Carlos Bonfil
Los
vasos comunicantes. Isaac Ezban, entusiasta realizador mexicano de 29
años, ha logrado en poco tiempo perfilarse como uno de los talentos más
novedosos del cine fantástico, como antes Guillermo del Toro con su opera prima Cronos o el español Alejandro Amenábar con Tesis, su debut inquietante.
En un contexto difícil, en el que una desafortunada distribución en
las grandes salas, aunada a un comprensible escepticismo del público
frente a un cine nacional sin vigorosas renovaciones estilísticas o
temáticas, va surgiendo una generación de cineastas muy jóvenes –David
Pablos, Michel Franco, Pablo Delgado, Santiago Mohar Volkow, el propio
Ezban– que paralelo a su creación artística promueven su trabajo en
festivales nacionales e internacionales, afinan estrategias de
distribución alternativa, y participan en la producción de las nuevas
cintas de sus pares. Toda una actividad proteica muy a contracorriente
de las inercias de algunos de los cineastas que les precedieron y que a
menudo confiaron pasivamente en la buena disposición de un aparato
oficial que podía o no favorecerles.
Los campos magnéticos. Luego de realizar varios cortometrajes, entre los que destacan Cosas feas (2014) y el segmento La cosa más preciada en el filme colectivo México bárbaro (2014), Ezban ofrece en El incidente
dos relatos fantásticos simultáneos, entrelazados al final, cuyo punto
en común es la experiencia alucinante de personajes atrapados en una
espiral de acciones que se repiten al infinito.
En la primera historia, dos jóvenes delincuentes, Carlos (Humberto
Bustos) y Oliver (Fernando Álvarez Rebeil), su hermano menor) intentan
burlar al detective Molina (Raúl Méndez) huyendo por la escalera de un
edificio. En medio de la persecución se produce una misteriosa
explosión y los tres personajes se descubren atrapados en una
trayectoria sin salida que va del noveno piso al primero, sólo para
reiniciar ahí, de manera absurda, como una construcción kafkiana que
desafía las leyes de la gravedad y toda noción coherente de
temporalidad.
Pasado y porvenir se confunden en un presente interminable y
angustiante que pone a prueba la resistencia anímica de protagonistas
orillados a la desesperación y al delirio. Una muerte accidental
complica la situación, transformando en una prisión y en un sepulcro
anticipado al primer escenario del thriller criminal.
Algo similar sucede en el segundo relato, en el que una carretera,
auténtica cinta de Moebius, remplaza el espacio claustrofóbico de la
escalera sin salida. Una familia sale ahí de vacaciones sólo para
descubrir que la ruta elegida carece de la salida prevista y se
prolonga circularmente de modo angustiante. De nuevo, una muerte
accidental altera todavía más los ánimos ya trastornados, y hace del
plácido viaje familiar un episodio de terror y degradación incontenible.
En
las dos historias se resuelve, de modo misterioso, el asunto de la
supervivencia física: una máquina en las escaleras distribuye cada día
agua y comida chatarra, mientras una tienda en una gasolinera asegura a
su vez la subsistencia de la familia. Todo esto, en ambos relatos, por
espacio de más de 30 años.
Los pasos perdidos. A los innegables aciertos de la cinta –un clima
de suspenso hábilmente sostenido, una partitura musical muy eficaz y la
justa solvencia actoral de Bustos, Méndez y Álvarez Rebeil en el primer
segmento–, cabe oponer el contrapunto de actuaciones menos controladas
en la segunda historia (con excepción del niño Gabriel Santoyo, lo que
predomina es el exceso) y un efecto de saturación dramática y de
sobre-explicación filosófico-moral en las conclusiones.
El clima opresivo del primer relato, conducido siempre con sobriedad
y firme pulso narrativo, deriva después en una incursión en el horror y
lo grotesco que, aún justificada por la trama, el director maneja con
menor rigor, algo evidente en el nivel de las actuaciones y en el
fárrago filosófico del cual habría podido prescindir la cinta para una
mayor eficacia.
El incidente parece resumir así, de modo desordenado y
entusiasta, algunas de las primeras obsesiones temáticas del cineasta
(presentes en sus cortos, recurrentes en su cinta más reciente, Los parecidos, aún inédita), y también sus declarados gustos literarios, el libro de ciencia ficción Time Out of Joints, de Philip K. Dick, o el emblemático relato surrealista Nadja, de André Breton.
Las filiaciones fílmicas pueden ser, por supuesto, numerosas, desde el evidente Hechizo del tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993) hasta El cubo
(1997), la inquietante cinta canadiense de Vincenzo Natali, en la que
un hombre se despierta muy lejos de su cama, atrapado en un laberinto
de cubos interconectados, a lado de seis personas desconocidas, que
buscan, cada una, salir de la trampa incomprensible sólo para
extraviarse en ámbitos aún más aterradores.
Algo semejante sucede en esta primera obra desigual y estupenda del
joven Isaac Ezban, algo en verdad muy digno de tomarse en cuenta.
Twitter: @CarlosBonfil1
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