Desigualdad & Género
La crisis desatada por el coronavirus supuso un aumento de la violencia de género, más pobreza y nuevas barreras en el acceso a la salud sexual y reproductiva.
El año que terminó hace pocos días estuvo marcado a nivel global por el coronavirus, que llegó para modificar la vida de prácticamente todas las personas, en todos los sentidos y en todas partes. Una enfermedad que no discrimina, en tanto puede afectar a personas de cualquier edad, clase socioeconómica o género, pero que tiene un impacto diferenciado en las poblaciones que ya atravesaban situaciones de especial vulnerabilidad.
La cronología es conocida: la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la pandemia de covid-19 en marzo y enseguida los países decidieron imponer confinamientos, restringir la circulación de personas, cerrar fronteras, apostar a las clases virtuales y exhortar a la implementación del teletrabajo.
Las medidas fueron efectivas para contener la propagación del virus. Sin embargo, las consecuencias del encierro no tardaron en aparecer a nivel económico, social y emocional, y muchas brechas que ya existían se profundizaron. Las mujeres, una vez más, quedaron en desventaja.
En América Latina, la pandemia provocó la pérdida de miles de empleos, sobre todo en sectores que tuvieron que paralizar la actividad. Esto derivó en una grave crisis económica que impactó más fuerte en las mujeres, que incluso antes de la pandemia ocupaban puestos laborales más precarizados o estaban en la informalidad. Para muchas, quedarse en casa significó la pérdida parcial o total de los ingresos, por lo que en algunos casos se vieron obligadas a salir a la calle a buscar trabajo ‒pese al riesgo de contagio‒ para no pasar hambre o quedarse sin techo.
A eso se suma que, mientras la actividad mermaba afuera de las casas, adentro aumentaba la carga de las tareas domésticas y de cuidados, que más que nunca recayeron de manera desproporcionada sobre las mujeres.
Con las puertas cerradas, también aumentó el riesgo para las mujeres que vivían situaciones de violencia por parte de parejas o familiares varones convivientes. En la mayoría de los países de la región, de hecho, se dispararon las llamadas a servicios de ayuda o asesoramiento ante casos de violencia de género, especialmente durante los primeros meses de pandemia.
Por otro lado, priorizar recursos para gestionar la emergencia sanitaria implicó en algunos países que los servicios de salud sexual y reproductiva se vieran interrumpidos, sufrieran recortes o directamente fueran negados. En muchos casos, gobiernos nacionales o locales conservadores pusieron la excusa de la pandemia para restringir estos derechos, y fueron aplaudidos por grupos “provida”. Mujeres han denunciado las dificultades en la región para acceder a los servicios de aborto, recortes en el suministro de anticonceptivos y casos de violencia obstétrica “justificados” por el contexto de emergencia.
Ante las diferentes urgencias que desató la pandemia, colectivos feministas tejieron redes para asesorar, acompañar y ayudar a quienes en algunos casos parecían olvidadas por el Estado. Ollas populares, canastas de alimentos, líneas de asistencia para víctimas de violencia y mecanismos de acompañamiento a la distancia para las que necesitaron interrumpir embarazos se replicaron en la región. Frente a la crisis de la parálisis, se activó la solidaridad.
Desempleo y pobreza
Las mujeres son las más afectadas por el aumento del desempleo, la pobreza y la sobrecarga de cuidados no remunerados que provocó la pandemia, aseguró ONU Mujeres en un artículo publicado a principios de noviembre.
Según las estimaciones del organismo, el coronavirus dejará en América Latina a 118 millones de mujeres y niñas en la pobreza. Esto se debe a que la reducción de la actividad económica afecta en primera instancia a las trabajadoras informales que pierden su sustento de vida de forma casi inmediata, sin ninguna posibilidad de sustituir el ingreso diario. “Más de la mitad de las mujeres trabaja en sectores de alto riesgo de ser afectados por la contracción económica: comercio, trabajo doméstico, manufacturas, turismo, servicios administrativos, actividad inmobiliaria y el sector salud; donde las mujeres se encuentran sobrerrepresentadas en la primera línea de respuesta, pero con una participación minoritaria en la toma de decisiones frente a la pandemia”, dice ONU Mujeres.
Las proyecciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y de la Organización Internacional del Trabajo señalan que, efectivamente, las mujeres están perdiendo sus empleos a un ritmo mucho mayor que los hombres. A fin de año estimaban que 2020 cerraría con una tasa de desocupación de las mujeres en la región de 15,2%, casi seis puntos porcentuales más que en 2019.
En Uruguay, la emergencia sanitaria también tuvo mayor impacto en las trabajadoras informales, que no sólo no pudieron acceder al seguro de paro sino que, además, integran sectores que se han visto especialmente afectados por las medidas adoptadas para contener la propagación del coronavirus. Así lo aseguran la economista Alma Espino y la socióloga Daniela de los Santos en el informe “Pandemia, políticas públicas y desigualdades de género en Uruguay”, publicado a mediados de año.
Las investigadoras citan el ejemplo de las trabajadoras domésticas, quienes denunciaron reducciones de jornadas laborales, “despidos abusivos” y suspensiones desde que comenzó la emergencia sanitaria.
Otro caso es el de las trabajadoras sexuales, que perdieron posibilidades laborales debido al cierre de boliches, bares y whiskerías, y a la restricción de la circulación en las calles. Sin alternativas para percibir ingresos, unas y otras tuvieron que generar alternativas para sostener la vida de sus familias organizando ollas populares o buscando donaciones de canastas de alimentos y productos de higiene.
La situación en América Latina es también complicada para las mujeres rurales, indígenas y afrodescendientes, que, además de trabajar de manera informal, debido a la pandemia se enfrentaron a obstáculos para acceder a recursos productivos como el agua, la tierra, insumos agrícolas, financiamiento, seguros o capacitación, y tuvieron dificultades para comercializar sus productos en los mercados. Las proyecciones de la CEPAL auguran que seis millones de mujeres rurales de la región corren el riesgo de caer en la pobreza extrema.
En nuestro país, la Red de Grupos de Mujeres Rurales del Uruguay advirtió en octubre sobre el impacto de la crisis sanitaria en la actividad laboral y en su autonomía económica, “que es una de las maneras de luchar contra la violencia patrimonial y desterrar de una vez por todas el patriarcado”, como explicó a la diaria la vicepresidenta de la plataforma, Silvia Páez, en el marco del Día Internacional de las Mujeres Rurales.
Uno de sus comentarios podría resumir la sensación de las trabajadoras en el resto de los sectores mencionados: “Todo ha tenido un proceso de detenimiento y de tener que pensar cómo volver a empezar”.
La crisis de los cuidados
Con los centros educativos cerrados, las personas adultas mayores aisladas y la imposibilidad de contar con alguien externo al núcleo familiar para encargarse del cuidado, las mujeres también tuvieron que asumir gran parte de los cuidados de niñas, niños y otras personas dependientes. Esto implicó el aumento de la carga de una tarea que ya recaía de manera desproporcionada sobre las mujeres.
Así, se vieron obligadas a hacer malabares para conciliar los cuidados con el trabajo remunerado. Las mujeres que inevitablemente tuvieron que salir a trabajar fuera del hogar vieron las alternativas reducidas a la hora de definir con quién dejar a sus hijas e hijos. Aquellas que podían trabajar desde su casa, en tanto, se enfrentaron al doble desafío de ocuparse en simultáneo del trabajo y el cuidado.
Antes de la pandemia, las mujeres de la región dedicaban más del triple de tiempo al trabajo no pago que los hombres, según datos de ONU Mujeres. La crisis sanitaria sólo agravó esta desigualdad histórica y puso en evidencia la necesidad un reparto equitativo de los cuidados, que venga acompañado de un cambio cultural.
“La crisis debe transformarse en una oportunidad para fortalecer las políticas de cuidados en la región, desde un enfoque sistémico e integral, incorporando a todas las poblaciones que requieren cuidados, a la vez que se articulan con las políticas económicas, de empleo, salud, educación y protección social sobre la base de la promoción de la corresponsabilidad social y de género”, aseguran ONU Mujeres y la CEPAL en un informe publicado en agosto.
En Uruguay, “las cargas de cuidados no han estado presentes en el discurso público, así como tampoco las tensiones que conlleva para las mujeres quedarse en casa y no recibir los apoyos de las instituciones educativas y de cuidados durante la cuarentena”, resumen Espino y De los Santos en su estudio. Al mismo tiempo, se preguntan si, “de profundizarse la estrategia de los trabajos remotos”, “se podrán conciliar los tiempos de la vida y del mercado” y “se facilitará la corresponsabilidad en el trabajo no remunerado entre varones y mujeres”.
Unos días después de que se conoció el primer caso de coronavirus en Uruguay, Espino dijo a la diaria que se trataba de una buena oportunidad para llamar a los varones “a tener un papel más relevante y sentirse parte del cuidado de lo más importante que tenemos los seres humanos, que son las personas a las que queremos”. La invitación sigue abierta.
Violencia machista, la otra pandemia
Con o sin pandemia, la mayoría de las situaciones de violencia de género tienen lugar en el ámbito privado y son ejercidas por parte de parejas, ex parejas o familiares varones. Por eso el llamado al confinamiento prendió las alarmas: la casa era el mejor refugio para evitar el contagio del coronavirus, pero el lugar más inseguro para muchas mujeres.
Organizaciones y colectivos feministas iniciaron campañas para alertar y prevenir sobre esta situación, al tiempo que exigieron a los gobiernos la adopción de medidas que se ajustaran a la nueva realidad. Muchos países reforzaron entonces los servicios de atención telefónica y las apps, que habilitaron una vía posible para que las mujeres pudieran pedir ayuda incluso estando encerradas con sus agresores las 24 horas del día.
El número de las llamadas a los servicios de atención a la violencia de género se disparó en la región durante los primeros meses de la pandemia, casi sin excepciones. En Uruguay, el total de consultas telefónicas y presenciales a los servicios del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) de todo el país aumentó 25% respecto de 2019. Sólo entre enero y setiembre fueron atendidas 11.281 llamadas al 0800 4141, un promedio aproximado de 41 por día, según cifras del Inmujeres. El pico máximo se registró en abril, con una consulta cada 20 minutos.
En paralelo, hubo una baja de las denuncias policiales, un fenómeno que se repitió en otros países y que dejó en evidencia los obstáculos a los que se enfrentaron las mujeres a la hora de denunciar en el contexto de aislamiento. De todas formas, el Ministerio del Interior registró 33.004 denuncias por violencia de género de enero a octubre de 2020. Es decir, 109 por día. O una cada 13 minutos.
Varios países de la región que optaron por cuarentenas estrictas también enfrentaron un aumento de los femicidios durante la pandemia. En Argentina, por ejemplo, hubo 298 casos del 1º al enero al 31 de diciembre, según datos del Observatorio de Violencias de Género “Ahora que sí nos ven”. De ese total, 217 tuvieron lugar durante el período de aislamiento y distanciamiento social obligatorio, entre el 20 de marzo y el 30 de diciembre. En 65,1% de los casos, los femicidios se dieron dentro de una vivienda, lo cual ratifica que “el hogar de las mujeres continúa siendo el lugar más inseguro”, puntualiza el observatorio en el informe.
Reforzar los servicios telefónicos fue una de las distintas medidas que se adoptaron en la región para abordar la violencia de género. Hubo otras. Las autoridades argentinas, por ejemplo, decretaron una excepción para que mujeres y personas LGBTI en situación de violencia pudieran romper la cuarentena para ir a hacer una denuncia penal o pedir asistencia. El gobierno de Colombia expidió un decreto para garantizar la prestación ininterrumpida de servicios de atención a víctimas de violencia de género en las comisarías de familia, de forma virtual. La Fiscalía de Honduras anunció que investigaría de oficio a personas que promovieran la violencia contra las mujeres a través de redes sociales durante el período de aislamiento.
En todos los países, sin excepción, el riesgo y los obstáculos para huir de las situaciones de violencia fueron y son todavía más grandes para las mujeres en situaciones de mayor vulnerabilidad a múltiples formas de discriminación, como mujeres con discapacidad, con VIH, LGBTI, migrantes, desplazadas y refugiadas, víctimas de conflicto armado, indígenas, afro, rurales o que viven en asentamientos. Por eso, organizaciones sociales insisten en que el abordaje de las distintas problemáticas tiene que incluir siempre la mirada interseccional.
El periplo por la salud sexual y reproductiva
La OMS publicó en marzo una guía con orientaciones para mantener los servicios de salud esenciales durante la pandemia que incluía tanto los relacionados con la salud sexual y reproductiva como los de maternidad. El documento advertía, de hecho, que la reducción de la disponibilidad de esos servicios podía implicar “miles de muertes maternas y neonatales debido a los millones de embarazos no deseados adicionales, los abortos en condiciones de riesgo y los partos complicados sin acceso a la atención esencial y de emergencia”. Incluso alertaba que una reducción de 10% en estos servicios “podría resultar en unos 15 millones de embarazos no deseados, 3,3 millones de abortos en condiciones de riesgo y 29.000 muertes maternas adicionales durante los próximos 12 meses”.
Pero de lo recomendado a lo hecho hubo un largo trecho, y varios países se vieron obligados a priorizar los servicios destinados exclusivamente a atender la covid-19. Como consecuencia, la atención a la salud sexual y reproductiva de mujeres, niñas y adolescentes fue interrumpida, negada o sufrió recortes.
En muchos casos, hubo negación o suspensión de los servicios de interrupción voluntaria del embrazo y recortes de suministros de misoprostol y mifepristona, según denunció en octubre Catalina Martínez Coral, directora regional para América Latina y el Caribe del Centro de Derechos Reproductivos, en una entrevista con la agencia DW. En otros casos, como en Brasil, la crisis redujo drásticamente el acceso a los abortos legales porque muchas clínicas cerraron: de las 76 registradas que brindan servicios de aborto legal en todo el país, sólo 42 permanecieron abiertas durante la pandemia, de acuerdo con datos recopilados por activistas y relevados por la cadena BBC.
Las barreras para el acceso al aborto fueron incluso alentadas y celebradas por grupos “provida”, algunos con influencia en gobiernos nacionales o locales.
Martínez Coral aseguró que las mujeres también encontraron obstáculos para acceder a la salud materna. En ese sentido, dijo que en países como Honduras y Perú se denegaron atenciones prenatales “inclusive a personas que tenían embarazos de alto riesgo”.
En Uruguay no se registraron irregularidades para acceder a los servicios de aborto, pero sí fueron denunciados casos de violencia obstétrica. En concreto, se denunciaron situaciones en las que se prohibió el acompañamiento en controles prenatales y ecografías, así como casos de maltrato verbal. La organización Gestar Derechos advirtió sobre el caso de una mutualista que impuso la cesárea a una mujer con coronavirus y prohibió el acompañamiento de su pareja.
La respuesta de los feminismos, otra vez, fue organizar la sororidad. En Argentina, las Socorristas en Red lanzaron una campaña para recordar que las mujeres tienen derecho a un aborto seguro incluso en cuarentena. “El sistema de salud no te puede abandonar. Los derechos sexuales y reproductivos no se suspenden en pandemia”, decía una de las placas que circularon en redes sociales. En Ecuador, la red Las Comadres también difundió información de contacto para atender a mujeres que quisieran interrumpir el embarazo, tanto por vía telefónica como a través de Telegram. “Un aborto acompañado es un aborto seguro” era una de las premisas. En Uruguay, el colectivo Mujeres en el Horno reafirmó que el aborto es legal incluso en pandemia y le dio difusión al número de la Línea Aborto, mientras que Gestar Derechos se puso a disposición para asesorar a quienes hubieran vivido algún episodio de violencia obstétrica.
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