4/28/2008

LA FOSA DE LOS DESAPARECIDOS


Alberto Híjar.

Durante el mes de febrero y con el sigilo propio de las averiguaciones indeseables para el Estado, la Procuraduría General de la República ha aplicado sofisticados aparatos de escáneo y tomografía en el cuartel del Ejército en Atoyac de Álvarez, Guerrero.


Quizá contó la presunción de que podrían aparecer los restos de los no menos de 450 desaparecidos en el municipio de Atoyac, parte de los 650 del estado de Guerrero y de los 1300 en todo México de los años setenta. El lunes, precisa la reportera Martha Martínez de Diario Monitor, las autoridades federales decidirán si proceden las excavaciones, a sabiendas de que en la sede del 49 Batallón de Infantería, no sólo los espacios al aire libre pudieran haber servido de fosas advertidas ahora por la irregularidad del terreno, sino también en una galera de 150 m2, un pozo y un sótano en donde algunos sobrevivientes fueron torturados y permanecieron en calidad de desaparecidos.

Este es otro caso para que Héctor Aguilar Camín justifique su sueldo de escribidor de Estado pregonando que no hay actas de defunción ni trámite de licencia para un cementerio y para inhumaciones, todo lo cual prueba que el excuartel militar sólo sirvió para albergar a la soldadesca. Este fetichismo de los partes oficiales, es contradicho por los testimonios numerosos de quienes sufrieron la ocupación militar del estado de Guerrero y en especial, de Atoyac durante los años guerrilleros de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria de Genaro Vázquez y del Partido de los Pobres y su Brigada Campesina de Ajusticiamiento de Lucio Cabañas.

Mientras montábamos los documentos elocuentes en el Museo de Sitio en Atoyac, inaugurado el 2 de diciembre de 2002 mantuvimos las puertas abiertas para aliviarnos del calor. Curiosas y curiosos se asomaban, los invitábamos a pasar y solicitábamos su opinión sobre lo que estábamos acomodando en los muros. Seguimos lamentando no haber contado con una grabadora para recoger los testimonios de quienes recordaban masacres, desaparición o asesinado de algún familiar y vivencias propias del acoso criminal de soldados y agentes federales. Viene al caso recordar un testimonio de quien fue inscrita en la primaria vecina al cuartel desde donde, acompañada por pequeñas compañeras y compañeros entraban a curiosear y lograron ver el trato infame a las víctimas de la represión. Las traía un helicóptero encostaladas y amarradas y sin saber si estaban aún vivas las arrojaban como bultos antes del aterrizaje para alguna tarea clasificatoria, volverlas a subir para arrojarlas al mar con una piedra que impidiera su salida a la superficie.

La viveza de la narración contrasta con la incapacidad para escribirla y con una foto maltratada y resguardada bajo el colchón del padre de la testimoniante famélico y desnudo, enloquecido por la tortura. Nada de esto consta en actas por lo que los historiadores fetichistas de los registros oficiales, pueden seguir con sus rutinas ahora bien patrocinadas con el pretexto del 2010. Tras la discusión de los excesos represivos en Acteal, está la necesidad de valorar los testimonios directos como una fuente primaria del conocimiento histórico y social. La dificultad para su registro válido es la superación de la manía literaturizante de mezclar las evidencias concretas con los mitos y las supersticiones. Cuando un mismo testimonio es repetido puede ser evidencia de la verdad pero también de la influencia del mito y la superstición no siempre obvias como cuando se afirma que ni Zapata ni Lucio han muerto sino están en Palestina o Cuba. Pero igual ocurre con las actas escritas no solo orientadas por mitos y supersticiones sino por algo más concreto como son las recomendaciones autoritarias y represivas. Tras la aparente objetividad están los ocultamientos.

Cuando en 1974, por ejemplo, fui aparecido en los separos de la Procuraduría General de la República, un médico quiso hacerme firmar su dictamen de que yo estaba en perfectas condiciones físicas cuando eran evidentes los moretones en el plexo y en general en las partes blandas. Me negué a firmar y poco le importó aunque anoto la presencia de “pequeñas excoriaciones”. Igual ocurrió con en mi ingreso a Lecumberri con un médico muy joven que evidentemente no iba a poner en riesgo su plaza laboral y su seguridad personal, anotando evidencias indeseables para la Federal de Seguridad.

Al fetichismo de las actas oficiales se suma la incapacidad dialéctica alimentada en las escuelas de historia donde poco o nada se habla de los testimonios orales. Cuenta en todo esto el eurocentrismo racionalista de identificar la verdad con lo que consta en actas. De aquí la importancia de historiadores tan críticos como Carlo Gingsburg, analista de documentos inquisitoriales para descubrirlos cargados de superstición necesaria para condenar a brujas y toda suerte de endemoniados. Desde entonces, Baja Edad Media europea, hay escribidores que registran sobre la base de la verdad divina revelada y administrada por los inquisidores.

Esta condición sobrevive en empleados por la seguridad del Estado como Héctor Aguilar Camín y Gustavo Hirales, pero también hay quienes con menos fortuna en la difusión de sus escritos practican la dialéctica discursiva necesaria para comprender la historia. Nada de esto, por supuesto, ocurrirá en la averiguación en Atoyac de no ser que por el reconocimiento de los excesos de los crímenes de Estado, mal llamados guerra sucia, este asuma la represión brutal como algo del pasado para beneplácito de las comisiones de derechos humanos.

Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Victimas de Violaciones a los Derechos Humanos en México,




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