Lydia Cacho
Todo comenzó en el momento en que el primer ministro recibe un mensaje
de que la princesa de su país había sido secuestrada por un grupo
criminal. La petición de rescate es muy clara: el primer ministro debe
tener sexo con un cerdo, debe ser grabado y transmitido en vivo, de lo
contrario el gobernante será responsable del homicidio de la princesa
más querida de su país. La central de inteligencia intenta contratar a
un actor porno, pero de inmediato los secuestradores se percatan y
advierten que la princesa morirá.
Todo el país ve con un morbo inconmensurable la humillación inaudita del
Primer Ministro en un acto zoofílico; ese morbo se convierte en
vergüenza, pena, lástima y rabia contra quienes son capaces de controlar
de semejante forma al líder político de un país.
Es la trama de uno de los capítulos de la magnífica serie de Netflix
Black Mirror. Lo curioso es que Charlie Brooker, el creador de la serie,
nunca leyó la biografía no autorizada del primer ministro británico
David Cameron. Según un compañero de Cameron, durante sus años en
Oxford, David se vio forzado a llevar a cabo un acto sexual con la
cabeza de un cerdo muerto como parte de un rito de paso de la hermandad
universitaria (hecho nunca comprobado).
El final de ese capítulo denominado “Himno nacional”, bien podría ser
parte de una historia real que sucede a diario en universidades de todo
el mundo. La fragilidad de internet, junto con la posibilidad del
parcial anonimato de las redes sociales han revelado uno de los
problemas más serios del Siglo XXI: la violencia cibernética que va
desde el hostigamiento menor hasta el secuestro manipulado desde una
computadora por un delincuente sentenciado en una prisión de alta
seguridad que tiene acceso, una vez al día, al uso de redes sociales y
correos electrónicos.
En las universidades encontramos cada vez más casos de jóvenes
dispuestos a unirse para destruir la reputación de estudiantes o
miembros del profesorado; de entre ellos encontramos a algunos que creen
que amenazar de muerte a una profesora mostrando su fotografía con el
rostro moreteado como si la hubiesen golpeado severamente es simplemente
una forma de disentir con la visión de la educadora. Otros, como vemos
constantemente, amenazan de muerte a periodistas, activistas o políticos
usando fotografías de balas, cuerpos destrozados, charcos de sangre, es
decir, utilizando todos los recursos de personas que en psiquiatría
serían calificadas como sociópatas.
La pregunta que nos hemos hecho en los últimos años quienes investigamos
estos actos violentos cada día más visibles en todos los grupos
sociales con acceso a internet, es cómo abordar el comportamiento de
miles de personas que creen que es divertido jugar a ejercer violencia.
Dicho de otra forma, la incapacidad de la mayoría de las y los usuarios
para comprender que las redes sociales son un instrumento comunicacional
de la realidad y no una nube inocua en la que se pueden verter odios y
frustraciones sin medida.
Miles de jóvenes entrevistados en México, Estados Unidos, y Australia,
responden prácticamente lo mismo a las preguntas que hemos hecho grupos
de especialistas en violencia social y de género. Dicen agredir porque
están aburridos, porque no tienen mucho que hacer, porque los adultos
son estúpidos, les harta la gente que cree saber mucho sobre la vida y
lo expresa en redes sociales (incluyendo periodistas y Academia);
revelan sentir una adicción al poder de herir a otros desde el
anonimato. Desde la perspectiva de los agresores enmascarados, la
reacción de sufrimiento, angustia o miedo de sus víctimas es una simple
ciber-paranoia, pero es también una adicción que les produce endorfinas y
adrenalina.
Saber que sus víctimas sienten miedo real frente a un acto que ellos
consideran una agresión “imaginaria” les divierte, les hace sentir
poder. Lo que no son capaces de comprender es el efecto psicológico que
el gozo de ver sufrir a sus víctimas causa en su retentiva neuroquímica,
el cómo profundiza las tendencias psicopatológicas en quienes se
comunican a través del ciberespacio solamente usando la violencia;
descubren que pueden nutrir su crueldad sin sentir culpa o vergüenza por
ello.
La salud emocional de quienes dedican buena parte de su tiempo a nutrir y
fomentar la violencia cibernética debilita la fibra moral y, por
supuesto, destruye la brújula ética de las y los estudiantes en
comunidades que no saben cómo enfrentar estos fenómenos. Por si fuera
poco, los adultos responsables de mediar en estos conflictos, ante su
desconocimiento y frustración reaccionan con violencia, desprecio y
agresión desde su posición de poder frente a las y los jóvenes
ciber-agresores. Los demás son seguidores morbosos que no entienden su
responsabilidad al dar poder con clicks y likes. El círculo de violencia
no es virtual, es real, concreto y debe ser reconocido, estudiado y
abordado adecuadamente.
* Plan b es una columna cuyo nombre se inspira en la creencia de que
siempre hay otra manera de ver las cosas y otros temas que muy
probablemente el discurso tradicional, o el Plan A, no cubrirá.
CIMACFoto: César Martínez López
Por: Lydia Cacho
Cimacnoticias | Ciudad de México.-
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