Nada detiene en efecto la voracidad ambiciosa de Alice Ward (Melissa Leo), una matriarca capaz de triturar la vida afectiva de su hijo menor y de sabotear sus primeras oportunidades en el ring, en su propósito de rescatar la gloria de su hijo favorito y propiciar su improbable regreso al ring. Al lado de sus siete hijas (sí, siete), cómplices iracundas en la misma faena de defensa del honor familiar, Alice arremete contra Charlene (Amy Adams), la amante de Mickey que procura mantenerlo lejos del tsunami sobreprotector, y contra los entrenadores que buscan romper el círculo de dependencia del joven con su hermano mayor. En medio de todo esto, el peleador novato manifiesta complacencia ante el chantaje sentimental y una gran debilidad de carácter, mismas que irá superando a lo largo de la película. Es claro: las peleas más difíciles las libra Mickey en el cuadrilátero familiar. Al respecto, apunta el crítico Anthony Lane: Yo solía ver a las brujas en Macbeth como una pandilla temible, pero al lado de las hijas de Alice acaban pareciéndose más bien a las Andrew Sisters
(The New Yorker).
La película, basada en hechos reales, alude también al documental High on Crack Street: Lost lives in Lowell, que en 1995 realiza la HBO sobre Dicky Ecklund y en el que el propio boxeador retirado participa entusiasta creyéndolo un tributo a sus éxitos pasados, cuando en realidad se centra en su decadencia profesional y en el efecto destructor de las drogas.
Una escena notable muestra a un Christian Bale vociferante y demacrado viendo el documental en la cárcel, y la manera en que su entusiasmo inicial al lado de sus compañeros de crujía da paso al malestar moral y a una renovada sensación de derrota. Lo increíble en la cinta, el aspecto más descuidado de su narrativa, es mostrar a la madre de Dicky, esa manipuladora absoluta, genuinamente sorprendida al descubrir por el documental la ya vieja adicción de su hijo predilecto.
Si bien la historia real muestra una cadena de desventuras encaminadas a un final feliz, o por lo menos a un arreglo de jubilación apacible para todo mundo, la cinta gana poco al referir puntualmente esta historia intrascendente. Toro salvaje (Raging Bull, 1980), de Martin Scorsese, y Ciudad dorada (Fat city, 1972), de John Huston, son en el terreno del registro de las peleas de box y en el análisis de la frustración profesional, antecedentes insuperables, sin hablar del clásico total en la materia, El luchador (The set up, 1949), de Robert Wise. Al lado de esas cintas, El peleador es un relato convencional –sostenido por buenas actuaciones (Christian Bale, Amy Adams, Melissa Leo, y en tono menor el propio Wahlberg)–, sin mayores registros de originalidad o maestría. Más interesante que el cuadro rutinario de disfunción familiar, habría sido tal vez rescatar lo que mejor quedó consignado en la historia del boxeo y a lo que la cinta alude sólo tangencialmente: la amistad profunda de Micky Ward y su adversario final Arturo Gatti, convertido el primero, luego de su retiro, en un entrenador solícito de quien impávido seguía cosechando triunfos.
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