Denise Dresser
MÉXICO, D.F., 21 de diciembre.- ¿Logró México transitar de un régimen autoritario, vigente durante más de siete décadas, a una verdadera democracia? ¿El régimen político que hoy impera representa cabalmente el sentir de las mayorías y se ejerce el poder desde la perspectiva del interés general? ¿La transición mexicana culminó? ¿Estamos aún en ella o, a la luz de lo que hoy vivimos y la perspectiva que se vislumbra, tendríamos que decir abiertamente que la transición fracasó?
Preguntas necesarias que formula Carmen Aristegui en su nuevo libro Transición. Preguntas imprescindibles que debería hacerse todo ciudadano preocupado por el destino de su país. Preguntas definitorias para poder asumir una posición ante las iniciativas de reforma política planteadas por Felipe Calderón.
Porque las palabras usadas para describir al sistema político mexicano son métrica del desencanto y termómetro de la desilusión. Palabras como democracia incompleta. Transición truncada. Representación fallida. Impunidad institucionalizada. Simulación. Regresión.
En vez de responder a los intereses públicos, la política promueve los intereses particulares.
En lugar de resolver problemas, el andamiaje institucional los patea para delante.
En vez de generar incentivos para la representación, las reglas actuales impiden que ocurra.
En lugar de empoderar ciudadanos, la transición termina encumbrando oligarcas.
Como sugiere Juan Pardinas, la democracia mexicana es un “perro verde”.
Es demasiado exótica. Es la única en el mundo –aparte de Costa Rica– en la cual no existe la reelección de legisladores o presidentes municipales. Es de las pocas en donde no se permiten las candidaturas ciudadanas.
Es excepcional en cuanto a la ausencia del referéndum.
Es inusual por la prohibición de la “iniciativa ciudadana”.
Es extraordinaria por la ausencia de mecanismos para permitir la construcción de mayorías legislativas estables.
Es mexicanísima por la forma en la cual encumbra a los partidos pero ignora a los ciudadanos.
El perro mexicano se empeña en ser excepcional y para mal. Por eso su pelambre tiene un color tan distinto al de otros caninos. Por eso cojea en vez de correr. Por eso produce pleitos callejeros con tanta frecuencia. Por eso es una especie tan disfuncional.
Sobre su lomo están montados los sindicatos abusivos y las televisoras chantajistas y los partidos irresponsables y los gobernadores impunes y los oligarcas privilegiados. Todos ellos, progenitores del perro verde y beneficiarios de su excepcionalidad.
Sin reelección no hay rendición de cuentas ni representación política completa ni profesionalización de la clase política ni manera de ir debilitando a los cacicazgos locales.
Sin candidaturas ciudadanas no hay forma de romper el monopolio de los partidos y de los líderes sindicales sobre la vida política.
Sin referéndum no hay manera de involucrar directamente a la población en la definición de los grandes temas nacionales. Sin la iniciativa ciudadana no hay forma de promover políticas públicas que la clase política no quiere tocar, incluyendo el combate a los monopolios.
Sin elevar el nivel de votación para el mantenimiento del registro, seguiremos financiando a partidos pequeños –como el Verde o el PT– que se venden al mejor postor o promueven farsas como la de Juanito. Sin iniciativas preferentes no es posible obligar al Congreso a legislar sobre temas que rehúye, incluyendo la promoción de la competencia. Sin medidas como las que ahora se someten a debate nacional, los ciudadanos seguirán siendo poco más que pulgas de un perro rabioso.
Y sí, las propuestas provienen de un presidente impopular, acorralado, debilitado, que llegó al poder en condiciones cuestionables. Y sí, la lista es incompleta porque no resuelve todos los problemas del sistema económico o del régimen político.
Pero eso no debería ser suficiente para descalificarlas de entrada; el odio al mensajero no debería oscurecer la importancia del mensaje que envió. México tiene una democracia descompuesta que necesita arreglar.
México tiene una democracia atorada que necesita echar a andar.
México tiene una democracia elitista que necesita ampliar.
Abriendo espacios a la ciudadanía para que su participación cuente; generando incentivos para que los legisladores y los presidentes municipales se vean obligados a rendir cuentas, cosa que no hacen hoy; dando poder a los votantes para que puedan generar contrapesos sociales a los poderes fácticos; creando vínculos de exigencia y representación entre los gobernados y los gobernantes. Reformas con la capacidad de airear, sacudir, relegitimar, disminuir la excepcionalidad de la democracia mexicana y normalizar su funcionamiento.
Ante ellas, el PRI y el PRD se equivocan al posicionarse como lo han hecho, afirmando que las reformas son “una faramalla” o “reviven el presidencialismo agotado” o “pretenden que nada cambie” o “perpetúan el clientelismo electoral” o son “una distracción” o lo más importante es que “se controle al Ejecutivo con la ratificación de los secretarios de Estado” o “tengo serias reservas sobre modelos de organización política probados en otras latitudes, pero que no tienen historia, condición o idiosincrasia igual a las que tiene México” o “la ciudadanía no está preparada”.
Al responder así, Carlos Navarrete y Jesús Ortega y Enrique Peña Nieto y Beatriz Paredes demuestran dónde están parados: cerca del statu quo y lejos de la ciudadanía; cerca de la partidocracia que quieren preservar y lejos de lo que México debe hacer para desmantelarla; cerca de prácticas que desacreditan a los partidos y lejos de empujar su rehabilitación; cerca del argumento espurio del excepcionalismo y lejos de la normalidad democrática que el país exige.
Para entrenar al perro verde hará falta más de lo que se ha propuesto hasta el momento, pero las medidas contempladas ayudan a colocar una correa democrática alrededor de su cuello.
Para obligar al can a obedecer a los ciudadanos, en lugar de morderlos, será imperativo discutir la apertura de los medios y el financiamiento a los partidos y la desaparición del fuero y las acciones colectivas y el fortalecimiento de los órganos autónomos y el combate a la corrupción y todo aquello que les permita a los mexicanos proteger sus derechos.
Todo aquello que obligue a los partidos a ceder parte de su poder.
Todo aquello que refresque la representación política.
Todo aquello que logre sacar a México de la jauría de las democracias exóticas, para colocarla en la camada de las democracias más normalitas.
Y así, domesticar al perro verde.
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