Autor: Lev Moujahid
El relato histórico de los libros de
texto oficiales de educación básica ha mutilado la memoria mexicana para
legitimar 5 siglos de colonialismo y neocolonialismo, años en los que
las relaciones fundamentales de dependencia económica y política no han
cambiado prácticamente en nada. En el siglo XXI, el papel invasor de las
monarquías reinantes europeas lo hacen las corporaciones económicas de
la globalización capitalista, cuyo poder está por encima de cualquier
institución política que diga representar la soberanía de la nación.
Las
condiciones de sometimiento hacia los pueblos originarios y mestizos no
se modificaron, cambiaron a relaciones de esclavitud moderna; el
genocidio, desplazamiento y despojo de las tierras comunales por parte
de las grandes mineras y petroleras es una amenaza constante que pone en
riesgo la existencia de las comunidades indígenas y de una cosmovisión
que tiene al territorio como algo sagrado y no como una mercancía;
seguimos siendo una inmensa mayoría de pobres, más de 100 millones dicen
los expertos, atravesados por la cultura indiana, pero sometidos por familias de apellidos aristocráticos europeos y de otras naciones externas.
Una tarea central de la educación
crítica, de los maestros y maestras de México, para que sean realmente
congruentes con su postura en las calles, es la disputa por la memoria
histórica nacional a la luz de un proceso de descolonización desde abajo,
de nuestros saberes y conocimientos reproducidos y enseñados en la
escuela, sistematizados en los libros de texto oficiales, que siguen
siendo el instrumento confesional de la doctrina de los poderosos para
imponer su cultura.
Estamos obligados a visibilizar lo que se
ha negado, ocultado, omitido y mutilado de la historia nacional. Si
nuestros muertos, que lucharon por la emancipación social, ya fueron
enterrados por el poder colonial opresivo, nosotros los condenamos al
olvido si permitimos que el discurso hegemónico de la burguesía no les
dé un lugar en la historia, si no movilizamos nuestra conciencia para
desenterrar de la memoria la voracidad con la que se ha desarrollado
este sistema antinatural e inhumano, no para contemplar el devenir de la
sociedad, sino para edificar un nuevo sentido histórico que nos
conduzca a la verdadera independencia.
Los libros de texto que se consolidaron con la articulación de la educación básica de 2010 niegan el origen rebelde de la indianidad
mexicana. Los pueblos ancestrales de Mesoamérica sólo se comprenden por
la conquista española, no por su pasado propio, sino en la aculturación
occidental sobre la civilización de los antiguos pobladores de Abya
Yala. Intentan crear una conciencia derrotista del sometido a través de
un discurso historiográfico que recupera los testimonios del
conquistador, como las Cartas de relación de Hernán Cortés, pero no la “visión de los vencidos”, quienes se resistieron a la invasión.
El periodo posterior a la invasión es la
organización económica, religiosa, administrativa y de las instituciones
políticas de la corona para su mejor funcionalidad, pero no es la del
nuevo patrón de poder de expansión y mundialización del capitalismo de
matriz colonial, que antes de 1492 sólo era un mundo autárquico en los
límites del Continente Europeo, pero que ahora se ampliaba, no para
llevar el progreso y la proletarización de los trabajadores asalariados a
otras partes del planeta, sino a costa del genocidio, el saqueo, la
esclavitud y otra formas nuevas de explotación como la mita o la
encomienda, que parecieran anacrónicas al capital, pero que fueron en
realidad la base de su desarrollo planetario.
Más allá de la organización virreinal, es
decir, del invasor, en los textos de historia oficial no aparecen los
brotes de rebeliones indígenas que se dieron al por mayor durante los 3
siglos de colonialismo occidental. Ciertamente no fueron las rebeliones
obreras y campesinas contra el capitalismo al estilo de Europa, pero sí
lo fueron por la defensa del territorio como espacio vital y sagrado, no
como propiedad privada; lo fueron por la autonomía y autodeterminación
de su pueblo para existir en relaciones de reciprocidad que algunos
llaman comunalidad.
Para los pueblos originarios, la fiesta
es el lugar donde se comparte el producto excedente, lo cual parecía una
cuestión irracional para los asesores ilustrados de la monarquía
borbónica en el siglo XVIII. De ahí la prohibición de las fiestas
populares y otras formas de manifestación cultural que eran vistas como
ociosas e improductivas por los colonialistas, indicios de desorden y
focos de reuniones disidentes; y de alguna forma lo eran, porque la
expresión contracultural y popular de estas clases subalternas fue uno
de los canales subversivos que encontraron para mostrar su rechazo al
patrón colonial de poder; por ejemplo, la conocida Danza de los viejitos del Occidente mexicano, que data de la época antes de la invasión europea dedicada al Dios Viejo o del fuego, Huehuetéotl, muestra la sabiduría y vitalidad de los ancianos purépechas frente a la decrepitud del anciano blanco español.
Salvo el culto guadalupano que escondía a la Diosa Tonantzin, madre de los dioses en la cosmovisión náhuatl, y cuya imagen morena
después se convirtiera en el primer estandarte insurgente, no se habla
de ningún otro caso en la historia oficial, pese a que éste fue el
prototipo y el más trascendente de múltiples acontecimientos parecidos
que dieron cuenta de la conservación religiosa e identitaria de las
culturas ancestrales.
Lo
religioso era, pues, otro de los canales de subversión en un mundo
excesivamente represivo y de esclavitud, no sólo para los criollos
estudiosos de la teología que, inspirados en la tradición jesuita y la
lectura crítica de La Biblia, se involucraran luego en la guerra
independentista, sino también para los indígenas sujetos al sometimiento
del poder colonial, que encontraron en la expresión mística los anhelos
de cambiar el mundo y de desencadenarse de las estructuras de opresión.
En los textos escolares de historia de
México pareciera que la principal contradicción de clases sociales en la
era colonial se daba entre los grupos de la elite, criollos y
peninsulares, argumentando que los primeros no podían acceder a los
mandos altos de poder; sin embargo, los cabildos como órganos de
administración local también fueron parte del engranaje de saqueo, por
ejemplo: ellos otorgaban los permisos para la extracción minera,
actividad que cobró la vida de millones de indígenas explotados en las
minas de oro y plata.
Estos indígenas purépechas, otomíes y
huicholes, por mencionar algunos, que fueron superexplotados hasta morir
en minas de Guanajuato, San Luis Potosí o Zacatecas; o en las haciendas
del bajío virreinal que producían la mayor parte de los granos
consumidos en la Nueva España, pero que padecieron también la hambruna
por el acaparamiento del maíz por parte de sus opresores, componían el
grueso de las filas insurgentes en más de un 60 por ciento. Fueron ellos
quienes padecieron realmente las contradicciones de un sistema que les
negó toda posibilidad de vida, mientras la burguesía europea
industrializaba su producción a base de la riqueza que le daba toda
nuestra fuerza viva de trabajo y nuestros recursos naturales; empero,
son los héroes criollos y de la burguesía local quienes abundan en las
páginas de los libros de texto.
En la Independencia no triunfaron los
pueblos indígenas y mestizos, tampoco se alcanzó la soberanía nacional:
apenas los grupos criollos liberales y conservadores accedieron al
poder, se olvidaron de evocar la grandeza del pasado precolonial, de
sentirse herederos de esa cultura ancestral y se aliaron a las logias
masónicas para disponer la entrega de nuestro país a estadunidenses,
franceses o ingleses, pero también impulsaron un nuevo desarrollo del
capitalismo dependiente desarticulando con sus leyes reformistas los
resquicios de propiedad y organización comunal.
En estos tiempos en los que se sigue
hablando de independencia, es urgente también descolonizar la educación,
reconstruir una nueva memoria de los subalternos, de los oprimidos, de
aquellos que no tenemos voz ni rostro en la memoria del poder, en la historia oficial contada por los dueños del dinero. Ésa será la contramemoria
de las clases populares, de las resistencias y de la lucha constante de
los subalternos por emanciparse y construir un nuevo sentido histórico
para la humanidad.
Lev Moujahid Velázquez Barriga*
* Historiador y profesor; miembro del
Centro Sindical de Investigación e Innovación Educativa de la
Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación en Michoacán
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