Por Jorge Carrasco Araizaga (apro).- Así como con Felipe Calderón la violencia fue la impronta de su sexenio, la de Enrique Peña Nieto es la corrupción.
Sin que haya logrado una mejora en la crisis de seguridad, el gobierno de Peña quedó ya marcado por este tipo de escándalos.
La inseguridad solapada y la corrupción desde el poder
tienen al Estado mexicano en una condición de vulnerabilidad como no
ocurría desde la guerra civil de hace un siglo, la Revolución Mexicana.
Durante el régimen autoritario del PRI, el castigo a la
corrupción fue sólo una estrategia de control político. Los pocos
acusados eran exhibidos tras las rejas y sometidos al escarnio. Nunca
con el propósito de combatirla.
La llegada del PAN agravó el fenómeno. La decisión de
Vicente Fox de perdonar a los “peces gordos” de la corrupción de ese
viejo régimen que tenía a la mano, no hizo sino abrir más la puerta de
la impunidad y, en consecuencia, escalar el problema.
De la corrupción organizada de funcionarios pasamos a una
corrupción sistemática, en el que el control de las instituciones y
organizaciones han ido quedando en manos de redes de corrupción.
Eso ha pasado con las policías, las procuradurías, Pemex y
otras instancias de gobierno, o con gobiernos como el que encabezó
Javier Duarte de Ochoa en Veracruz y de todos los casos que implican a
exgobernadores ahora perseguidos. Se trata de auténticas redes de
corrupción.
El resultado es que México hoy vive una corrupción a gran
escala, no sólo por los multimillonarios montos, sino porque está
sostenida en redes de poder político, económico y social.
Sólo así se explica la inverosímil persecución de Duarte y
la exoneración, por ahora, de sus familiares cercanos, beneficiados por
los actos que encabezó como gobernador.
Así como ha ocurrido cuando las autoridades han descabezado
un grupo del narcotráfico y han dejado intactas las estructuras que se
han beneficiado de sus actividades, es difícil que el gobierno de Peña
Nieto vaya contra todas esas redes que se beneficiaron en torno a
Duarte.
Javier Duarte fue una pieza más de esas redes de protección. Lo usaron y se dejó usar.
Cuando llegó Peña Nieto a la Presidencia de la República, el
entonces gobernador se sintió protegido. Seguro estaba de que no le
pasaría nada, como si hubiera comprado la impunidad.
En enero de 2012, dos colaboradores suyos fueron detenidos
en el aeropuerto de Toluca con 25 millones de pesos en efectivo. Los
empleados salieron desde Xalapa en un avión oficial, que aterrizó en la
capital del Estado de México en plena campaña presidencial y desde donde
Peña Nieto construyó su candidatura con el apoyo del PRI y del Partido
Verde.
Descubierto, el dinero tuvo que regresar a las arcas. Pero
el entonces gobierno de Calderón no abundó en investigación y no se pudo
saber si más dinero en efectivo fue enviado desde Xalapa a Toluca.
Duarte también tejió redes en el poder económico. Numerosos
empresarios prestaron sus nombres para desviar recursos, de la mano de
abogados y fiscalistas, según la acusación de la Procuraduría General de
la República (PGR).
Javier Duarte de Ochoa es una expresión superlativa de la
corrupción en México, aun cuando el caso del exgobernador de Tamaulipas,
Tomás Yarrington, pudiera tener implicaciones aún más profundas.
Duarte pasará a la historia como el gobernador más corrupto
de México de principios del siglo XXI, aunque hay muchos otros que se le
acercan para disputarle esa posición. Todas las sociedades padecen la
corrupción. La diferencia es el nivel que alcanza.
En México se ha convertido en una verdadera amenaza a la
seguridad del Estado porque lo está haciendo cada vez más débil ante el
mundo.
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