Cristina Pacheco
Mi
hermano Reynaldo es taxista. Yo trabajo de mesera en un restaurante.
Las pocas veces en que podemos reunirnos él me cuenta sus experiencias
al volante y yo las mías en Dulce y Salado. Reynaldo siempre me dice
que si juntáramos nuestras conversaciones tendríamos suficiente
material como para llenar un libro gordo.
Aunque no hable en serio, la idea me parece muy buena; lástima que
ni él ni yo tengamos la preparación de un escritor: Reynaldo se quedó a
la mitad de diseño industrial y yo apenas terminé la prepa.
Quería seguir para sicóloga, pero me entró la calentura por Juan y lo
dejé todo, empezando por los estudios. Mis padres no estuvieron de
acuerdo. Un día tal vez necesitara trabajar y sin un título iba a ser
difícil conseguir una chamba regularcita. No les creí. Pensé que Juan
tenía asegurado su puesto en la embotelladora. Cuando lo perdió se le
hizo pan comido acomodarse en otra empresa, pero ¡nada!
Pasamos tres años infernales arrimados con mis papás, atenidos a lo
que ellos quisieran darnos. Luego vinieron los pleitos entre Juan y yo,
las reclamaciones y un distanciamiento que ya ni parecíamos marido y
mujer. De los nervios se me empezó a caer el pelo y a Juan le dio por
tomar. Reynaldo a cada rato me lo llevaba a la casa cayéndose de
borracho.
Una noche ya no pude más y dije: se acabó. Mañana me salgo a buscar
trabajo. Ese día me levanté con el pie derecho, porque enseguida me
contrataron en Dulce y Salado, y desde entonces allí sigo.
II
Mi hermano Reynaldo tardó mucho más que yo en acomodarse. Como tiene
estudios de diseño industrial, en algunas empresas no quisieron
contratarlo por temor a que pidiera sueldo de profesionista; en otras
lo rechazaron por la falta del título. El pobre se desvelaba pensando
que de nada habían servido los sacrificios de mis padres para darle
escuela puesto que no era capaz de conseguir un trabajo y, para colmo,
a los 24 años dependía de ellos hasta para comprarse un refresco.
Cuando me lo contaba, de vergüenza y de coraje se le salían las
lágrimas.
Sergio Piña, un amigo que fue su compañero en la universidad y acabó
trabajando en una armadora de coches, lo recomendó en un taller
mecánico. Allí estuvo mi hermano hasta que el dueño, después de sufrir
un asalto en el que le mataron a su esposa, decidió cerrar el negocio y
regresarse a Querétaro.
Reynaldo se quedó sin nada, pero como ya estaba acostumbrado a ganar su dinero me dijo:
Chaparra, antes muerto que depender otra vez de mis papás. Le pedí que por favor no fuera a meterse en algún negocio sucio. Gracias a Dios no tuvo que caer en esa tentación. Lo que sea de cada quien es muy honrado y no se acobardó. Hizo de todo: desde velar en una obra negra y atender unos excusados públicos hasta zurcir invisible en una sastrería.
Uno de los clientes era un tal señor Bárcenas, pero todos en la Álamos le decían El Pintado,
porque usaba colorete y pestañas de esas que se pegan de una por una.
Hombre de dinero, tenía una flotilla de taxis. Un día le falló un
chofer y le ofreció a mi hermano el trabajo. Reynaldo lo aceptó de mil
amores, porque desde niño le gustaron los coches y también porque ya
andaba voladísimo por Emma y quería vivir con ella.
Reynaldo y Emma no se han casado, pero le digo
cuñada. Mi hermano se queja porque ella tiene su genio, pero como yo le digo:
¿Quién no lo tiene?Además, es muy luchona –como mi mamá, que en paz descanse–: en su casa abrió una supercocinita a la que van a comer los albañiles que trabajan en las obras de Nueva Granada y los domingos vende paella. La siento desabrida, como a ella.
Emma
no es fea y se arregla bien, pero le falta algo, a lo mejor ser un poco
menos seria, menos callada. Reynaldo dice que su mujer es así porque la
educaron unas tías solteronas y mochas que le prohibían
hablar y verse en el espejo, sobre todo durante la Semana Santa. ¡Qué
cosa tan horrible! Pero bueno, que Emma hable mucho o poco es lo de
menos. Lo importante es que quiera a mi hermano y que no ande
celándolo, porque en el taxi no han de faltarle oportunidades. En eso
también le aconsejo a Reynaldo que tenga mucho cuidado. Empiezas una
cosa y no sabes en qué pueda terminar. Lo mejor es no jalarle la cola
al Diablo.
III
Reynaldo es dos años menor que yo. Anda por los cuarenta, pero sigo
viéndolo como mi hermanito. Siempre nos hemos llevado bien y creo que
fuimos niños felices. La pobreza nunca nos amargó. Guardo recuerdos muy
bonitos de mi infancia; por ejemplo, el de los sábados y los domingos
en que Reynaldo y yo íbamos al mercado a vender buñuelos. Los hacía mi
madre para ayudar a mi papá con los gastos de la casa.
Llegábamos al mercado tempranito y nos salíamos antes de las doce,
hora en que se presentaba un inspector para correr a los vendedores que
no tuvieran puesto fijo. Recorríamos la nave olorosa a cilantro y a
fruta; yo con la charola y mi hermano con los cuadritos de papel de
estraza en que envolvía los buñuelos que nos compraban.
Nos hicimos conocidos. Entre los puesteros llegamos a tener clientes
de cada semana. A Reynaldo, como lo veían muy flaquito, siempre le
regalaban algo: una fruta, un taco de nopales, un barrilito de dulce o
un pan. Todo lo compartía conmigo, pero a mí lo que me gustaba era ver
que mi hermano comiera. Regresábamos a la casa a pie, acalorados y sin
hambre. Como le ocultábamos a mi madre que habíamos comido en el
mercado, ella tomaba nuestro desgano como seña de enfermedad y nos
preparaba –según decía,
para granjearnos el estómago– atole de maicena con canela. Nunca he bebido nada tan delicioso.
IV
A Reynaldo y a mí se nos ha hecho costumbre platicarnos
nuestras experiencias de trabajo. El restorán donde sirvo ya tiene
muchos años; está en una callecita de la colonia Asturias, es modesto
y, sin embargo, allí van personas muy especiales. Por ejemplo, el señor
que todos los días llega a las once. Elige la mesa del fondo, ordena
café y lo bebe mirando la pared. A los quince minutos pide la cuenta y
se va. Me gustaría saber quién es, por qué viene, qué piensa, a dónde
se dirige cuando sale de aquí y si alguien lo espera.
Tan especial como ese hombre es la anciana a la que mi hermano
recoge en un asilo cada primero de mes para llevarla a las calles del
Carmen. En el trayecto la señora saca de su bolsa una bolsita de
cosméticos y se maquilla porque va a verse con su novio de juventud. Se
encontraron hace cuatro años, por casualidad, en una tienda naturista:
ella apoyada en su bastón y él en su silla de ruedas. Desde entonces no
han dejado de verse. Al cabo de un rato la señora vuelve al coche y
Reynaldo la regresa al asilo. Antes de tocar el timbre ella se limpia
la cara y le recuerda a mi hermano que estará esperándolo el siguiente
primero de mes. Me pregunto qué pasará el día en que uno de los dos
enamorados falte a la cita.
Como esas historias hay muchas. Quizá mi hermano esté en lo cierto
al decirme que deberíamos escribirlas. Que lo haga él, porque yo no
tengo ingenio para eso. Si logro convencer a Reynaldo voy a aconsejarle
que su libro se llame Dulce y amargo.
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