Por: Teresa Mollá Castells*
Como sabemos, el mundo está lleno de estereotipos en todos los sentidos y la violencia de género no iba a ser una excepción.
En mi condición como formadora en prevención de este tipo de violencia,
suelo poner un ejercicio a mi alumnado en el que les pido que me
enumeren los tipos de violencia de género definidos por el Consejo de
Europa y que, como sabemos, son seis: física, psicológica, sexual,
económica, espiritual y estructural, y además que me pongan un ejemplo
de cada uno de ellos.
Como es natural, la variedad de ejemplos es bastante amplia en casi
todos ellos. Pero hay dos temas que son recurrentes y me llaman mucho
la atención.
A la hora de poner ejemplos sobre la violencia espiritual casi siempre
son coincidentes en el mismo ejemplo: Hombre de religión musulmana que
se casa con una mujer no musulmana y la obliga a convertirse al Islam y
a llevar velo y vivir según sus costumbres.
Y a mí, que saben que soy una preguntona, siempre me surgen dudas ante
estas afirmaciones, como por ejemplo: ¿Por qué se tiende a infantilizar
la opinión de las mujeres y de entrada, no se les concede capacidad
propia para decidir sobre su conversión o no a otra confesión religiosa?
O ¿por qué en el simbólico colectivo persiste la idea de que estamos
las mujeres occidentales mucho más avanzadas y que esa teórica
conversión no deja de ser una marcha atrás en las vidas de las mujeres
que deciden dar ese paso?
¿Acaso no estaremos practicando un hipócrita etnocentrismo con las
mujeres de otra parte del mundo porque nos creemos superiores?
Y por último, ¿por qué nos fijamos sólo en las mujeres musulmanas y no
en las judías, o las cristianas, o budistas o las hindúes, o las que
practican cualquier otra confesión? ¿Acaso nuestro grado de
conocimiento del Islam es tan elevado que nos permite hacer esos
juicios de valor tan concretos?
Las grandes religiones monoteístas, todas ellas, conllevan una
importante carga misógina entre sus textos sagrados. E incluso algunos
de esos textos como la Biblia, lleva pasajes muy explícitos en los que
se invita a golpear a la mujer o se le ofrece como moneda de cambio
para salvar la vida de otro hombre. Pero no sé por qué razón siempre
vemos la paja en el ojo ajeno.
El momento histórico que estamos viviendo con el avance del Estado
Islámico y su denigrante trato a las mujeres; los atentados de París,
Nueva York, Madrid, Londres y otros por parte de Al Qaeda; el secuestro
de más de 300 niñas nigerianas por parte de la guerrilla radical Boko
Haram; el trato que los talibanes dan a las mujeres, etcétera, están
aumentando considerablemente sentimientos racistas e islamófobos.
De eso no cabe ninguna duda. Pero de ahí a negar a cualquier mujer del
mundo a decidir si se quiere o no convertir libremente al Islam, desde
mi punto de vista hay un abismo puesto que se está cuestionando, como
decía antes, su capacidad de libertad de elección y eso es, en sí
mismo, infantilizar su libertad e incluso coartarla si como
consecuencia de ese cuestionamiento no se siente libre para actuar.
Las mujeres, sin buscarlos, ya tenemos suficientes salvapatrias que se
creen en la obligación moral de “salvarnos” de nuestros propios errores
e indecisiones, como para que encima las propias mujeres nos
convirtamos en lo mismo, pero de cara a las decisiones de otras mujeres
del mundo.
A las mujeres nos sobran salvapatrias camuflados de príncipes
salvadores y no faltan compañeros de lucha cotidiana por una equidad
real y no ficticia que es en la que nos encontramos.
Y de pasada las mujeres hemos de revisar de vez en cuando nuestro
propio espacio simbólico, para no repetir esquemas androcéntricos y
etnocéntricos con otras hermanas del mundo que sufren las consecuencias
del patriarcado infinitamente más que nosotras.
El segundo aspecto que siempre me llama la atención al leer los
ejemplos del alumnado es el referente a la violencia estructural. Casi
siempre ponen también el mismo ejemplo; el de las grandes compañías que
no tienen presencia de mujeres en sus máximos órganos de dirección.
Ni una sola persona ha puesto como ejemplo la agresión que van a llevar
a cabo los del desgobierno con la prohibición de interrumpir su
embarazo a las mujeres menores de edad sin consentimiento paterno.
Tampoco nadie ha incluido en sus ejemplos el desigual reparto de la
riqueza entre mujeres y hombres o el retorno progresivo de las mujeres
a las labores de cuidado de personas mayores, menores y dependientes
como consecuencia de los recortes en educación, sanidad y la
“congelación” de la Ley de Dependencia.
O la reforma educativa que vuelve a distribuir roles tradicionales a
mujeres y hombres sin ningún complejo, o las últimas reformas laborales
que nos condenan todavía más a las mujeres a futuras pensiones (si no
las quitan antes) paupérrimas, por no haber cotizado en condiciones
durante nuestro periodo vital en el que podíamos trabajar, ya que lo
dedicamos a cuidar de nuestros seres queridos y, en el mejor de los
casos teníamos contratos a tiempo parcial.
Tampoco nadie alude a las dobles y triples jornadas que realizamos las
mujeres. Y, al menos para mí, todo esto es violencia de género
estructural e incluso, en algunos casos institucional, puesto que se
ejerce como consecuencia de ser mujeres.
Y ya en el colmo de los colmos aparece una corriente educativa de cuyo
nombre prefiero no acordarme, que predica que la existencia de
príncipes y princesas es necesaria para socializar correctamente a
nuestra niñez.
¡¡¡Hay que fastidiarse!!! Coeducar sin cuestionar las bases de
sometimiento hacia las mujeres que llevan implícitos los mandatos del
amor romántico. En fin...
La violencia de género estructural lleva implícita en demasiados casos
su invisibilidad y esa característica es precisamente la que la hace
tan difícil de detectar.
Y son las propias estructuras de poder las que la alimentan y
mantienen. Y ahí precisamente radica, al menos desde mi punto de vista,
la necesidad de desnudarla para hacerla visible y así reconocerla y
poder combatirla.
Es una de las esencias del patriarcado que pretende mantener el
sometimiento de las mujeres de forma lo más férrea posible, para no
perder privilegios históricamente otorgados y disfrutados, pero que sea
tan invisible que apenas se note.
Y un claro ejemplo de lo que digo, aparte de los anteriormente
mencionados, es el uso sexista de los lenguajes, sobre todo los
multimedia y los orales y escritos.
Con el pretexto de la “economía de recursos” se quedan anclados
defendiendo el genérico masculino y continúan invisibilizándonos a las
mujeres, que somos más de la mitad de la población mundial. Y se quedan
tan a gusto.
Y si entramos en los lenguajes multimedia, llevan los cuerpos de
mujeres a tal estado de cosificación que da vergüenza verlo y, además,
los utilizan para reforzar el mandato de su deseo para que los cuerpos
de mujeres se acerquen lo más posible a esos modelos que ellos desean.
¿Son o no son estas utilizaciones de los lenguajes violencia de género
estructural contra las mujeres? A mí sí me lo parece y por eso lo
denuncio desde estas líneas como reclamo a una reflexión.
Si buscamos y pretendemos la desaparición progresiva de la violencia de
género, debemos aprender a detectar todos los tipos, puesto que el más
grave, ya sabemos, son los asesinatos de mujeres por ser mujeres, pero
antes de esos crímenes las víctimas sufren mucho y de muchas maneras.
Además habrá que aprender a que de una forma u otra todas somos
víctimas, puesto que todas sufrimos el patriarcado. Aunque unas más que
otras, de eso no tengo ninguna duda.
Detectar esos otros tipos de violencia para denunciarlos y desmontarlos
es vital para evitar los asesinatos. Y en ello nos va la vida.
*Corresponsal en España. Periodista de Ontiyent.
Cimacnoticias | España.-
Imagen retomada del sitio europarl.europa.eu
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