La foto del cadáver de Arturo Beltrán Leyva y la decisión de darle extensa difusión mediática habrían podido ser tomadas –acaso lo fueron– por los operadores de un cártel rival: es la clase de escarnio que las bandas delictivas hacen del enemigo caído, como ocurre con los narcovideos que circulan en youtube o como la exhibición de los cuerpos de los hijos de Saddam Hussein, resanados con plastilina y maquillados de color rosa solferino, montada en julio de 2003 por la soldadesca gringa en el interior de una carpa inflable.
Fue un espectáculo caro: sólo por el chivatazo que permitió a los ocupantes dar con el paradero de los hermanos Hussein, en Mosul, los contribuyentes de Estados Unidos pagaron 30 millones de dólares. A eso hubo que agregarle los gastos, jamás desglosados, por la demolición de la vivienda con misiles TOW (larga vida a los accionistas de Hughes Aircraft), por el salario de los soldados que llevaron a cabo la carnicería y por la reconstrucción burlona de los cuerpos. Entre otros. Para la administración de Bush resultaba prioritario enviar un mensaje inequívoco: los dictadores insumisos a Washington serían perseguidos sin miramientos hasta en su descendencia, sin compasión ni concesión alguna, y lo que quedara de ellos quedaría sujeto a bromas de mal gusto. Más allá de plasmar la infinita vulgaridad característica de George Walker, la acción mediática fue un comunicado de terror y escarmiento.
Quién sabe cuánto nos costó, a los causantes mexicanos, la difusión de las imágenes del presunto narco abatido en Cuernavaca, pero es dudoso que el montaje haya sido una mera ocurrencia de funcionarios de bajo nivel, federales o estatales, civiles o militares, como lo insinúa el calderonato con una hipocresía monumental. El despojo mortal era un trofeo (esa palabra usó una fuente gubernamental citada antier en este diario) demasiado valioso para el gobierno federal como para permitir que un empleado de poca monta de la procuraduría morelense lo manoseara e hiciera con él composiciones perversas.
De hecho, el cadáver del capo fue estrechamente vigilado por fuerzas militares hasta que llegó a su destino final, en un panteón privado de Culiacán. Circunstancias aparte, la cuidadosa gráfica del muerto cubierto de billetes bien podría llevar, por pie de foto, así o más
, haiga sido como haiga sido
o cualquier otra expresión de bravuconería incivilizada.
Pero hay motivos para sospechar que no todo sea resultado de una catarsis festiva, sin duda explicable –aunque no justificable– tras los fracasos y hasta los desastres que afectan a la oficialmente llamada guerra contra la delincuencia
(por cierto: ¿dónde habrá causado más regocijo la foto, generosamente reproducida por los medios afines al régimen? ¿En Los Pinos o en los escondrijos de los otros rivales de Beltrán Leyva?) Esto no habría ocurrido si no hubiera la determinación de convertir al Estado en portavoz de barbarie, de degradar a las instituciones hasta el punto de volverlas emisoras de cosas indistinguibles, en la forma y en el fondo, de los célebres narcomensajes, de enviar a la población en general, y particularmente a sus sectores más lúcidos, organizados y cívicos, telegramas de terror con este sentido: el poder público es capaz de exterminar, de brincarse todas las formas de la legalidad (una muy simple: ¿alguien ha oído hablar de una orden judicial de allanamiento o de captura que diera pie y cobertura al operativo de Cuernavaca?), de emplear todo el poder de fuego disponible contra una residencia enclavada en un condominio, de hacer maldades equivalentes a las que cometen los más malos de los malos, de solazarse y degradarse en la profanación del cadáver enemigo.
A fin de cuentas, si el gobierno tuviera intenciones reales de combatir al narco, en vez de promover combates espectaculares y cruentos, tendría que empezar por cerrar los circuitos financieros al lavado del dinero procedente de las drogas ilegales, dinero que es ya una de las tres principales fuentes de divisas para la economía nacional. Sería más barato, simple, civilizado y fructífero. Pero parece ser que el calderonato deseaba enviar al país una tarjeta navideña macabra para promover su poder corporativo, y eso hizo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario