10/23/2016

Mar de Historias : Ya nunca



Cristina Pacheco
Desde aquel martes, ya nunca tendremos que correr a las papelerías en julio, ni será necesario desvelarnos forrando libros y cuadernos antes del 24 de agosto. En lo que resta de este ciclo dejaré de ordenar a Gertrudis que se acueste a buena hora porque mañana es día de clases; tampoco hará falta suplicarle que no ponga esa cara de tristeza, que se alegre: va a disfrutar de un privilegio que miles de niños en el mundo desconocen: ir a la escuela. ¡Pobrecitos! Se quedarán sin saber tantas cosas...
Tampoco asistiremos a celebraciones escolares, ni a fiestas infantiles, ni compraremos películas infantiles, ni será necesario tratar de convencer a Gertrudis de que los payasos son seres mágicos, buenos, inventados para divertir y hacer felices a los niños, y no para hacerles maldades o causarles pesadillas, como las que la hacían despertar llorando y luego pasarse las horas en blanco, hecha una bolita en su cama y con la luz encendida.
Después de aquellas noches de insomnio, la niña no tenía fuerzas para levantarse. Era un triunfo conseguir que lo hiciera y que desayunara. Hasta allí muy bien, pero en cuanto íbamos a salir a la escuela inventaba que le dolía algo: cuando no la cabeza, el estómago o una muela.
Desde hace un mes, o desde no sé cuándo y para siempre, ya no la acusaré de mentirosita ni le repetiré lo que tantas veces le dije: No te duele nada, así que apúrate a meter tus libros en la mochila y por favor no vuelvas a olvidar tus lentes. Nunca le hablé en tono violento ni amenazante, y sin embargo la niña se deshacía en lágrimas.
Ya no tendré que contener mi irritación ante sus arranques ni intentar animarla diciéndole: ¿Qué sucede? ¿No te alegra pensar que en la escuela verás a tus maestros y a tus compañeritos? Un día, invítalos a la casa. Quiero conocerlos, saber cómo te llevas con ellos, de qué hablan.
Aunque quiera, ya no iré con Gertrudis a la escuela ni le haré las recomendaciones de todas las mañanas: Te portas bien, pones atención a lo que diga tu maestra y no juegues en el salón. Para eso tienes la media hora del recreo.
II
En el último patio, un círculo cerrado y Gertrudis en el centro, confundida, temerosa, defendiéndose con sus escudos –los brazos y las manos– para rechazar los empujones, para taparse los ojos y no ver las muecas horribles con que sus compañeros responden a la pregunta de por qué le hacen eso si ella no los molesta, o a la súplica de que la dejen tranquila; para cubrirse los oídos y no escuchar las burlas ni las advertencias: Pinche cuatr-ojos cara de sapo: ¡abusada! Allí viene el prefecto. Si te pregunta por qué estás llorando le cuentas que te caíste. Y ya sabes: si le dices otra cosa ¡no te la vas a acabar!
III
Por más que me lo repita, no logro aceptarlo: no correremos a las papelerías ni forraremos libros y cuadernos, ni tendremos que aconsejarle a la niña que se duerma temprano; tampoco iremos a celebraciones escolares ni a fiestas infantiles, ni será necesario recomendarle a la Turis –como la llamábamos de cariño– que no olvide sus lentes.
No haremos ni diremos nada de eso simplemente porque Gertrudis ya no está, no existe. Optó por huir antes de que sus perseguidores volvieran a acorralarla, ponerle trampas, humillarla, hacerla cómplice de su violencia al imponerle silencio.
IV
Chale, Reyes, no mames: ¿cómo que vas a tirar los lentes de la cuatr-ojos al excusado? Te pasas, güey, pero si quieres ¡va! Puta madre, ya me imagino la cara de la morra cuando vea que no aparecen sus vidrios. Creo que hasta le van a salir más pecas a la pinche Huevo de Cócona. Ya, Márquez, déjate de pendejadas y échame aguas, por si viene alguien. Uno, dos, ¡listo! ¡Vámonos! Eres un cabrón, Reyes. Si la cegata nos acusa con la maestra de haberle quitado sus lentes ¿qué hacemos? No te preocupes por eso, Márquez, no creo que la chava se atreva a abrir el pico, me la traigo bien jodida; pero si raja, lo negamos y hasta la ayudamos a buscar. Para eso somos sus compañeros, ¿o no? Me cae que eres un chingón, Reyes.
V
Ya no tendré que presentarme ante la maestra cada vez que me cite para decirme que está preocupada por el desinterés de Gertrudis; de seguir así, perderá el año. Tampoco necesitaré prometerle a miss Carito que voy a hablar con la niña para que me explique lo que le sucede, por qué están bajando sus calificaciones; de paso le preguntaré por qué se ha vuelto tan callada y huraña, por qué no quiere invitar a sus compañeros a la casa.
Desde aquel horrible martes ya no le diré a Gertrudis que me tenga confianza y me cuente sus cosas, no le recordaré cuánto la amamos ni la haré prometerme que será la misma de antes: alegre, curiosa, inquieta. Eso ya es imposible: la niña se ató una soga al cuello. Los motivos que la llevaron a ese final están en su cuaderno. Los escribió con el mismo plumín que usamos para marcar en la pared lo que había crecido en los últimos meses.
Gertrudis fue una niña linda y bastante desarrollada para su edad. Siempre pensé que sería una mujer muy alta.

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