momento bosteza o se queda dormido sobre el cuaderno.
Le sugerí a Remy que, para evitarse los regaños de su profesora, vea menos tele y
se acueste temprano. Me respondió que no importa a la hora en que se
vaya a la cama porque de todos modos no puede dormir: lo mantiene
despierto el temor de que alguien lo secuestre para robarle los ojos,
el hígado, los riñones.
Procuré consolarlo diciéndole que eso era imposible en la realidad,
sucedía en las películas donde el personaje principal es la violencia.
Me contestó que estaba equivocada. Uno de sus compañeros de escuela le
había mostrado un recorte de periódico referente al caso de un niño
víctima de esos horrores. No me atreví a decirle que también había
leído la noticia ni tampoco a confesarle que el miedo frente a lo que
está sucediendo es mi verdadera enfermedad.
Ahora que me acuerdo, en el anuncio se ve un abuelo conversando con
su nieto. No parecen hablar de cosas macabras o tristes: sonríen,
disfrutan de un ambiente limpio, seguro, primaveral, tan raro entre
nosotros como las catarinas.
Hemos perdido muchas cosas pero no el deseo de seguir viviendo, de
que se haga justicia, de abandonar el encierro, de responder sin temor
al saludo que alguien nos dispensa en la calle, de recuperar los
pequeños placeres. Uno de mis predilectos, ya se lo dije, es ver cómo
caen las hojas que el otoño desprende de los árboles y pensar que bajo
su alfombra cobriza late una nueva vida.
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